Jornada Semanal
La narrativa en lengua alemana gozó de impecable salud el siglo pasado, lo mismo la escrita por autores no nacidos en territorio germano (como Broch y Musil, como Thomas Bernhard y Franz Kafka) que la hilvanada por novelistas teutones que ya se han vuelto imprescindibles: tal es el caso de Ernst Jünger, de Heinrich Böll, de Günter Grass. Entre todos ellos ocupa sin duda un lugar señero Thomas Mann, no sólo porque en su obra encarna una visión de época –la primera mitad del siglo XX– determinante para el desarrollo de la historia posterior, que es la nuestra, sino porque además de ser una conciencia de su siglo, Mann no olvidó jamás que escribir bien, que equilibrar los matices más precisos de una historia con los apuntes insoslayables del carácter de sus personajes, con la creación de una atmósfera (antes que verosímil) respirable, en el sentido más amplio del término, son tareas que ningún novelista debe supeditar a los dictados de su ética personal, es cierto, pero sí amalgamarlas de manera que la íntima subjetividad del pensamiento, transfigurada por la literatura, se convierta en eso que representa la obra de Thomas Mann: una lección de la elaborada objetividad que ha alcanzado la novela como género; un ejemplo de realismo crítico, simbólico y psicológico, más irónico que onírico, menos ecléctico que escéptico, aséptico y excepcional.
Si tres de sus últimos libros (José y sus hermanos, Doctor Faustus y Carlota en Weimar) habrían bastado para ubicarlo entre los autores indispensables del siglo XX, Thomas Mann alcanzó el sitio que hoy ocupa con otra trilogía de novelas de ningún modo concebidas para formar una saga, sino como episodios distintos y distantes de una misma metáfora: la decadencia de la vida occidental, el abandono de un orden, de un mundo acabado en más de un sentido. Los Buddenbrook (1900) examina la disolución de una familia como trasunto de la que ya experimentaba el mundo burgués, así como La montaña mágica (1924), cuyo título proviene de un pasaje de El origen de la tragedia, de Nietzsche, es una espléndida polifonía celebrada no en una sala de conciertos, sino en un hospital de enfermedades pulmonares ubicado en Davos, pueblo de los Alpes donde, desde hace algunos años, se lleva a cabo una cumbre económica mundial que en absoluto (y para su mal) habrá leído el libro. La muerte en Venecia (1911) es, en contraste con las más de mil páginas de la anterior, una novela breve donde Mann parte casi de un lugar común: un escritor y reconocidísimo académico alemán, de vida apolínea y sin tacha, se abandona, (con)desciende al calor, el hedor y el hacinamiento de uno de los más famosos puertos del Mediterráneo, para encontrarse fortuitamente con el ideal de belleza encarnado en un adolescente y con la muerte del título, menos accidental que occidental, si se considera que en ese último asidero de la disolución se refleja, otra vez, el despeñamiento de un mundo (y de una concepción del mundo) devastado por la violencia, la estupidez y la irracionalidad.
No es poco lo que se ha escrito de la novelística de Mann, en particular de esa dilatada, exquisita alegoría que es La montaña mágica, obra cuya trascendencia se corresponde con el espacio físico en que transcurre la anécdota: es un punto culminante de la literatura del último siglo y medio. Si Joyce recuperó en veinticuatro horas el idéntico número de cantos de la Odisea, de Homero, para solapar, bajo la audacia de Ulises, la mundanidad de Leopold Bloom, Mann es igualmente justo con Hans Castorp: no lo sumerge, como al héroe clásico, en el Hades indecible, sino que lo hace ascender a la estación hospitalaria de Davos para que conozca, durante su visita veraniega, al primo Joachim, a otros seres infernales, entre los que destaca Behrens, el médico jefe, un tipo muy simpático, inteligente, asertivo y dómine absoluto de la clínica, y por supuesto Settembrini, un paciente italiano de poco más de cuarenta años y escritor locuaz de opiniones heterodoxas y humor cáustico. El enfrentamiento con la enfermedad es una simbiosis con el sino: Castorp, incapaz de asumir la tenacidad de su nombre, no sabrá construir el dique que lo separe de la morbidez.
