Nexos
Vicente Quirarte
Un café y una libreta
“¿A qué hora escribe?”, afirmación, más que pregunta. Quien la formula es porque nos percibe víctimas de los enemigos del escritor enumerados por Edmund Wilson, esas enormes minucias que consumen la energía que quisiéramos sólo consagrada a la lucha con el espejo interior que no perdona. Más que enemigos del escritor lo son de la escritura, pues quien ha logrado concretizar sus pasiones en objetos verbales capaces de resistir el paso de los años, puede vivir sin escribir. ¿Se puede ser escritor sin escribir? Sí, cuando se ha descubierto que escribir es una de las tareas más altas que existen. Pero también una de las más desgastantes, ingratas, frustrantes. Y difíciles. El escritor verdadero escribe lo que debe y calla cuando debe. Lo supo Juan Rulfo. Lo sabe Alí Chumacero. Sin embargo, mientras no podamos respirar la delgada transparencia de esas cimas, nuestro único remedio es continuar en el intento.
Al planteamiento inicial, es posible responder con inteligente estrategia, aunque nuestro inquisidor se dé cuenta de que lo hacemos con nuestra mejor máscara y un ramillete de selectos lugares comunes. Es posible invocar la falta de tiempo y sus demás aliados. El enemigo mayor se articula en primera persona, ese yo que es otro y nos exige lo que narcisismo y sentido común pretenden evitar a toda costa. Para el amor, como para la escritura, siempre hay tiempo, pero la segunda ocupación es más demandante y absorbente. No basta el dominio de la técnica. La palabra se va con quien mejor la sirve, con quien mejor la siente. Con quien más resiste.
Provengo de una familia cuyo capitán apostó sus mejores cartas a la palabra escrita. No escribir era morir. Con el paso del tiempo he aprendido que la vida es mejor que la escritura, pero el estigma de nuestra tribu permanece, para bien y para mal, como el fuego de San Telmo con el que templaban sus armas los arponeros del Pequod, en la atroz y maravillosa aventura de Herman Melville que me acompaña de continuo. Vencer a la blancura, sí. Pero hay modos de hacerlo sin desembocar en la tragedia y conservar el honor, la varonía.
Cuando intuí que mi ocupación medular iba a ser la escritura, intenté hacer lo que había observado en mis modelos: dedicarme enteramente a la literatura, no pensar en otra cosa. La vraie vie est absente, leí en Rimbaud y quise transformar la frase en dogma. Por fortuna, puedo contar las veces en que me he encerrado con la sola voluntad de escribir. El resultado fue tan estéril como dramático, tan patético como infructuoso. De manera natural, por fortuna para mí y de la familia con la cual comparto esta aventura terrestre, he aprendido que encerrarse a escribir es encerrarme en mí mismo, utilizar una coraza donde, mientras las palabras se buscan, se inflaman, se agrupan en sintácticos batallones, el ejercicio de la vida sigue y conduce, de manera inevitable, a que lo escrito le corresponda de mejor manera, aunque en apariencia esté más alejado de ella.
Me torturaba escuchar a mis amigos novelistas que pueden abstraerse de cuanto les rodea y forjar universos propios. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que mi método de trabajo —si así puede llamarse al pánico del último momento— es semejante al de un niño cuando hace la tarea y la interrumpe de continuo porque tiene que ir a patear la pelota, abrir el refrigerador sin tomar nada, rogar que toquen a la puerta porque hay que descargar el bote de la basura. Las interrupciones son bendiciones porque —otra vez— escribir es una tarea imposible que otorga sus verdaderos frutos sólo de cuando en cuando. Sin embargo, siempre habremos de abominar de quien con la mejor intención nos dice, como recuerda el poeta: “Vente a cenar, tigrillo, la leche está caliente”.
Escribir es avanzar. De ahí que caminar y correr sean recomendables para ahuyentar fantasmas y allegarse nuevos. Londres sintió las largas piernas de Virginia Woolf agotar sus calles; Praga, las legendarias caminatas de Franz Kafka quien, tras imaginar la estructura de mil castillos en sus vagabundeos, lograba incorporar tres nuevos ladrillos en su jornada de trabajo. Me consoló descubrir esta circunstancia en una biografía suya. Siempre será mejor el destilado si para lograrlo se ha pasado por la mayor cantidad de venas del alambique. Las iluminaciones más intensas que he vivido han sido cuando el cuerpo está dedicado enteramente a la carrera. Ningún texto me ha dado la satisfacción de haber cruzado la isla de Cozumel y de tal manera vivir la novela que no he escrito. Me corrijo: esa intensidad hace verdadero lo escrito y lo que está por ser escrito.
El cómo escribo desemboca, inevitablemente, en el dónde, palabra que tiene el doble significado de soporte y espacio. Una libreta y un café son los mejores pasaportes al paraíso, la mejor estación de combate para escribir borradores. La primera, para sentir que ese pequeño cuerpo acepta nuestras incisiones, mejor si son de pluma fuente que sostiene, por unos instantes más, el brillo y el peso de la tinta. El cuaderno otorga estructura y aleja del caos. Y un café, de preferencia, donde nadie nos conozca, o lleguemos a ser tan familiares que logremos el silencio de una silla. Un café donde sea posible estar solo en medio de la multitud, y acompañado por ella. Un café que sea el nuestro, como suyo ha hecho El Comercial de Madrid el gran Tomás Segovia y cuya pequeña, cuidadosa caligrafía construye cada mañana vastos universos que nos iluminan con su blanca luz moral.
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