Laberinto
Vivimos una época en que el discurso y los hechos se sustentan en lo banal. Los conceptos, las conversaciones entre amigos, las sensaciones ligadas al miedo, a la alegría o la tristeza. La escalofriante realidad que vivimos en México
se ha convertido en una cuestión de números, tablas estadísticas. “Bajas colaterales”. “Disculpe usted”. “Este crimen no quedará impune”. Ajá.
No hace falta ser un especialista en ciencias sociales para darse cuenta a través de la experiencia cotidiana de que la indignación e impotencia de todo un país se han convertido en el chistorete, el gran negocio y la respuesta fácil de unos cuantos. Al estilo de la abuelita que receta “chiquiadores” y tecitos para todos los males, gobernantes, empresarios y líderes sociales parecen abstraídos de los sacrificios, la confusión y zozobra generalizadas. Mediante eufemismos, declaraciones irresponsables y cínicas, dándole el beneficio de la duda a autoridades incompetentes, repartiendo besos, escapularios a diestra y siniestra, organizando peregrinaciones llamadas “marchas”, se instaló entre el violento azar que vivimos un nuevo evangelio, el de la mexicanidad new age.
No me sorprende, así, la emergencia de escritores promovidos al cobijo de padrinazgos, jugosos premios y adelantos, y calificativos de relumbrón en las solapas de sus obras. Lo anterior no tiene nada de novedoso, pero hoy en día el énfasis en el espectáculo y la comercialización, incluso de las tragedias sociales, han puesto una gruesa cortina de humo escenográfico entre las obras de ficción y sus lectores. De este modo se llena de obstáculos una apreciación estética ajena a los intereses de una industria editorial endeble e irresponsable. La chapuza se ha consumado y las mesas de novedades se desbordan de novelas donde se apuesta por el campanazo del mínimo esfuerzo y la ocurrencia de pastelazo, muchas de éstas producidas al ritmo que marcan los plazos impuestos por el sistema de becas. No hay mejor estrategia editorial que tronarle los dedos al escritor ávido de fama y reconocimiento express, para ver de cuál sale el próximo bestseller.
A últimas fechas, instado por recomendaciones de algunos amigos y conocidos, he leído algunas obras de lo que se ha dado en llamar “neopoliciaco”, “narcoliteratura” y “realismo duro” con énfasis en la nota roja más superficial. Novelas forjadas en las duras calles de un juego de Xbox, o con pretensiones de anticipación a la Orwell, pero cuyo mérito está en haber encontrado la acertada fusión entre las influencias literarias de sus autores, plagadas de rebeldía hollywoodense y la comida chatarra con la que engordan las tramas. El mercado editorial, sin decirlo abiertamente, acepta su fracaso como promotor de la lectura impulsando autores que aceptan meter el dedo en el atole con el que se pretende enganchar al lector. Una literatura pedante y vacía pero que pretende posicionarse como Alta Literatura. Novelas con el pulso de un guión de historieta populachera, serial de aventuras tipo El Pantera, sin una mínima idea de lo que significa vivir en sociedades inmersas en la criminalidad global; parecen provenir de concursantes de una “Academia” para escritores hipsters amantes del cliché que desprecian la sociedad en la que viven, sin conocerla. Detrás de su fascinación por el cine gore, los sofismas y las proezas de Jackass, aparecen algunos de sus prejuicios y limitaciones más evidentes: todos los judiciales son gordos, corruptos, lujuriosos, hablan como personaje de Chespirito y visten como Joan Sebastian. Sus heroínas forzosamente están buenotas y son entronas, por ende, están listas para el acostón. Ni hablar de los “malosos”: son muy malos. Del mismo modo acuden a la figura del periodista buena onda que deviene detective (pero no salvaje) noble, reflexivo y desmadroso, con un amor mal correspondido por su ciudad (es decir, la Roma, la Condesa, algunas zonas seguras del Centro Histórico o su símil en una capital norteña) o a una mujer que los abandona por el éxito de alguien más. La mujer, invariablemente, se mantiene en su función de “Salomé”. De tal modo, la creación de personajes deviene proyección autoral (la música que les gusta, el gadget de última generación —no en balde ahora hay quien practica la twiteratura, otra falacia—, el director de cine preferido, etcétera). Cuando aparece la cocaína, basta con que un personaje inhale unas cuantas rayas para darnos cuenta de que la única droga dura que el autor ha consumido es la coca cola.
Una sociedad movida por la indolencia y la fe en el pensamiento mágico tiene su reflejo en un proyecto educativo fracasado, pero cuyo estandarte de su culpa es la promoción de la lectura. No es difícil entender así la proliferación de novelas dignas de las calificaciones que la OCDE asigna al país en aprovechamiento escolar. La literatura que hoy en día ofrecen a carretadas diversos organismos e instituciones mediante programas, presentaciones y demás actividades del tipo, poco o nada consigue en su propósito de crear “un país de lectores”. Donde abunda la pereza, la improvisación, el amiguismo y el culto al éxito a como dé lugar hay muy poco de donde tirar. Sin embargo, sólo unos cuantos autores, por estrategia o perfil, logran vender algunos miles de ejemplares con obras aptas para un país donde se leen un promedio de 2.8 libros al año por persona. Esto parece suficiente para que un enjambre de escritores sean considerados maduros aunque para empezar ni sus editores los lean. Todo obedece a una lógica de mercado donde, como en toda democracia bananera, hay la exigencia de cumplir metas para justificar proyectos y promociones fraudulentas.
El oportunismo y la chabacanería se han instalado como prácticas cotidianas. La carcajada estentórea, la descalificación a rajatabla, los encumbramientos al vapor. El juego de conveniencias y envidias agazapadas tras la diplomacia del convivio cantinero. El diálogo sensato se ha ido sin avisar y dejó en su lugar la chacota y la mala leche. En un país desesperado y a merced de la superstición y el fanatismo, hay temor de madurar. Mejor pondera la velocidad de escape. Viva la cooltura. Muchas de las novedades editoriales en el campo de la novela nos ofrecen ejemplos de su mala asimilación de la industria anglosajona del cine de acción y distópico.
Estos tiempos me parecen desprovistos de sentido. No sólo tengo que vérmelas con la situación del país sino con lo que me ofrece en el corto plazo la actividad a la que he entregado la mayor parte de mi vida. A regañadientes tengo que aceptar que hace algunos años me convertí en escritor, y ahora me siento obligado a exponer un punto de vista sobre algunas de mis últimas lecturas. No estoy seguro de dónde estoy parado. Quizá sea un mal lector. James Baldwin decía que una vida que no se examina a sí misma no vale la pena vivirse. El universo de tantas novelas que hoy gozan del respaldo de las editoriales mexicanas nos anuncia el advenimiento de la era del escritor Xbox. Olvidémonos de la literatura como experiencia vital e íntima donde todo es riesgo y ganas de resistir al mundo tal y como lo experimentamos día con día.
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