II
Heroísmo en la debilidad: he ahí el mejor retrato de los protagonistas de Mann. Sea un joven ingeniero de buena familia o un prestigiado escritor de inalcanzable sabiduría en asuntos históricos y artísticos, el personaje busca, sin saberlo, su propia disolución. Su viaje al encuentro con lo exótico desconocido es una huida de sí mismo para dar con una suerte de remoto yo más allá de sus posibilidades. Gustav von Aschenbach (el apellido vuelve a ser simbólico: un río de cenizas) es ya su propia muerte cuando emprende, en La muerte en Venecia, el paseo que lo llevará, por segunda vez, a una ciudad (“la más inverosímil”) atractiva y enferma, quizá lo phrimero por lo segundo. Sus sueños báquicos, ensueños de una mente que se mantiene excitada por la inminencia, están poblados de imágenes grotescas que no son sino la queda búsqueda del abismo: silenciosa bacanal donde Dionisos, por fin, logra apoderarse de Apolo.
La serena sobriedad de la escritura conviene siempre a asuntos donde todo, hasta lo más terrible, se dirime en la calma de un entreacto. El malsano amor al caos no puede modularse mejor que en una prosa como la de Mann, que no viaja al Mediodía europeo donde el barroco es una rueca de espectros, como lo hace Aschenbach, sino que se demora en miradas apacibles, en elegantes contorsiones, en una adjetivación parca y precisa y tan ajena a lo vulgar como a lo excéntrico. Pero en el mar de tanta forma en calma se aparecen islas inquietantes y luminosas, la figura de Tadzio, por ejemplo, que despierta en el polígrafo de cincuenta años una excitación interior donde compiten la suprema perfección de su adolescencia (si se admite la antinomia) con la inevitable asociación que la mente del intelectual establece entre la estética clásica y la belleza romántica del chico (si se transige con el traspié).
Arrobado por la presencia de un joven cuyo nombre descubre luego de barajar los fantasmas acústicos de las voces con que lo llaman sus parientes y sus amigos, Aschenbach lo mira “con asombro y hasta con miedo”. Este dios mancebo despierta en él “evocaciones místicas” de “tiempos originarios”: es el canto encarnado de un poema primitivo, la belleza como expresión sensible de la divinidad, del placer que brinda la “exactitud del pensamiento”: pura razón pura. Sólo una mente obtusa podría presumir pederastia en la actitud del profesor, quien ve la belleza y la muerte y la belleza de la muerte y la muerte de la belleza en el chico, un algo que trasciende la grosera sexualidad. Se trata de un éxtasis contemplativo como el que sentimos frente al mar o la noche inmensa. Pero es también un temor doble: a la muerte próxima de Tadrio, que intuye a partir de su apariencia enfermiza, de sus dientes anémicos, y al amor en sí, al “desconocimiento de sus propios deseos”.
Numerosas son las lecturas que ven “instancias de muerte”, la tensión Eros-Tánatos en la novela de Mann. Heinz Kohut, por ejemplo, y desde una perspectiva psicológica (terrible como dominio de certezas pero fecundo en ocurrentes observaciones deviene el psicoanálisis administrado a la literatura), rastrea en las figuras masculinas del libro (el pelirrojo del cementerio, el dandy senil del barco, el barquero en su góndola “negra como un ataúd”) elementos premonitorios de una fuga que es una histérica forma de la repelencia y la atracción que la ciudad, la masculinidad y, finalmente, la muerte ejercen en Aschenbach. Anota que uno de los primeros relatos del autor, escrito a los dieciséis años luego del fallecimiento de su padre, se intitula sencillamente “Muerte”; que el gondolero es Caronte y algunos otros hallazgos. Frente a tanta sagacidad crítica, es aun más admirable el desacierto de su conclusión: “Podemos suponer que el autor desplazó su conflicto personal hacia el protagonista del relato, y así logró salvaguardar su capacidad creadora”.
