sábado, 7 de mayo de 2011

Un aire triste, una desgarradura

7/Mayo/2011
Laberinto
Marco Antonio Campos

INTROITO

Ernesto Sabato dejó 13 años de distancia entre sus novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974). En El túnel sabemos desde el inicio lo que podría ser un final de la novela, o al menos el momento prominente, y en Sobre héroes y tumbas, desde la “Nota preliminar”, el momento terrible y culminante que tendrá su desarrollo al principio del cuarto y último capítulo.

Ardoroso defensor de la influencia europea, Sabato era también partidario de que, como fue su caso, se recobrara la esencia argentina, o por extensión, de que cualquier escritor latinoamericano lo hiciera con su propio país. “Para bien o para mal, el escritor describe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir, sobre la patria, aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio”, apuntó en El escritor y sus fantasmas, que es el libro donde podemos encontrar en plenitud sus juicios, reflexiones y su poética de la novela. Deudor de Tolstoi y Dostoievski, de Rimbaud y Lautréamont, de Strindberg y de Kafka, de Sartre y Faulkner, abanderado de la novela psicológica, devoto creyente de que el Mal ha terminado por ganarle al Bien, quiso, como ellos, explorar los territorios de la pesadilla, y vivió allí, o simuló vivir, a menudo. Consideró a la novela como el género híbrido por excelencia y la vio tan impura como la historia, “de la que es la hermana nocturna y delirante”, e insistió que el novelista debía “tener un pie” en el pensamiento mágico y el otro pie en el pensamiento lógico. Antagónicamente, denostó contra “la literatura por la literatura”, las capillas literarias, los juegos inanes y la pirotecnia verbal y se burló del arte y la literatura del realismo socialista, muy en boga por décadas en los países del comunismo burocrático. Fue en su juventud un hombre de ciencia, pero la abandonó, al parecer en 1938, para consagrarse a la literatura, y creyó como Whitehead, “que la ciencia puede aprender mucho de la poesía”. Dos versos de Hölderlin que citaba a menudo ilustran en buena medida su creencia en la superioridad del arte sobre la filosofía: “Un hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. En la pintura veneró como a nadie a Van Gogh, “ese ser solitario y desesperado”, quien puso todo su dolor y su angustia en cada cuadro, y de quien tal vez, como Antonin Artaud, Sabato se consideró su doble o uno de sus dobles.

Contada con notable ritmo narrativo, o debí decir mejor, ritmos narrativos, Sobre héroes y tumbas es una de las novelas cumbre latinoamericanas del siglo XX, a pesar de los peros que podrían ponérsele, entre ellos el tremendismo en numerosos adjetivos y metáforas, así como en determinados pasajes y capítulos, en especial el extenso “Informe sobre ciegos”, el cual da la impresión de una anacrónica novela gótica del romanticismo inglés trasladada al Buenos Aires de mediados del siglo XX o de uno de esos innumerables filmes de terror irrisorio hollywoodense de las últimas décadas.

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Con ese tono afligidamente melodramático o de golpe teatral que a veces lo caracterizó en la vida diaria para mostrarnos cuán modesto era o cómo lo perseguían sin cesar fantasmas y demonios, Sabato cuenta al inicio de Abaddón el exterminador, que publica Sobre héroes y tumbas contra su voluntad, y lo hace presionado por el editor Jacobo Muchnik, quien le acaba “arrancando” los originales. Sin reparar en la fecha —recuerda—, Sabato se los da al fin el 24 de junio de 1961, día de su cumpleaños, el cual es a la vez el de la fogata de San Juan, y según el ocultismo, “uno de los días del año que se reúnen las brujas”. Ocultismo, espiritismo, magia negra: prácticas que Sabato insinúa en sus libros haber conocido o experimentado.

LA NOVELA TOTAL

Eran los años previos al estallido mediático del denominado Boom. Desde las décadas de los cincuenta y los sesenta se solía decir entre los novelistas latinoamericanos que una novela era una caja en la cual cabía todo. Aún en 1961 Sabato señaló en una reflexión que el destino del género de la novela era dar “una visión totalizadora”. En su “Estudio en torno de Sobre héroes y tumbas” el crítico Julio Forcat enumera muy bien los elementos que utiliza Sabato para crear una visión absoluta de la realidad: “Fragmentarismo, simultaneísmo, barroquismo temático, entretejimiento estilístico, perspectiva narrativa múltiple e inclusión de planos diversos en la novela: histórico, social, individual, ideológico, mítico…”.

