Suplemento Laberinto
Las campañas de fomento a la lectura fracasan porque conciben al libro como un instrumento de consumo. Se piensa al libro como si fuera siempre una Biblia, a la que hay que acudir para obtener lecciones, ¡ser iluminado! El libro, desgraciadamente, es un pequeño dios.
Al libro se le ve como un producto terminado. Por eso parte de la población lo rechaza. Es un ente vertical, un evangelio escrito en una lengua casi muerta.
Ninguna política del libro puede ser pensada si no se toma en cuenta el carácter ambivalente del libro. Por un lado, el libro libera (contiene información disensual, que no circula en familias, medios, escuelas, religiones o el sentido común); por otro lado, el libro secuestra ese saber (¡el libro dificulta que circule la información que contiene!).
Su estructura física, su lentitud, su precio, sus códigos, sus sujetos hacen difícil que la información heterodoxa que alberga pueda difundirse. ¡El libro es un autosabotaje!
El libro debiera ser una máquina simple. Actualmente es una tecnología elitista.
Los libros son informaciones apenas medianamente socializadas, posibilidades humanas no compartidas.
El libro es un cerebro externo, una memoria complementaria aún no asimilada y, en buena medida, incompatible con el sistema social imperante. ¡De ahí su valor! De ahí, asimismo, ¡su avaricia!
Hay que decirlo: el libro no está hecho de páginas juntas sino de las relaciones sociales que hacen imposible la distribución de ese conocimiento.
Cada libro es una concentración de capital de desarrollo humano no socializado. Se trata de procesos sociales detenidos convertidos en productos insulares.
Hay que entender el carácter contradictorio del libro: es a la vez el instrumento de difusión que impide la difusión que busca.
No hay que romantizar al libro. El libro es una herencia no sólo de la Ilustración sino también del Medievo; cada libro es mitad Corán, mitad Salman Rushdie.
Con el libro sucede lo que los intelectuales mexicanos, que son cultos no porque sinteticen el saber que la sociedad posee sino porque monopolizan la mayoría del saber del cual la sociedad carece.
Los intelectuales y los libros son monumentos a la desigualdad de acceso al conocimiento y la representación.
Si deseamos fomentar al libro tenemos que despedirnos de él.
El libro se irá cuando las tecnologías que lo hacen posible —y lo monopolizan en las editoriales y el Estado— se democraticen.
Para mantener al libro como un privilegio de minorías, los propios autores han creado fantasías que dificultan que se comprenda que el libro debiera ser un derecho humano.
El derecho al libro, pues, no es el derecho a la lectura. El derecho al libro consiste en un mundo en que cualquiera pueda producirlos.
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