viernes, 15 de octubre de 2010

El amante de Emma

15/Octubre/2010
Milenio
Fernando Solana Olivares

En el invierno de 1959, Mario Vargas Llosa llegó a París “con poco dinero y la promesa de una beca”. En su libro de ensayos La orgía perpetua. Flaubert y “Madame Bovary” contó lo siguiente: “Una de las primeras cosas que hice fue comprar, en una librería del barrio latino, un ejemplar de Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier. Comencé a leerlo esa misma tarde, en un cuartito del hotel Wetter, en las inmediaciones del museo Cluny”. Y no lo soltó hasta terminarlo. Quedó irremediablemente enamorado de Emma y profundamente conmovido ante la soberanía literaria de Flaubert.

Tal emoción es conocida. Suele suceder escrituralmente a algunos pues significa elegir, descubrir, recibir una iniciación literaria. Una adscripción entre el predecesor y quien lo está leyendo. Lo otro es el amor casi inmediato que provoca Emma Bovary y el cuarteto sentimental al que obliga. Mario Vargas Llosa habla de ella como de su esposa: en eso se convierte, pero debiendo integrarse a los tres hombres que la tuvieron: Charles, Rodolphe y León, para ser cuatro.

No es correcto, porque ninguno de ellos la mereció o la amó debidamente, ponerse en su lugar. Se trata de experimentar una fascinación imaginaria por una mujer que vive en un libro y hacer diversos intercambios: el principal, meterse al libro con ella; el secundario, sacarla a ella del libro. Ulises tuvo cuatro mujeres; Emma tuvo cuatro hombres, y hasta cinco, pues el propio Flaubert cuenta en la lista de sus enamorados.

A cambio de tanto amor desdichado que causa Emma —será irrealizable siempre y por eso vivirá permanente en la memoria de sus amantes librescos—, Flaubert abre la puerta del tabernáculo de la escritura para inventar la técnica con la que inicia la modernidad literaria y surge la primera novela moderna, según el novelista peruano la considera: “¿Quién cuenta la historia de Madame Bovary? —escribe Vargas Llosa—. Varios narradores cuyas voces se relevan con tanta sutileza que el lector apenas nota los cambios de perspectiva y tiene la impresión de que el narrador es uno solo”. Y reflexionará sobre las diferentes máscaras de ese “narrador protoplasmático”, sobre la sutileza de “las mudas del narrador” de una voz a otra, sobre aquellos mecanismos magistrales que dan “a la materia narrativa poder de persuasión”.

Nunca se conoce mejor a un escritor que cuando habla de la escritura de los otros, de quienes le han revelado el misterio del oficio. Sin duda, este misterio se muestra en la escritura en cuanto tal, porque la escritura es una sustancia transpersonal que en su práctica va enseñando al practicante sobre ella misma, pero a la vez se conoce en las páginas de los maestros canónicos. Y Flaubert lo ha sido para Vargas Llosa. De tal modo que el merecido Nobel de Literatura recientemente obtenido no sólo premia al inmenso autor de La casa verde, La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, La fiesta del Chivo y La guerra del fin del mundo, entre otras novelas memorables, sino también a toda una genealogía narrativa, a una voluntad formal por encima de aquello que no sea el lenguaje, la voluntad de contar historias y la voluntad de serle radicalmente fiel al oficio de la escritura.

El lenguaje es la única patria del escritor, así que se honra al idioma español y a sus hablantes y lectores al distinguir a Vargas Llosa. Contar historias es —“por su cartografía de las estructuras del poder y sus incisivas imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota”, dijo la academia sueca al anunciar la decisión— una función de la esperanza y la memoria humanas ante la opresión y el olvido, un ejercicio ético superior. Y la fidelidad a la tarea, la vocación sostenida —Vargas Llosa como Flaubert: galeotes de la escritura—, la acaba de reiterar en un credo de alta coherencia donde menciona al maestro: “La literatura es mi manera de vivir, como decía Flaubert. No tendré otra, con sus sumas y sus restas, esa es la felicidad de mi vida”.

Emma estaría muy orgullosa de tener un amante así, donde la perfección de la palabra produce también, quizá porque lo es, un temperamento público, un comportamiento político y un valor civil. Le hubiera encantando presenciar tantos lances de claridad y compromiso que desde entonces han caracterizado a ese lejano joven que aterido de frío leyó un invierno hace cincuenta años Madame Bovary en París, y con dignidad constante han asustado intolerancias y autoritarismos, polemizado con intereses creados, denunciando izquierdas idiotas, revolucionarios fósiles.

Los biógrafos de Vargas Llosa dirán si aquellas horas remarcaron un destino que estaba ya marcado por el lenguaje. Pero el mismo autor de La orgía perpetua —término de Flaubert para referirse a la vida y a la literatura: aturdirse en ella como en una orgía perpetua— afirma “una frase más justa sobre ese libro que amamos: su genio está hecho de paciencia, su talento es obra sólo del trabajo”. Habla de la obra del precursor e igualmente puede hablarse de la suya. Genio, paciencia, talento, trabajo: ¿a quién felicitar primero: a Emma o a su enamorado? Salomónicamente, a los dos. Y a los tres, pues está el maestro francés, el gigante normando. Y a los cientos de miles, sus lectores deslumbrados, fantásticamente agradecidos.

Vargas Llosa recibirá un telegrama: “Loca de felicidad. Viajo a Estocolmo. Emma”.

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