Obra abierta o gran mural que exige una lúcida atención para ver dónde se halla dispuesta cada figura, en la novela hay un enramado de historias a partir del tronco de la historia principal, el cual es la relación del breve amor y el largo desamor de una pareja de adolescentes —Martín del Castillo y Alejandra Vidal Olmos—, quienes son del libro los dos protagonistas más entrañables y mejor desarrollados por Sabato, y quienes ya forman parte de la lista del imaginario latinoamericano de los personajes inolvidables. Sin embargo Alejandra se vuelve atractiva y desoladamente querible, vive para los lectores, no por lo que es, sino por cómo la ve y cómo la vive, cómo la muere y la desmuere, el muchacho triste y desamparado que es Martín. En Sobre héroes y tumbas y en Abaddón algunos protagonistas, o al menos los principales, son adolescentes, y quizá es la edad donde Sabato logre en sus novelas las mejores caracterizaciones. Como apunta en Abaddón, son “los seres que más sufren en este mundo implacable, los más merecedores de algo que a la vez describa su drama y el sentido de sus sufrimientos”. No en balde en el prólogo a El escritor y sus fantasmas, al preguntarse a sí mismo para quién escribe, se responde que primero para él mismo, y después para aquellos “muchachos que, como yo en mi tiempo, luchan por encontrarse”.


A partir de la historia de Martín y Alejandra, decíamos, se entrecruzan un grupo importante de historias que caracterizan personajes que van adquiriendo en la narración una propia vida intensa: la de Bruno, un antiguo enamorado de la madre de Alejandra (Georgina), quizá un álter ego de Sabato —o al menos de lo mejor que hay en el alma de Sabato—, muy próximo a Martín y Alejandra, un escritor que escribe mucho pero no publica, un contemplativo, un abúlico, en fin, un hombre lúcido y bueno que alguna vez uno hubiera querido como amigo; la de Fernando Vidal, primo hermano y amante de Georgina Olmos, padre y amante de Alejandra, quien destruye todo lo que toca a su alrededor, y cuya historia personal en parte es reconstruida por el propio Fernando en su redacción del “Informe sobre ciegos” y en parte a través de Bruno en un largo monólogo exaltado del capítulo final; la de Georgina Olmos, de quien Bruno estuvo enamorado y a quien recuerda “suave, delicada, femenina, silenciosa”, pero que vivía, como quienes lo rodeaban, a merced de Fernando; la de miembros de la demencial familia de los Olmos, la franja materna de Alejandra, es decir, del abuelo Pancho, quien era más bien el bisabuelo —que “no ve ni oye nada fuera de la Legión [del general Juan] Lavalle”—, de Bebe, el loco del clarinete, de la india Justina, la sirvienta taciturna y diligente, y del fantasma de la niña Escolástica, encerrada en un cuarto por cosa de 80 años desde que aventaron por la ventana la cabeza decapitada de su padre en 1853, y con quienes Alejandra vive en la vieja casona del barrio de Barracas; la de los afectuosos y desinteresados amigos de Martín del taller (sobre todo Bucich y Tito —Humberto D’Arcangelo—), que en su pobreza honesta dan un contraste en la novela de ternura y amistad, gente de lo más humilde y buena que se apasionan al hablar de fútbol, oyen boleros, se quejan de los gobiernos y deploran lo difícil que es conseguir el dinero diario; y finalmente la majestuosa narración, contada a lo largo del libro a base de fragmentos escritos en cursivas, de la retirada en 1841 del ejército del general Juan Lavalle, “después del desastre de Famaillá”, de la muerte del propio Lavalle y de la persecución feroz del general rosista Manuel Oribe de los restos de las tropas unitarias para apoderarse del cadáver y poder exhibir la cabeza del caudillo unitario en una plaza de Buenos Aires —ésa, la Legión de Lavalle, en cuyas filas milita el alférez de 17 años Celedonio Olmos, tatarabuelo de Alejandra—. De todas estas historias cruzadas, por su tinte épico, la que emociona muy especialmente es esta última, que podría tener como fondo una breve y tristísima canción: “Palomita blanca,/ vidalitá,/ que cruzas el valle./ Ve a decir a todos, / vidalitá, que ha muerto Lavalle”. Esta canción o vidalita la oímos como una síntesis mínima del hombre que participó en 125 combates durante 25 años, grandioso “en las ochocientas leguas de derrotas”, en su muerte azarosa en Jujuy y en los días posteriores a su muerte, que le dan la dimensión de héroe trágico y mito argentino, ese caudillo capaz de despertar en sus 175 soldados sobrevivientes la lealtad extrema. Esa lealtad aún después de la muerte —refiere Sabato años después— “es lo que quise recoger en el relato sobre Lavalle” (Diálogos Borges-Sabato, Emecé, 1976). Sabato logra aquí que la historia argentina sea un pasado vivo y en vivo. Pero a grandes trazos la mayoría de hombres y mujeres que pueblan la novela, en su medianía apagada y triste, nos parecen muy próximos y queribles, personas que se podrían encontrar y hablar con ellos en cualquier ciudad latinoamericana.

