sábado, 1 de octubre de 2011

Amargado

1/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Un libro muy mencionado, pero poco leído y menos respetado es el Manual de Carreño, que no se titula así, sino Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales del hombre.

Mi parte preferida es cuando se habla del arte de conversar: “La conversación es el alma y el alimento de toda sociedad. Nada hay que revele más claramente la educación de una persona, que su conversación: el tono y las inflexiones de la voz, la manera de pronunciar, la elección de los términos, el juego de la fisonomía, los movimientos del cuerpo, y todas las demás circunstancias físicas y morales que acompañan la enunciación de las ideas, dan a conocer desde luego el grado de cultura y delicadeza de cada cual”.

Los buenos modos están ahí para el disfrute, para sacarle el mayor interés y provecho al intercambio de ideas, y no, como otros piensan, para procurar la rigidez y falta de naturalidad. Soy un apasionado de la conversación. Para beber una copa con unos amigos, suelo peregrinar de bar en bar, a veces vanamente, en busca de uno sin televisores.

Los grandes movimientos culturales han surgido de la conversación. La falta de urbanidad y el ruido en los lugares públicos han matado la conversación. En Francia se relaciona la decadencia de los cafés con el declive intelectual.

Los manuales de buenas costumbres son también interesantes para entrar en el espíritu de cierta época y ver lo mucho que cambia el ser humano.

El cortesano, de Baltasar de Castiglione, es un clásico que nos llegó al español con traducción de Juan Boscán. ¿Cómo ha de ser la coquetería de las mujeres, su vestimenta y afeites? ¿Los galanteos del hombre, el tono de su voz? Por supuesto, en el espíritu del Renacimiento, entre las mejores costumbres estaba conocer el griego y el latín, no para hablarlos sino para leerlos.

Algunos manuales del siglo XVIII nos dan consejos que parecen extraños. Por ejemplo: si vas a un baile con tu mujer, no se te ocurra bailar con ella.

O bien: no elogies a la señora de la casa por una sabrosa comida. Eso se calla por sabido.

O bien: si rompes algo valioso en casa ajena, no te disculpes, pues ofenderás al anfitrión. Con ello implicarías que el dueño es un mezquino al que le mortifica el costo de la pérdida.

A quienquiera que escriba hoy un manual de cortesías, tengo que pedirle un capítulo especial sobre el silencio: no sonar los tacones en cada paso, susurrar en el celular, tenerlo siempre con el timbre silencioso, reírse con discreción, enseñarle a los niños a hablar bajo y llevarse a los llorones, abrir y cerrar puertas con suavidad, no arrastrar las sillas, apagar el televisor cuando se conversa. Los bares deben tener las licuadoras en un cuarto al fondo, no en la barra. Además, no en cualquier sitio ha de ser bienvenido un trío, un mariachi o una marimba.

Mi hija no quiere salir conmigo. Le da vergüenza cuando en los restaurantes callo a la gente, desconecto los televisores, bajo el volumen de la música. Dice que soy un amargado.

Y tiene razón.



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