Milenio
Juan Villoro ha cultivado con tan finas creces la crónica que realmente ha logrado convertirla en lo que él mismo definió como “ornitorrinco de los géneros”: así como Alfonso Reyes bautizó al ensayo como centauro, Villoro palpa y escribe crónicas como si materializara en tinta al raro animal cuya trompa de pato le viene de la novela (ese mundo narrado desde las emociones de los involucrados como personajes), cuerpo afelpado que heredó del reportaje (allí donde todos los datos son como el forraje inamovible, extremidades que se deben a la genética del cuento (relatos que deben caber en lo que dura una sobremesa, y no más, con un final contundente que si no sabe cuajar echa a perder todo el cuento), ojos y orejas de la entrevista (no sólo el arte de las preguntas y respuestas, sino la arquitectura teatral de la conversación); peso, volumen o eso que llaman los taurinos “trapío” (que es el coro de los lectores, las voces en conjunto de quienes rodean la realidad que ha de narrar la crónica; pezuñas y olfato del ensayo mismo (esa prosa libre que decanta lo que piensa y ve uno mismo, como “quien señala con la punta de un dedo el mínimo detalle de un óleo que todos ven el museo, sin que nadie se fije precisamente en ese detalle”) y esa larga cola que repta para dejar huella o la pisen los demás que llamamos autobiografía (la memoria en primera persona que va más allá del recuerdo personal).
Autobiografía, ensayo, cuento, entrevista, reportaje y novela, todos revueltos en la anatomía crónica del ornitorrinco con un preciso equilibrio que depende del ingrediente alma más difícil de precisar en ese género como animal: el alma que es la prosa. Hablo de los párrafos que se escriben de veras, con abierta honestidad frente a la página en blanco, transpirando las palabras que uno mismo va hilando con los párrafos e incluso versos de terceros que se han fincado en la memoria no como mera referencia, sino como un eco que ha de sustentar el mural que pinta la crónica. Es la erudición sin pedanterías, compartir saberes sin poses, prosa crónica que tiene fijos sus cuadrículos de duración, fotografía verbal de los instantes que se vuelven días, como quien es testigo de un incendio y se aboca a narrar la arquitectura de las llamas, y la fachada, vida y biografías del edificio y sus habitantes. Eso hace Juan Villoro y acaba de refrendarlo con 8.8: el miedo en el espejo (Almadía, 2010), ornitorrinco en 175 páginas donde narra con entrañable prosa los entrelazados testimonios del reciente terremoto en Chile, con el recuerdo del sismo de 1985 en la Ciudad de México.
Narrativa de lo inmediato, contraste de circunstancias y geografías, dándole voz al subsuelo. Villoro se fija en los nervios que revelan las caras de los demás y en la temblorina de sus propias manos; como niño, anota en su mente que hay una suerte de horario involuntario para las desgracias: a medianoche o al amanecer, como llamadas telefónicas que anuncian siempre una tragedia o premio inesperado y el cronista se explaya entonces en esa noción más o menos generalizada de que no todo el mundo duerme en piyama.
“Aunque los terremotos pueden ocurrir a cualquier hora del día, ha querido la casualidad que los más importantes de mi vida hayan sucedido mientras duermo. El miedo se ha revestido de la irrealidad del sueño (…) Un muro que se agrieta se transforma en algo incomprensible. De golpe, no entendemos la materia.”
Entre los pliegues de las paredes y la memoria, Villoro hace la crónica de su memoria entrelazada con la reacción inmediata. De ida y vuelta, Villoro condensa en las páginas de 8.8: el miedo en el espejo el joven que fue cuando el terremoto de México con el padre que le toca, lejos de su hija, una feroz sacudida terrenal en Chile: “El terremoto de México fue de 8.1, pero devastó el Distrito Federal por la irresponsabilidad de los constructores y por las condiciones del subsuelo, cuya persistente memoria recuerda que allí existió un lago.”/ La fuerza del terremoto en Santiago fue tan potente que me dejó al margen de toda decisión individual. Cualquier asomo de voluntad era una afrenta a la naturaleza”.
Al escribir estas líneas han empezado a subir a la superficie los primeros mineros chilenos que quedaron atrapados desde hace dos meses a setecientos metros bajo el nivel de la Tierra. Todas las cámaras del mundo fijan sus lentes en el instante, quizá obviando subrayar el terror, silencio, oscuridad, humedad y calores que han vivido en soledad comunitaria: cuando empezó su embarazo era invierno allá afuera y hoy ascienden a un parto, treinta y tres mineros que dejan de ser anónimos en plena primavera de sonrisas, perfección hidráulica de poleas y grúas para que una nave fénix los vaya subiendo a la superficie como supositorio espacial pintado con los colores de la bandera chilena. Todos han de caber en la reducida anchura de un aro de baloncesto para ser izados por un tubo en un viaje eterno que ha de durar veinte minutos. Antiguamente, los mineros del mundo bajaban a la panza de las montañas con un canario para medir con su canto el oxígeno que respiraban; hoy se ha visto en la madrugada a un minero chileno que sube al mundo silbando su alegría de seguir vivo. La luz cegadora y los abrazos atrasados, las caras de todos y los rostros de los seres queridos, las entrevistas interminables y las ofertas para fijar sus historias en cine, novela o teatro. En opinión de un sobreviviente de los Andes, uno de los que tuvieron que recurrir a la carne de sus propios amigos para sortear en medio de la nieve la larga espera de un milagro, afirma que tal como ellos, los mineros chilenos “van a ser distintos a los que quedaron atrapados… Ahora no van a entender nada”. O será que entenderán todo, pero de manera diferente. Como el escritor Juan Villoro que habiendo cultivado con maestría tantas faenas en prosa, se consolida como Figura del Toreo en Crónica para bien de sus lectores que, en medio de la madrugada lo leemos con admiración y azoro, agrietando los muros de nuestra propia memoria y aprendemos a contrastar (más que la simple comparación): hoy celebro que 33 mineros chilenos vuelvan a nacer luego de su sepultura accidental, pero dedico estos párrafos a los deudos de los 65 mineros mexicanos que murieron atrapados a las 2 de la mañana del 19 de febrero de 2006 en Pasta de Conchos, mina de carbón en San Juan Sabinas, Coahuila, México, sin que gobierno, ni autoridades ni responsables previnieran la debida seguridad que exige su trabajo ni mucho menos los ductos y conductos que podrían haberlos mantenido hoy con vida.
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