Laberinto
En Alfonso Reyes habitan muchos autores potenciales y el fantasma de un genio malogrado; habitan también un hombre público prominente y un personaje privado que fascina por su humor y bonhomía. Por su utilidad para develar estas distintas facetas y por su inmenso valor testimonial, la publicación de los diarios de Reyes era largamente esperada. Aunque escritos con presentimiento de posteridad y, por ende, cuidadosamente administrados en desgarramientos o confidencias, los registros vitales de Alfonso Reyes no son sólo un festín para especialistas, sino que muestran retratos de época y miniaturas íntimas, dramas artísticos y dilemas personales, que resultan entrañables e instructivos para cualquier lector. He leído, con una mezcla de fascinación literaria y angustia burocrática, el primer volumen, de los tres publicados hasta ahora. Este primer tomo, en parte ya conocido, abarca a retazos el periodo de 1911 a 1927: comienza con un recuento de esos “días aciagos” en los que Reyes y sus parientes dormían con rifles en la cabecera, sigue con algunas páginas fragmentarias de su exilio y recomienza en 1924, cuando Reyes ha culminado su primer periplo europeo, primero como modesto y fugaz empleado en la legación mexicana en Francia, y luego como intelectual mil-usos en Madrid donde lo mismo se incorporó a una época de esplendor de la filología académica, que escribió a destajo en periódicos. Cuando recomienza sus diarios de manera sistemática, en 1924, Reyes se encuentra en México en espera de ser nombrado embajador en Argentina, aunque, en vez de eso, es enviado a España en una misión confidencial en la que el entonces presidente Obregón le ofrece al Rey Alfonso ¡la mediación de México en su conflicto con los rebeldes marroquíes! Luego de que esta misión previsiblemente fracasa, Reyes será nombrado embajador en París y gran parte del Diario relata las vicisitudes de este encargo.
Los diarios permiten reconstituir una etapa histórica cuyos grandes protagonistas han sido olvidados, pero también los chismes y absurdos burocráticos, algunos avatares personales y el torbellino de actividades sociales que parecen desangrar al escritor. El registro alfonsino mezcla desde el recuento de las tareas diplomáticas más relevantes hasta minucias sobre la disposición de los asientos y el costo de una cena, desde esbozos de proyectos artísticos o apuntes al vuelo sobre artistas contemporáneos suyos hasta comentarios sobre ciertos desencuentros generacionales. Describe igualmente, en medio del ritmo frenético del coctel y de la fiesta que desgasta al escritor, la gestación del promotor y esa labor que, sin desdeñar la propia promoción, busca hacer del intercambio cultural un instrumento capaz de ensanchar el diálogo, conectar temperamentos afines, promover constelaciones y crear una patria de la inteligencia allende las fronteras geográficas y las lenguas, donde puedan dirimirse diferencias políticas e ideológicas.
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