El Universal
En las casas o departamentos en los que he vivido, la cocina nunca ha sido tan importante o tan bien puesta como debiera. Mi gusto por la comida es relativo y cuando me invitan a comer, sea a una casa o a un restaurante, pongo más atención en la conversación que en las viandas. Eso es porque mis amigos son buenos conversadores y aunque yo parezca distraído siempre pongo atención a sus palabras. Esto no quiere decir que no aprecie lo que está encima de la mesa, sólo que pasa a segundo término cuando a mi alrededor están las personas que quiero. Casi nunca como junto a extraños porque los alimentos se echan a perder. Y esto es porque la intimidad que supone el acto de restablecerse o darse placer se quebranta cuando otro observa, uno se vuelve aún más débil si cuando come no está rodeado de amigos. No es por otra razón que los hombres de negocios y políticos que solucionan sus asuntos en comidas están un poco envenenados. Son capaces de darte las peores noticias a mitad del banquete.
Dice Kant que en cuestiones de gusto puede haber riñas, pero no discusiones. El gusto se ejerce más que explicarse, pues es una construcción hecha de tiempo e intimidad, de experiencia y vicio. Es por ello que suelo ser reacio a que se me eduque en esos aspectos. De la misma manera que en cuestiones de literatura, en la cocina me satisface también cierta animalidad que no es consecuencia de la cultura, sino del enfrentamiento con la materia y la saciedad del hambre que, en mi caso, debe ser controlada a riesgo de un mal humor de perro enclaustrado que nunca he podido evitar. Intento seguir los preceptos de Baltasar Gracián, pero la distancia, la discreción o la prudencia no son virtudes que poseo a la hora de comer. Hace unos días cierto amigo se refirió al vino que bebía como a “un tazón de frutas” y me ha gustado tanto la imagen que, sin pensarlo, me bebí dos o tres botellas enteras de ese tazón que de ser una buena metáfora se transformó en una cuba de acero sobre mi cabeza.
Desconozco la buena medida, la cual en asuntos del buen vivir es esencial. Me lanzo de cabeza sobre un buen platillo, soy mestizo en mis gustos y bebo hasta que la mesa se convierte en mi tumba. Hacer esto me da felicidad. Riego las verduras con toda clase de licores, reto a los sibaritas a alimentarse como guerreros aqueos alrededor de una crátera, desprecio los postres, como con las manos a la manera de un mal pianista aporreando un fino teclado, ningún olor pasa para mí inadvertido, el desorden absoluto impera en mi mesa por lo que trato de comer en soledad, como un siervo lejos de la mirada de los patrones.
Dice Gadamer que el mal gusto no existe. Lo que tenemos es ausencia de gusto: desconocimiento de uno mismo, atrofia o libertad que nos llevará tarde o temprano al cadalso. El buen gusto está siempre seguro de su juicio -escribe Gadamer-, es un aceptar o rechazar que no conoce vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de razones. Frente a la tiranía de la moda, que por lo regular siempre es un poco atarantada, el buen gusto preserva nuestra libertad y nos da una superioridad específica que desconoce aquel que se entrega a los gustos pasajeros que la moda culinaria exige. En mi caso, nunca me preocupo de los modos o de la cultura que exhiben los comensales o las sardanápalos a no ser que se muestren totalmente fuera de lugar o que su comportamiento sea tan excéntrico que linde con la estética.
No cocino desde hace años porque las cocinas me agobian. Refiriéndose a la reciente costumbre de que los cocineros sean hombres, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio dijo que esto se debía a que los hombres han sido expulsados de la cama por sus mujeres y en consecuencia se han refugiado en la cocina. Es una provocación más, pues ¿quién aceptaría comer los platillos cocinados por alguien que no disfruta en la cama? Nadie en su sano juicio.
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