En la novela hay asimismo vívidos cuadros, como el bombardeo que llevan a cabo los militares en el centro histórico el 16 de junio de 1955 en el primer intento de golpe de estado contra el presidente Juan Domingo Perón, donde se fijan en la memoria los muertos en Plaza de Mayo y el incendio y el saqueo por horas de los camisas negras de las iglesias.

Asimismo hallamos pasajes donde Sabato sabe caricaturizar espléndidamente al prójimo, como al rotario Molinari, presidente de una gran empresa, altanero y cruel, al que Martín, por recomendación de Alejandra, va a visitar para pedirle trabajo, y donde se siente, se acaba por sentir, ante la perorata del magnate, menos que un insecto, o a Quique, un amanerado esnob, un frívolo que confunde chismes con opiniones, asiduo de la boutique de ropa donde trabaja Alejandra, que se regodea en picar con sus comentarios de pequeña víbora a las señoras de clase media alta o alta, o que aspiran a serlo, y que son clientes de la tienda.

No se excluyen en la novela observaciones ácidas hacia lo “argentino”, a la Argentina, a la burguesía arribista, a los italianos, a las feministas, a los políticos ajenos a la realidad del país, a la izquierda esquemática…

INFORME SOBRE CIEGOS

Para Sabato —lo dice más de una vez— Buenos Aires es una suerte de Babilonia, pero también, en sus noches fuliginosas y en sus largos subterráneos lo es del infierno. Una ciudad que al promediar la década de los cincuenta contaba con seis millones de habitantes de orígenes españoles, italianos, franceses, alemanes, de la Europa del Este, sirios, libaneses… En ese Buenos Aires los personajes viven en ese infierno, pero algunos son conscientes y la gran mayoría no. Para algunos críticos nada más representativo de ese infierno que las cloacas porteñas por donde Fernando Vidal Olmos huye o sueña que huye de los ciegos. Por demás es sabida la afición de Sabato por túneles, cuevas, sótanos…

“Ojalá logre ser un cazador de lo bello”, escribía Thoreau en su Diario; por el contrario, Sabato, en buen número de páginas de El túnel o de Sobre héroes y tumbas, parecía refocilarse en lo terrible y repugnante. Si los adjetivos no dan vida y las metáforas no deslumbran o maravillan, si sobran, si detienen la narración, lo mejor es barrer la hojarasca para dejar la hierba limpia. Sabato quiso dar un aire lírico sin tener mucho talento para ello como estimablemente lo tuvieron Juan Rulfo, Alejo Carpentier o Gabriel García Márquez. Sabato cuenta en Abaddón que momentos antes de darle el manuscrito de Sobre héroes y tumbas a Jacobo Muchnik, siguió tachando adjetivos y adverbios; debió haber tachado muchísimos más. Muy poco ayudan a la novela la reiteración más o menos continua de palabras repelentes utilizadas como adjetivos o como parte de imágenes o metáforas: demonios, víboras, murciélagos, vampiros, alimañas, insectos, gusanos, cloacas, fetidez, pesadillas, alucinaciones, tinieblas, tenebroso, abominable, inmundo, espantoso, asqueroso, repulsivo, aterrador, pavor y las múltiples variaciones de lo infernal… No sólo el lenguaje, sino las imágenes y situaciones tremendistas llegan a su extremo en el “Informe sobre ciegos”, que redacta Fernando Vidal Olmos, el otro probable álter ego —en su versión diabólica— de Ernesto Sabato, quien nace como éste el 24 de junio de 1911. Para cerrar, al menos, el séptuple juego de coincidencias nos enteramos al final del Informe que Vidal termina de escribirlo el 24 de junio de 1955. Es decir, entre la ficción y la vida real, el 24 de junio es el cumpleaños 44 de Sabato, es el cumpleaños 44 de Fernando Vidal, es la terminación del “Informe sobre ciegos”, es el día que Alejandra mata a su padre y se suicida, es el día —como dice David Olguín— cuando “termina la degeneración de la familia Olmos”, es el día de la fogata de San Juan y es el día de 1961 cuando entrega el manuscrito de Sobre héroes y tumbas al editor. ¿Juego literario de las “demasiadas casualidades” o vanidad desmesurada como la del actor de telenovela que quiere sacarse la foto para todas las revistas?

