jueves, 2 de junio de 2011

Con semáforos

Junio/2011
Nexos
Ana García Bergua

Guardo de la infancia el recuerdo de la mesa del comedor, donde yo y mis hermanos hacíamos la tarea en la tarde. La mesa, con mantel, era para unas cosas; sin mantel, para otras. También servía de costurero, para cortar las piezas de tela con que mi madre nos cosía o remendaba alguna ropa, para los trabajos manuales, los dibujos. Durante muchos años, desde que me casé, trabajé junto al comedor y quise que mis hijas hicieran sus tareas en esa mesa, a mi lado: como si fuera un taller familiar en el que la mesa era una especie de universo compartido. Quizá a ello se debe que no me moleste trabajar en medio del caos de la casa, el teléfono, el timbre, la señora de la limpieza que pasa de un lado a otro, las hijas que llegan, van o quieren a ir algún sitio, el marido que practica su instrumento o incluso ensaya con otros músicos. La mesa o el escritorio en el comedor han sido, para mí, la extensión de libros, cuadernos, revistas. Sin embargo, en otras épocas he tenido rincones: un pequeño estudio, un espacio diminuto junto a un vestidor, un cuarto de servicio que abandoné porque me hacía sentir demasiado aislada, aunque amaba la mesa alta, esquinera y de madera blanca, que me hizo el carpintero. He llegado a abrazar mesas.

Ahora escribo en un secreter que tenemos desde hace muchos años, y del que sin embargo tardé en apropiarme por escribir junto al comedor. Escribo en mi habitación, a un lado de mi cama y con muchas interrupciones. No sólo de otros, sino mías también. Cuando escribo algo de un tirón, o cuando llevo mucho tiempo escribiendo, comienzo a sentir una especie de vértigo, muy similar al que me provocan los caminos sin semáforos, como las carreteras o el Periférico. Por eso yo necesito escribir con semáforos: un café, un libro, una llamada telefónica, una carrera a la tienda, mirar por la ventana, una ojeada a la internet, algo de música, un juego de cartas. No sé si por soledad o por claustrofobia.
Durante muchos años escribí a máquina, en una máquina verde claro, de origen checoslovaco, perteneciente a mis padres, metálica pero portátil, que todavía guardo. Me gustaba aporrear sus teclas, cambiar la cinta, mancharme los dedos. Como era muy joven entonces y trabajaba en mi habitación, en la misma mesa dibujaba y hacía las maquetas y los dibujos de mi anterior oficio. Llevaba un diario en un cuaderno en el que mezclaba bosquejos y apuntes, y a veces escribía ahí historias u obras de teatro, que siempre me parecieron muy malas; después las copiaba en la máquina verde. La primera novela la escribí en esa máquina y viajaba a Tabasco con ella para ir a ver a mi actual marido, que es músico y entonces tocaba en un hotel. Me gustaba la máquina, era torpe y pesada, el estuche cuadrado y duro, como una maleta.

Cuando mi padre vio que me dedicaría a escribir, me heredó su computadora. La mandó desde Guadalajara con un amigo de la familia. Desde entonces escribo en la computadora: me gusta la facilidad para editar, mover, jugar con el texto, buscar palabras. Lo único malo de la computadora es la tentación de la internet tan a la mano. Es como si tu hoja de papel estuviera, de nuevo, en medio del paso de los demás, cosa que no me molesta del todo, pero sí me distrae. También me gusta que las computadoras sean cada vez más pequeñas, como cuadernos, pues me gustan mucho los cuadernos. De hecho, colecciono cuadernos bonitos o raros: en ellos hago notas, escribo ideas para cuentos, en ocasiones dibujo, los llevo a los viajes. Los cuadernos son parte de esta sensación de estar haciendo la tarea escolar; de hecho, muchas colaboraciones para diarios o revistas las hago con una cierta idea de la composición que el maestro encarga a los estudiantes. Y por lo general las empiezo en un cuaderno.

Pero la verdad es que escribo mucho cuando no escribo: bajo la regadera, en la calle, caminando, pienso mis personajes; me pregunto, si yo fuera uno de ellos, cómo reaccionaría a esto o aquello. Muchas veces me doy cuenta de que, si bien he estado haciendo otra cosa, también he estado escribiendo, pues en un momento irrumpen las revelaciones, las claves que resolverán un texto en proceso, o si acaso, la idea misma de un texto posible. Una vez escribí gran parte de un cuento en el teléfono celular, pues no tenía pluma y papel y el asunto apareció mientras esperaba un taxi en Insurgentes. Para mí, la escritura sigue teniendo algo muy misterioso, un carácter de escucha y espera; es algo que me sucede, más que algo que domine por completo. A veces paso varios días sin lograr escribir más que una o dos páginas, aunque me siente varias horas a escudriñar el texto; de repente, una mañana escribo diez cuartillas y la racha sigue. Cuando tengo un borrador decente de alguna cosa que he estado escuchando dentro de mí, entonces trabajo. El trabajo suele consistir en desenamorarme de partes que no funcionan y quitarlas o cambiarlas. Trabajo, eso sí, sobre papel, pues ahí leo con mayor atención. Me gusta leer mis cosas a un grupo de amigos; el solo hecho de escucharse ayuda a ver los errores.

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