Nexos
Rafael Pérez Gay
No sé cómo escribo. Mejor no saberlo, de verdad. Desperdicié un tiempo precioso en busca de atmósferas ridículas, con dispositivos e ingenios que el joven que fui consideraba importantes. Entendía por dispositivos tardes nubladas, luces indirectas, música triste, una pluma especial, un cuaderno traído de no sé qué ciudad prestigiosa. Tonterías. Perdí un libro, al menos, en esas ceremonias.
Tardaba tanto en prepararme para escribir que a la hora del trabajo me había olvidado del asunto y había perdido el alma en los preparativos. Del cigarro, ni hablemos, una cajetilla dispuesta a un lado de la máquina. Allá en aquellos tiempos se llamaban Del Prado. Recuerdo el vejestorio, una Olympia blanca, un todoterreno que habría soportado el bombardeo sobre Dresde. Café. Tazas y tazas. Balzac no se habría dado por mal servido. Tomé tanto café que mi corazón se puso nervioso y una noche me despertó un escándalo, los latidos de mi corazón, una taquicardia de padre y señor nuestro. El doctor Román atendió mis miedos, me prescribió (prescribir significa algo así como antes de escribir) una pastilla que se llamaba Cardiosedín y ordenó la mitad de cafeína diaria. Era bueno el doctor Román. Yo creía que así se convertía uno en escritor, no tanto escribiendo como prescribiendo, en preparación para escribir.
Con la lectura me pasaba todo lo contrario. Quizás nunca volveré a leer con tanta furia como en aquellos años. Acostado en la cama, en el baño, en la cocina, en un sillón, de pie. Cuento esto porque desde entonces la lectura acompañará siempre al acto de escribir. Si traigo un cuento entre manos, la subtrama encierra lecturas. Una historia larga, ni se diga. Escribo en estos días una novela sobre la enfermedad y el dolor. Una de las tramas menores ocurre en la ciudad del año de 1900, más o menos. Para eso he tenido que leer una historia del Teatro Nacional y su destrucción. Una maravilla de época. No sé si servirán de algo esas páginas, pero sin esa lectura no estaré convencido de la trama menor. Y luego a la hemeroteca. Comparto con algunos amigos la locura de los periódicos viejos. Pensamos que contienen todas las verdades, aunque tal vez sólo oculten historias muertas. Esto me pone triste, como cuando se descompone una máquina del tiempo.
Considero un pecado imperdonable aburrir al lector. Estoy seguro de que si me aburro mientras escribo, aburriré a los demás. Nunca sobra un detector de tedio: leer y releer en voz alta y sin entonación. Si no me incita, a nadie le servirá. Pasa con el artículo de la prensa, con la pieza literaria, el cuento, el capítulo de una novela. Hace tiempo que dejó de preocuparme la frontera que separa a la literatura del periodismo, en caso de que exista. Escribo en una MacBook Pro. El desorden ha empezado a ganarme terreno en el estudio. Libros y libros. Nunca encuentro el que necesito; entonces lo compro, aunque sé que en alguna parte de los libreros se esconde. De muchos volúmenes tengo dos ejemplares. Aparecerá una hora después de que termine este texto. Me refiero a una pieza extraordinaria de Tomás Eloy Martínez sobre periodismo y literatura. He invocado a San Panus, santo de las cosas perdidas y nada. Caminé un rato repitiendo en mi cabeza: San Panus, que aparezca. Nada.
Una noche de junio de 1893, Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo inventaron el periodismo cultural mexicano mientras caminaban por la calle oscura de Escalerilla. El director del Partido Liberal les ofreció a los escritores la edición del periódico del día domingo. Así surgió el primer suplemento literario de México: Revista Azul, ni más ni menos. Cuento esta breve historia porque de allá vengo, de la prensa literaria. Así escribo, recordando otros tiempos. Empeño la memoria en algunos de los conocimientos históricos que aprendí en las hemerotecas.
He escrito mucho periodismo. No me arrepiento. Desde hace treinta y cinco años no ha pasado una semana sin que ponga un texto en la prensa. No exagero, sé de qué hablo. Así escribo, en una discreta tradición personal que transcurre con el paso de los años. A veces me escudo en algunas frases atribuidas a García Márquez: un cuento tiene que estar escrito con la fuerza inmediata de un reportaje; un reportaje, con la profundidad y dilación de un cuento. Cierro esta incitación diciendo que no sé cómo escribo y para eso traigo a este espacio esta intuición del escritor brasileño Rubem Fonseca: “Los recuerdos que preservamos desde la infancia y cargamos durante toda nuestra vida son tal vez nuestra mejor educación, dice Aliosha Karamazov. Y si sólo uno de esos buenos recuerdos permanece en nuestro corazón, tal vez se convierta, un día, en el instrumento de nuestra salvación”. Así escribo: en busca de alguno de esos recuerdos.
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