De Fernando Vidal podría decir Sabato lo que él mismo opina en El escritor y sus fantasmas sobre Svidrigailov, el personaje delictivo de Crimen y castigo, es decir, que “encarna la parte más tenebrosa” de Dostoievski. De haberse cortado el Informe, como han opinado buen número de críticos, creemos que la novela hubiera sido mucho más cerrada y emotiva. En las páginas del Informe no prevalece el horror, que sugiere, sino el terror, que es evidente, y en este caso parece estar motivado, sin notarlo el mismo autor, pour épater le naîf, para asombrar al ingenuo. Sabato quiere describir el descenso a los infiernos, pero a un lector no le parece eso el infierno. Menos que en las cavilaciones enfermizas de Fernando Vidal o en los laberintos de unas casas del barrio de Belgrano o en las extensísimas cloacas, el infierno en su novela se halla más en calles, plazas, casas, oficinas, fábricas, talleres y bares, en fin, para decirlo mejor, en el alma y el pensamiento de hombres y mujeres de Buenos Aires. Se encuentra —él lo sabía— arriba y no abajo de la ciudad.

Novela dentro de la novela, el Informe está entre el dédalo psicológico y la superchería elemental. Sabato mismo tuvo muchas dudas para insertarlo como capítulo en el libro porque tenía una propia vida autónoma. Tengo la impresión de que terminó por dejarlo para acentuar de Fernando Vidal su perversidad intrínseca, su incapacidad de todo afecto, su actividad delictiva, su falta íntegra de ética, y evidenciar el por qué a todos los que le son o le están próximos los acaba arruinando mental, física y moralmente, sobre todo a las mujeres con quienes tiene relaciones sentimentales: Georgina, Alejandra, la bella esposa adolescente con quien se casa por interés, la madre de la esposa adolescente, la maestra sarmientina Norma Pugliese, en fin, las numerosas amantes a quienes atraía a su mundo complejo y sin luz...

Sabato quiere mostrar un personaje a la vez sombría y lúcidamente delirante, y más, en el límite de la locura; sin embargo a un lector no puede sino parecerle muy poco verosímil o inverosímil, leer que Fernando Vidal escribe en el Informe que al mundo lo gobierna El Príncipe de las Tinieblas y lo hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos, y que la Secta tiene adeptos y cómplices de toda índole repartidos dondequiera. ¿Y cómo gobernaban los ciegos el mundo? Con humorismo involuntario —escribe Vidal-Sabato—, los ciegos los hacen a través de “las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes, y en general, todos los monstruos de las tinieblas y las cavernas”. Pero lo que ya irrita de plano la inteligencia del lector es cuando Vidal logra escapar del laberinto de las casas del barrio de Belgrano, donde lo han encerrado supuesta o realmente los ciegos, y baja hasta las cloacas de la ciudad, huye aterrorizado, y al final se encuentra una estatua luminosa, “cien veces más grande que nuestro sol”, la cual va descubriendo que es color negro basalto, rodeada de veintiún torres, y en el vientre de la “deidad desnuda” brilla intensísimamente un Ojo Fosforescente, es decir, tiene una única y extraordinaria visión total. Sin embargo, al final del Informe, Vidal cuenta con un facilismo que deja sin defensa al lector más crédulo, que todo lo contado es un sueño que tiene en la casa de ciegos, y dando luego un salto, sin nada que lo explique ni justifique, resulta que el sueño es el sueño de ese sueño que él tiene en su habitación pobre del barrio popular de Villa Devoto.

Desdichadamente Sabato jamás parece haberse dado cuenta de que estaba mucho más dotado para crear personajes entrañables y páginas emotivas que situaciones de horror o de terror.

