Nexos
La muerte de Ernesto Sabato (1911-2011) ha desencadenado todo tipo de reacciones: desde las que expresan honestos sentimientos de cariño y admiración, hasta las que rezuman antipatía, resentimiento y maledicencia. No descarto que haya personas a quienes de verdad les resulte imposible disfrutar de la obra literaria de un autor sin aprobar a la vez su ideología política, sus creencias religiosas, su trayectoria cívica o su conducta conyugal, pero quiero creer que tales prejuicios —extraliterarios, por supuesto— están mediatizados por la actualidad y que desaparecerán con el correr de los años.
Me parece increíble tener que comenzar así esta evocación de Sabato, pero si quiero ser justo y además elogioso, antes deseo separar la paja del trigo. Por ejemplo, de nada me sirve saber que Borges y Cortázar —dos de los escritores que más quiero y admiro— profesaban escasa simpatía por la obra y la persona de Sabato. ¿Acaso vale menos la obra de Góngora por la poca consideración que le tenía Quevedo? ¿Dejaríamos de leer a Cervantes por la pobre opinión que le merecía a Lope de Vega? La convivencia de los creadores siempre ha sido complicada y pienso que así hay que tomarse las frases y chascarrillos que algunos están exhumando de libros, memorias, reseñas, entrevistas y hasta de la correspondencia privada de escritores como Borges, Cortázar y Mujica Láinez, entre otros.
Por otro lado, en más de un artículo, necrológica o semblanza he leído que el 19 de mayo de 1976 Ernesto Sabato y otros intelectuales argentinos almorzaron en la Casa Rosada con el general Videla, acto que para muchos resulta poco más o menos que incriminatorio. ¿Por qué no toman en cuenta que Sabato sí se enfrentó a la dictadura en Apologías y rechazos (1979), cuando el poder de Videla era omnímodo y la “guerra sucia” estaba en pleno apogeo? ¿Y por qué no se toma en cuenta su presencia al frente de la comisión que investigó los crímenes y las torturas de la dictadura militar? Nadie ha deplorado aquella invitación más que el propio Sabato, y desde que tuvo conciencia de la índole asesina del gobierno militar se convirtió en uno de sus más tenaces opositores. Ello lo dignificó como persona decente, mas no le añadió ni le quitó nada como escritor. De hecho, su obra de ficción ya había concluido tras la publicación de Abbadón el Exterminador (1974).
Creo que era imprescindible hacer hincapié en todas estas cosas, porque a continuación me propongo comentar la obra de Sabato y lo que significó para el joven universitario de dieciséis años que yo era cuando leí El túnel (1948). Aquella novela tuvo la virtud de sobrecogerme y arrasarme de desasosiego como muy pocas lo habían conseguido, pues mis lecturas de entonces recién comenzaban a adquirir mayor densidad y penetración. Había leído a Borges y Cortázar, a Poe y Lovecraft, a Vargas Llosa y García Márquez, a Ribeyro y Bryce Echenique, a Stendhal y Herman Hesse, mas todavía no a Sabato. Precisamente llegué a Sabato a través de Herman Hesse, pues la misma persona que me aconsejó leer El lobo estepario me exhortó a leer El túnel.
Las novelas de Sabato (El túnel, Sobre héroes y tumbas —1961— y Abbadón el Exterminador) forman parte de mi educación sentimental porque gracias a ellas leí a Sartre, Camus, Dostoievski, Erich Fromm y Lawrence Durrell. En realidad, el propio Sabato fue una suerte de “túnel” que me condujo hacia esos y otros autores, pues los lectores de Sabato siempre hemos buscado en otros libros las respuestas a sus interpelaciones. Creo que esa es una virtud extraordinaria reservada a los grandes escritores: instarnos a seguir leyendo. Si Borges me hizo leer a Chesterton, De Quincey, Swedenborg y Melville, Sabato me precipitó sobre Gide, Baudelaire, Henry Miller y Thomas Mann. ¿Merece la pena que precise que Faulkner y Kafka fueron vasos comunicantes entre ambos? A Borges le interesaron lo fantástico en Kafka y los laberintos temporales en Faulkner, mientras que a Sabato lo arrasaron la abyección humana de las novelas de Faulkner y el mundo irracional y tenebroso de las criaturas de Kafka. Por eso Ficciones y El túnel son dos libros distintos que provienen de las mismas lecturas.
La literatura argentina es una genuina galaxia donde el sol es Borges y los planetas que giran alrededor suyo podrían ser Arlt, Lugones, Girondo, Marechal, Denevi, Cortázar, Bioy Casares o Mujica Láinez, cada uno con sus respectivas lunas que serían Fogwill, Di Benedetto, Saer o Lamborghini. Sin embargo, dentro de esa galaxia existen cuerpos celestes como el cometa Sabato, cuyo incandescente itinerario inquieta, desasosiega y distorsiona las órbitas de los demás. Hace medio siglo su irrupción fue bienvenida y cincuenta años después la unanimidad ha desaparecido. ¿Qué ocurrirá cuando recorra el firmamento de nuevo dentro de otro medio siglo?
En una entrevista concedida en 1977 al periodista Joaquín Soler Serrano de TVE, Sabato reconoció que le gustaba la astronomía y contemplar las estrellas, porque la Tierra no le parecía suficiente y porque sólo los desajustados del mundo miraban al cielo. Por eso no tengo la menor duda de que Sabato siempre tendrá nuevos y fervorosos lectores, porque la rebelión y la inconformidad no se pueden esconder para siempre en los túneles. Ojalá viva lo suficiente para verlo incendiar la galaxia de nuevo.
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