jueves, 10 de noviembre de 2011

Elogio del fantasma

10/Noviembre/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

Francisco Tario acaba de cumplir cien años. Quizá la mejor manera de presentarlo será decir que se trata de un escritor raro. Raro de veras. Su biografía merece una novela y su literatura, la lectura constante que no ha tenido hasta ahora. Fue un hombre sorprendente y polifacético: nació con el apellido Peláez, que decidió evitar para vivir intrometido y reservado bajo la firma de Tario; fue jugador profesional de futbol —portero del Club Asturias de la primera división— y cinéfilo apasionado —como asiduo espectador y como dueño de tres cines en Acapulco. Abrimos un suspiro y recordemos que aún queda pendiente la larga reflexión sobre los escritores y artistas que han sido futbolistas, con el afán de que un largo ensayo quizá hilvane la debida explicación de por qué Plácido Domingo, Eduardo Chillida y Albert Camus fueron porteros.

Francisco Tario fue un escritor entregado apasionadamente a la confección de sus párrafos, mas ajeno a los círculos literarios y los enredos de la comidilla entre escritores. Sin embargo, fue amigo de Lola Álvarez Bravo, Octavio Paz, José Luis Martínez y Alí Chumacero, más por los libros y las conversaciones en común, que por el acostumbrado interés entre quienes buscaban acomodarse entre esos nombres. Tario fue un escritor honesto con sus letras y fiel a la pasión esencial de ser lector, una dicotomía ejemplar si se considera que muchos autores se olvidan de leer a los demás y no pocos escritores sobrellevan sus actividades precisamente sin escribir. Sin buscarla, Tario abonó a su posteridad con el limpio ejemplo de su apartado, sin imaginar que pasarían décadas hasta el Sol de hoy en que Alejandro Toledo es quien más ha hecho mucho por fincarle su lugar intemporal.

Alejandro Toledo ha navegado como gambusino por los papeles olvidados de Tario y gracias a él han aparecido recientemente algunos cuentos que no habían sido recogidos y otras obras inéditas, cuyos títulos ya antojan lectra: “Dos guantes negros”, “La desconocida del mar” y “Diario de un guardameta”. Como bien lo ha señalado el propio Toledo, Tario “no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir, como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello”. Hablamos entonces de un fantasma por voluntad propia, más interesado en la rica diversidad de la vida privada que en la exposición insensata de la vida pública; más propenso a preocuparse por concluir la lectura de un libro que en los rituales acostumbrados de las presentaciones, reseñas o multiplicación de ventas de sus propias obras. Así se entiende que fuera amigo de Manuel Rodríguez “Manolete”, no para figurar entre la cuadrilla de sus aduladores, sino por el placer de ganarle repetidas veces al frontón; lo dicho, Tario fue un portero elegantísimo, de los de rodillera y boina calada, que estrenaba suéter en cada partido, y habilísimo bajo los palos, por lo que llegó a ser retratado en las cajetillas de cigarros “Elegantes”, no porque buscara los reflectores como muchos futbolistas de hoy en día, sino por la innegable calidad que destilaba su presencia en las canchas donde él se tomaba su papel como un arte.

En el mismo ánimo, Tario fue un gran conversador, ávido de exponer ideas y escuchar opiniones, pero nunca un platicador pedante o impositivo; fue un dramaturgo despreocupado por la puesta o no es escena de sus obras, pues era un convencido del teatro como una más de sus formas para expresarse, en tres o más actos, con y sin actores. Por lo mismo, mantuvo hasta el final de sus días la expresión escrita, el recuento de su horarios y las circunstancias de su cotidianidad (más muchos cuentos, crónicas, novelas en ciernes y las obras inéditas que ahora ha desenterrado Toledo), sin la necesidad de saberlos como diarios publicables o libros en el umbral de la prensa. Además, Tario fue un viajero apasionado y quizá aparezcan entre los pliegues de su papeles inéditos los recuentos de su viajes o de su aventura cinéfila en Acapulco, donde introdujo por primera vez en México la ya indispensables máquina para confeccionar palomitas de maíz, o quizá haya algún cuaderno que narre la decisión que tomó Tario en 1960 de mudarse con mujer y dos hijos a Madrid, donde alquiló un piso en el mismo edificio donde vivía el gran Di Stéfano.

Tario fue un hombre profundamente enamorado de su mujer. Juntos, formaban una de las parejas más hermosas que se mientan aún entre fantasmas de aceras del pretérito. Al morir ella, al quedarse solo, el fantasma ya sólo precisaba inmaterializarse él mismo. Murió en Madrid en 1977. Hasta hace poco tiempo, Francisco Tario permanecía oculto para una gran mayoría de lectores, y aunque su condición espectral permanecerá siempre intacta, es de celebrarse —además de la ardua labor ya mencionada de Toledo— la edición titulada Cuentos completos, en dos tomos, gracias a Mario González Suárez y la hermosa edición de Algunas noches, algunos fantasmas en la elegante y breve colección Centzontle de seis de sus cuentos, selección y prólogo de otro fantasma. Allí podrá leerse el cuento magnífico de “La noche de Margaret Rose” que en opinión de Gabriel García Márquez se ubica entre los diez mejores relatos jamás escritos.

Si con lo anterior no dejé ya suficientemente picado al siguiente posible lector de Francisco Tario habría que agregar que la editorial Atalanta prepara una antología de sus cuentos (con prólogo de Alejandro Toledo) para solaz e imán de los futuros lectores que han de abrevar de este magnífico escritor que firmaba como Francisco Tario, nostálgico por los fantasmas y la luminosa navegación de las noches, delicado maestro de la prosa y fino coreógrafo del lenguaje donde hablan los perros y las puertas, y no solamente los hombres o los vivos. Es un escritor que mantiene constante la tensión de cualquier lector y produce una inevitable admiración entrañable. Como acostumbran hacerlo los buenos fantasmas.

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