BUENOS AIRES

En una pequeña nota de junio de 1962 publicada en el suplemento literario “La cultura en México” de la revista Siempre!, Carlos Fuentes, luego de exaltar El túnel como la mejor novela psicológica que se ha escrito en América Latina, mira Sobre héroes y tumbas como “un fresco personal de la vida bonaerense”. La parte del siglo XX que hay en la novela narra de manera esencial hechos que ocurren en Buenos Aires, y más concretamente, en Capital Federal, y aún más concretamente en barrios populares del sur (La Boca, Barracas, Villa Devoto). Como John Dos Passos con Nueva York en Manhattan Transfer o Carlos Fuentes con Ciudad de México en La región más transparente, Sabato dibujó con precisión el paso de Buenos Aires de ciudad a megaciudad, la cual, como toda megaciudad, es caótica e inabarcable. La descripción de la gran urbe hace decir a Sabato: “¿Cómo dar la infinita realidad en los límites de un cuadro o de un libro?” Buenos Aires es “la ciudad implacable”. Alejandra, que la detesta, revienta en algún momento: “Qué lindo sería vivir lejos. Irme de esta ciudad inmunda”. Es la “ciudad maldita”, apostrofa el bueno del Loco Barragán, profeta de barrio, jeremías de café, que aparecerá de nuevo como personaje delirante en Abaddón anunciando tiempos de calamidad y de infortunio.

Sabato va haciéndonos familiares, no sólo el Parque Lezama, sino calles de Barracas próximas a la casa de Alejandra, el elegante Barrio Norte, el esquinero y melancólico parque del Retiro, el larguísimo Riachuelo, la dársena sur, el muelle, el Paseo Colón, la Costanera, y desde luego el río de la Plata, ese río tan de Martín y Alejandra, “que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, apacible o bravo”, y que, como todos los ríos, dan siempre la idea de la fugacidad y de lo irrepetible.

Pero también Sabato nos lleva a los pequeños bares y cafés, como el bar de la esquina de Brasil y Balcarce y el Moscova de calle Independencia, cuyo dueño es un ruso ex músico, Ivan Petrovich (Vania), de una desprendida generosidad; el bar del Plaza y el bar de Esmeralda y Charcas, tan visitado por Martín y Alejandra; el bar de Río Cuarto, donde Martín se encuentra con el ruin Bordenave, y el café de Almirante Brown y Pedro de Mendoza con vista al río… Esos lugares como puntos escondidos en la gran urbe donde en la soledad meditativa o en la plática informal se tocan toda suerte de temas —serios, humorísticos, frívolos, inanes— y se construyen o se apagan vidas.

MARTÍN Y ALEJANDRA

De lo más logrado en la novela es cómo Sabato va dejando claves para ir entendiendo las historias, sobre todo de la relación de Martín y Alejandra. Desde el primero de los cuatro largos capítulos van cifrándose, a través de Alejandra, algunas claves: Molinari, Fernando, ciegos, los “sueños premonitorios y la purificación por el fuego”…

Los hechos de la dolorosa relación de la pareja de adolescentes podrían ubicarse de mayo de 1953 a junio de 1955, es decir, los dos últimos años del primer gobierno de Juan Domingo Perón: entre los 18 y los 20 años de Martín y los 19 y 21 años de Alejandra. Nos es imposible disociar a dos sitios de la Capital Federal con la pareja triste e iluminada: la casona familiar de Alejandra, en la calle Río Cuarto del barrio de Barracas, y el Parque Lezama, en el barrio de La Boca, a un paso de San Telmo.

Pese al lustre histórico de los apellidos, la familia de delirantes y locos mansos mora en una vetusta casa, rodeada de vecindades y fábricas, cuyos terrenos fueron antaño parte de la quinta de los Olmos y los Acevedo. En la casa, o más precisamente en el Mirador, donde duerme Alejandra, los adolescentes se acuestan a veces, allí donde, diría Martín, conocerá “el éxtasis y la desesperación”.

En la novela el parque Lezama es un sitio mágico y lánguido. Octavio Paz recordó en un poema sus “árboles cantantes”. Cuando residí tres meses en Buenos Aires en el 1992 en el otoño porteño, lo visité a menudo, y me parecía pálido y triste, pero si imaginaba los encuentros de Martín y Alejandra se volvía melancólicamente evocativo. ¿Qué mejor imagen de la espera y la desesperanza, del alivio y el desvalimiento, me digo yo, que Martín esperando semanas a Alejandra en ese escueto parque sin saber si sólo se ha alejado o ya lo abandonó?

