Nadie en el escenario intelectual de México en los últimos cincuenta años ha logrado tener una presencia social tan amplia y reconocida como Carlos Monsiváis. Su maravilloso don de la ubicuidad, su inmensa e inagotable curiosidad e interés por el quehacer de las mujeres y los hombres de diversas generaciones, lo hicieron un personaje ineludible en donde quiera que algo sucedía y que su fina y aguda sensibilidad le hacía saber lo que era o sería trascendente en algún momento.
Esta curiosidad, más vital que intelectual, explica la diversidad y la aparente contradicción de sus intereses. Testigo fundamental, hombre informado hasta lo increíble, Carlos lo sabía todo de todo y de todos. No había mejor fuente referencial para saber por dónde y cómo se desarrollarían los destinos de la vida política, social, cultural y frívola de nuestro país y en particular de la ciudad de México.
Su rica y diversa red de amigos, alimentada de constantes presencias y charlas, así como de una red telefónica, que difícilmente el Facebook y el Twtiter podrán superar, nutrían a Carlos de información múltiple y variada que hacía las delicias de quienes lo escuchaban y enriquecía sus espléndidas crónicas .
Pero no era Carlos un observador pasivo, ni pretendió nunca ser objetivo. Sus escritos tenían claramente expresadas sus simpatías y sus convicciones. Más que “compromiso social”, lo que había en Carlos Monsiváis era una profunda y auténtica convicción moral y ética. Su indignación frente a las injusticias, frente a la desigualdad, frente a la simulación y frente a la corrupción política nacían de lo más profundo de él y eran parte de su modo de ser. No eran un añadido venido de la convención social o de la conveniencia ideológica. De ahí que a veces, en su honestidad y necesidad de estar al lado de quienes juzgaba “los débiles”, se hubiera equivocado al apoyar a causas y personas que luego lo decepcionarían .
Carlos Monsiváis vivió, y seguramente para muchos seguirá siendo así, encasillado en la geometría política como un hombre de “izquierda “ y el así se concebía y seguramente habría querido que así se le recuerde. Pero a mí me parece que esa visión resta méritos al valor social y moral de la indignación de Carlos frente al mundo. Sus agudos señalamientos, sus punzantes y sangrientas críticas y descripciones de los personajes más nefastos de nuestra vida social y de las situaciones sociales que él juzgaba inaceptables se explican por la profunda rabia que estos hechos le provocaban al atentar contra los principios de convivencia social y moral en que creía.
Carlos era un ciudadano en el más profundo y auténtico sentido del término, era parte de una comunidad en la que no sólo vivía y actuaba, sino en la que participaba y a la que pretendía, desde su posición de escritor, tratar de cambiar. Si había algo que detestara y despreciara profundamente era el conformismo, la sumisión, la indolencia social e individual y si había algo que admirara por encima de todas las cosas era la capacidad de rebelarse, para él prueba suprema de una verdadera condición humana y ciudadana.
Sus batallas estaban ancladas en la historia, en aquellas causas que durante siglos ha defendido la humanidad como las más valiosas: la libertad, la igualdad y sus antagónicos históricos: la intolerancia, la desigualdad, la explotación, el disimulo social y político. Por eso fue un ardiente defensor del laicismo, de las libertades todas: de expresión, de la alternativa sexual.
Pero más allá de todo este valor social, era también un escritor riguroso, un crítico literario excepcional que nos brindó textos hoy imprescindibles por la calidad de la información en ellos contenida, por su oportunidad, como los que dedicó a Salvador Novo y Amado Nervo, terreno en el que se le escatimaron méritos , por quienes se atenían a sus prejuicios de clase e ideológicos disfrazados de rigor. Su ausencia en el Colegio Nacional fue lamentable, por decir lo menos.
Finalmente, pero no al último, estaba la persona, el hombre público que no sin cierto pudor se rendía ante admiradores que en su paso por las calles , las plazas y salas de conferencias le pedían una fotografía, un autógrafo. Su vanidad pudorosa se nutría y a veces coqueteaba con esa fama que le hacía competir en su imaginación juguetona con otras figuras. Lo fantástico de esto es que a Carlos Monsiváis la gente lo quería y lo quiere, surgiendo del contacto personal una empatía natural que, contrariamente a lo que suele suceder con las celebridades, confirmaba lo que sus admiradores creían de él.
En mi caso es inmensa mi deuda intelectual y personal con él. Comencé a leerlo en mis años de estudiante y su autobiografía precoz me descubrió un mundo, era yo un constante y fiel lector de sus crónicas. El 68 hizo que nos encontráramos, ya en el momento de la solidaridad con quienes estaban en la cárcel . Fue generoso y acogió mis primeros textos en el suplemento cultural de Siempre!, y desde entonces no dejó de reprocharme mi pereza para escribir.
De allí en adelante con altibajos dependiendo de los viajes y las residencias fuera del país, suyas o mías, nos frecuentamos mucho, particularmente desde hace 25 años. Acudimos juntos a las conmemoraciones decenales del 68 y estuvimos en el Zócalo contemplando el maravilloso espectáculo de Spencer Tunick.
Fue sin duda alguna el mejor y más crítico asesor en mi estancia en mis cargos públicos, especialmente en el INBA y en Difusión Cultural de la UNAM. Casi siempre en una mesa de amigos, normalmente uno o dos sábados al mes, en el restaurante Bellinghausen de la Zona Rosa. Compartimos muchos proyectos, muchas charlas salpicadas de exquisita y deliciosa maledicencia y de esperanzadoras y casi siempre frustradas expectativas políticas.
Como me lo advirtió, continuó la amistad con la Dirección de Bellas Artes y la de Coordinación de Difusión Cultural, pero siguió siendo amigo entrañable de Hilda y de Constanza, una de las pocas bebés que seguramente tuvo entre sus brazos, y de Gerardo Estrada.
Gracias, Carlos, ya te extraño.
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