Se ha hablado (Günter Blöcker), en otro orden de asuntos, de la influencia que el “pesimismo musical” de Schopenhauer y la “psicología de la decadencia” de Nietzsche ejercieron en las lecturas del joven Mann. Pero quien se lleva las palmas en esta deriva (la de los diversos enfoques, atentos o sesgados, que ha generado la novela luego de cien años) es, me parece, Georges Lukacs, crítico tan influyente en su momento como hoy depositado, casi por completo, en un convincente olvido. En oposición a Kafka, cuya “decadencia artísticamente interesante” no ofrece atractivo frente al “realismo crítico verdadero” de Mann, la obra del autor nacido en Lübeck en 1875 y muerto en Zurich ochenta años después ha dado, según Lukacs, un “salto dialéctico” que la lleva de su profundo marasmo y subjetividad interiores a la “esencia objetiva de la realidad social e histórica”. El crítico no parece advertir que, precisamente, lo más destacable del “realismo” de La muerte en Venecia es que integra todas las voces interiores del personaje –decadentes, sucias, caóticas, dispersas– en un discurso cuyo comedimiento y austeridad es factible sólo porque cubre (o se inserta en) una suma de abismos y sobresaltos no opuestos sino similares a los de Kafka, nada más que expresados en una tesitura distinta. Mann no rehúye el subjetivismo novelístico que tanto aterra a Lukacs: lo distribuye en las imágenes del mundo exterior.
III
Hay quien ha visto en el nombre del personaje central de La muerte en Venecia (Gustav) una velada alusión al compositor bohemio Gustav Mahler, muerto mientras Mann escribía la novela. El que mejor aprovechó esta sutileza o casualidad fue el cineasta Luchino Visconti, quien sesenta años después filmó una de las mejores muestras de agradable conversación entre el relato fílmico y el literario. Son muchos los aciertos de la película, pero atendiendo sólo a los que dialogan con la novela, habría que destacar cómo, en una lección de discernimiento entre lo que le interesa a la literatura y no al cine, Visconti elimina los dos primeros capítulos (el currículo de Aschenbach, las motivaciones emotivas de su viaje) e introduce al personaje en su arribo a Venecia. Pero no elimina las innumerables reflexiones que lo abruman, ni las alusiones al pasado, sustancia que hace entrañable su drama: las coloca a lo largo de la cinta en flashbacks que, a manera de contrapunto, acompañan a la historia central.
El cineasta asume con la misma delicadeza de Mann la devoción del protagonista por Tadzio. Hace pasar por el rostro de Dirk Bogarde, el Aschenbach de la cinta, lo mismo deseo que sufrimiento, ansiedad que locura. Su concesión a la voluntad tanática de la novela está en las dentaduras de los personajes e incluso en el equipaje del profesor: una suerte de sarcófago trashumante. Pero quizá donde resida el mayor mérito de Visconti sea en el cambio de identidad artística de Aschenbach, que no es un escritor, como en la novela, sino un músico, con lo que no sólo da entrada a la antedicha referencia a Mahler (junto con Wagner, el músico más admirado por Mann), sino que provoca un diálogo triangular tan eficaz entre cine, música y literatura como difícilmente se ha conseguido en otra cinta.
Tema esencial de la narrativa de Thomas Mann, el arte y su relación con la vida y la naturaleza se enriquece y sublima en la interpretación de Visconti, quien al incorporar al universo del drama de Aschenbach a la más elevada, peligrosa y disolutiva de las artes (tal era la música para los románticos), está asumiendo asimismo su indiferencia moral, la entrañable ambigüedad de la música que, en términos nietzscheanos, equidista del bien y del mal. La música, así, exalta y esculpe el suicidio disfrazado de Aschenbach –que se niega a abandonar una ciudad infestada por el cólera indio–, no nada más subrayando la apariencia de serenidad en el caos que se advierte en buena parte de la obra de Mahler, sino encarnando (para develar el verdadero sino del protagonista) como la atmósfera o, diría Cioran, “el refugio de las almas ulceradas por la dicha”, que es la mejor definición de música que se haya escrito jamás.
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