Melancólico y puro, Martín, el personaje más redondeado de la novela, es físicamente un muchacho alto, desgarbado, pobrísimo, solitario e inerme, con tendencias suicidas, en fin, diría Sabato, como “un bote a la deriva”. Casi todo el tiempo sin empleo, es de esos jóvenes en quienes desde su nacimiento se ve trazada en la frente la mala estrella y para los que el tiempo no se mide por meses ni por años, sino “por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza”. Condenado desde la infancia al resentimiento, la madre (“para quien siempre fui un estorbo”) es la madrecloaca, y el padre, un débil irremisible, un pobre diablo como hombre y pintor, quien “había sufrido al menos tanto como él”, y con quien hubiera querido tener —se da cuenta tarde— una mejor relación afectiva.

Físicamente Alejandra es alta, blanca, de rostro anguloso, de largo pelo negro alaciado, de ojos verdeoscuros, de labios gruesos, de piel mate y pálida. Para Martín fue siempre esa “muchacha rara” con quien se encontraba sólo cuando “ella quería encontrarlo”, con quien “nada se sabía” y sólo se entraba a “un territorio salvaje y oscuro” que resultaba al fin impenetrable. Luego de cortas o largas desapariciones de la muchacha, se encuentran en lugares absurdos y a las horas cuando ella decide. En esa relación, dolorosísima y conflictiva para él, Martín espera desesperado, se acuesta en ocasiones con ella para esperar más, se enamora al grado de querer al final morir por ella, pero nunca entiende, siendo Alejandra una mujer fuera de serie, por qué lo procura, juega con él, lo quiere a su manera. Martín sabe que nunca la conoció del todo porque era imposible. Contra todo, el muchacho podía decirle a Bruno al pormenorizar aquellos años inolvidables: “Y sin embargo, al recordar, ha sido el periodo más maravilloso de mi vida”.

Alejandra parece reunir en sí —reúne— la parte siniestra y perversa del padre y la ternura y la piedad rotas de la madre. Es a la vez, como se titula el primer capítulo, el dragón y la doncella, “un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez”. ¿Se parecían?, como dijo Alejandra a Martín en alguna ocasión. Puede ser, pero no en lo más profundo y esencial: a su manera ambos son ferozmente autodestructivos, pero en la implacable destrucción del otro o de los otros en eso no entra Martín. Rabiosa, despreciativa, con frecuencia de mal humor, Alejandra se siente sucia y no es nada complaciente ni con los otros ni con Dios ni consigo misma: el mundo “es una porquería”, ella misma se cree “una basura” y Dios sólo merece ser odiado. A diferencia de María Iribarne en El túnel, que es la femineidad, “Alejandra es un personaje violento, destructivo y hasta veces un poco masculino”, nos contestó Sabato a Mempo Giardinelli y a mí en una entrevista que le hicimos en su casa de Santos Lugares en 1992 (Literatura en voz alta). El odio a sí misma la llevará a acostarse con otros, incluso por dinero, como con Bordenave —un personaje incidental que sólo parece servir en la novela para darle a Martín noticias hirientes sobre Alejandra—, y al último a inmolarse prendiéndose fuego inmediatamente después de matar al padre de cuatro balazos, con quien queda sostuvo una relación incestuosa. Alejandra crea en el lector de continuo una combinación contrastante de atracción sexual y repulsión, de desesperación y ternura, de fortaleza y fragilidad. “Dónde estaba Dios cuando te fuiste”, repetía Martín luego del suicidio de Alejandra. “El drama del amor caído”, lo llama David Olguín.

ÚLTIMA

Después de los desenlaces trágicos narrados en el último capítulo, es decir, por un lado, el asesinato de Fernando Vidal y el suicidio de Alejandra, y por el otro, la saga trágica de los legionarios de Lavalle, Sabato prefirió en las páginas finales, cuando Bucich y Martín se van en el camión a la Patagonia, dar un anticlímax tranquilo y triste, y el resultado fue magistral. El viaje de Martín, acaso sin saberlo, no es sólo al más profundo sur, sino lo es a una nueva vida que será acaso pobre pero de una sencillez desprendida y generosa. Sin embargo, como lo veremos aún en páginas de Abaddón el exterminador, nunca conocerá el olvido por la muchacha secreta.

Unas líneas inolvidables de Sabato, que ya desde hace cincuenta años forman parte del ideario argentino, son aquellas cuando Alejandra dice a Martín una opinión de Bruno: “Por desgracia, la vida la hacemos en borrador. Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo.”

A cada lector le queda decirse lo que debió Sabato en Sobre héroes y tumbas arreglar, limpiar o tirar. Nosotros la tomamos como un todo, y por o pese a sus grandes defectos, es una de las novelas latinoamericanas del siglo pasado que dejan una más honda impresión, o si se quiere, un aire triste, una desgarradura.

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