Jornada Semanal
La televisión en México apenas rebasa los sesenta años de edad pero en esas seis décadas, diez, once sexenios de sino fatal, parece haber apuntado más a su degradación que a su enriquecimiento. Alguna vez exhibió contenidos esencialmente ligados –no muchos pero había– a la cultura y las artes. Programas de entrevistas, de comentarios, documentales, semblanzas. Hasta de concursos que ponderaban el conocimiento, allí los que condujeron Pedro Ferriz (el padre, no el palafrenero de derechas y apologista de la idiotez que resultó el hijo) o don Jorge Marrón, el Doctor I. Q. Se acudía a los intelectuales como constructores de un marco referencial. Ya no. En parte porque la televisión, como la vida nacional toda, se ha tugurizado, y en parte porque la muerte le va ganando la partida al hombre. Cosa simple, que la gente muere, que dejamos de verla si es que supimos de ella. Muere tanta todos los días que no debería ser particularmente llamativo si se trata de un odontólogo, un alarife o un poeta. Qué importa si era sabio o no. Pero últimamente el panorama mexicano, la sociedad y su cultura con sus sabios –y pelados de a pie por decenas de miles, en el horror cotidiano– muertos, es una postal lastimera, la suma de infinitas restas, remachará con exactitud quirúrgica Sergio Pitol, porque eso es lo que hay: restas constantes, una clase intelectual cada vez menos nutrida y además víctima de la indiferencia oficial, de una visión bovina de la cultura convertida en lastre para el presupuesto, lo prescindible. Los últimos años, los últimos meses han sido particularmente duros con la república de las letras mexicanas, con las artes, con lo que nos queda de erudición y en ello con lo mejor de la conciencia cívica. Se nos han muerto demasiados sabios. Personajes que al margen de lo filial, porque muchos de ellos fueron madres y padres sin saberlo, constituyeron la vieja escuela de nuestra intelligentzia.
TV Azteca mantuvo al aire por poco más de cuatro años –una raya en el agua que sin embargo muchos creímos que duraría mucho menos– la revista cultural Domingo 7, conducida por Pablo Boullosa, Nicolás Alvarado, Déborah Holtz, Marisol Schultz, Fernanda Solórzano y Javier Cruz. Finalmente sacó del aire la serie para privilegiar la basura que caracteriza a la televisora de los Salinas y terminó por darnos la razón a los agoreros. Hoy son mínimas las intervenciones de comentaristas culturales –en Azteca son prácticamente inexistentes– en los noticieros de Televisa. Los espacios culturales –revistas, suplementos– han ido desapareciendo, reduciéndose.
La televisión, dueña y señora del ideario masificado antes aceptaba, tenía que hacerlo, que una fracción de su barra programática incluyera creadores de las bellas artes o eruditos y pensadores, ya fuera entrevistados en programas de toda laya o hasta como conductores: aparecían a cuadro coreógrafos como Guillermina Bravo, poetas como Salvador Novo, quien opinaba que la televisión era “como una hija monstruosa del oculto coito entre la radio y el cine” y sin embargo fue alguna vez reportero del medio. Brotaba extravagante Juan José Arreola, de capa, chistera y bastón, recorriendo mercados y plazas, haciendo poesía de su sola memoria proverbial. Ricardo Garibay llenaba la pantalla de su Caleidoscopio, interrumpía a sus entrevistados, desenrollaba una belicosidad enciclopédica. Veíamos a pintores como Rufino Tamayo o José Luis Cuevas; veíamos a escritores, filósofos, escultores, dramaturgos. Maruxa Vilalta recomendaba libros sin parar en Canal 13 antes de ser fagocitado por el salinismo. Hoy, fuera de los canales culturales universitarios o estatales como TV UNAM, Canal 22 u Once Televisión, los creadores artísticos y hacedores de cultura han desaparecido del gran escaparate. Pero no hace tanto que estaban allí. Aparecían a cuadro. Seguían siendo necesarios para aglutinar, incluir, conformar el mosaico pluriétnico y multicultural que alguna vez fuimos.
Hoy los cánones son otros, más cínicos, y no sólo rechazan la presencia de los intelectuales, sino que éstos son bichos raros que parecen más bien estorbar. Quizá por la vena crítica que algunos no han ocultado en un cortinaje de connivencias con el régimen. Y en televisión lo que incomoda, desaparece. Primero desaparecieron de la pantalla, luego de la vida pública, luego han ido desapareciendo simplemente de la vida, dejando huecos irresolutos, nichos desolados de un linaje intelectual que quedan vacíos a un ritmo mucho mayor del que podrán ser colmados.
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