Jornada Semanal
Enrique Héctor González
I
El humorismo en la literatura ha fecundado productos notables aun antes de que, como tal y bajo la acepción moderna del término, la crítica hubiera estado dispuesta a reconocerlo. Como actitud vital y filosófica, tiende a desentenderse de las rígidas ideas que una visión unívoca de la realidad obliga siempre a asumir.
En la literatura mexicana no abundan los ejemplos de obras humorísticas o de autores dedicados en exclusiva a su cultivo. En escasos atisbos del teatro prehispánico, en ciertos poemas de Nezahaulcóyotl, sobrenadando algunas crónicas de conquista (de manera casi siempre involuntaria) y, por supuesto, en la comedia novohispana y en los poemas jocosos de la monja jerónima, la presencia del elemento lúdico, sin ser flagrante, resulta más o menos evidente. Por su parte, la vena humorística de Fernández de Lizardi y de cierta novela decimonónica (verbigracia, El hombre de la situación, de Manuel Payno) sirven apenas de contrapunto a nuestro Romanticismo y Realismo plomizos y demasiado corrugados, en términos generales, pues son gaviotas que no hicieron verano los retratos costumbristas y caricaturescos de autores como Ángel de Campo o López Portillo y Rojas.
Hacia el siglo xx el panorama cambia, sin duda, pero no de manera sustancial, si bien la poesía estridentista y ciertas cabriolas calemburescas en la obra de Villaurrutia acusan un tratamiento formal casual e irreverente, juguetón e insumiso; por su parte, Tablada, Novo, Efraín Huerta y Gerardo Deniz son poetas vigesémicos (autores del siglo XX, como decimonónicos son los del siglo anterior) por cuya obra atraviesan, a veces, gatos agazapados en su sonrisa oblicua.
En prosa la cosecha es más abundante, sin perder de vista, como queda sugerido, que la nuestra es una literatura casi siempre seria, cuando no solemne o dramatizante. Fuera de ese notable cuento de Rulfo, obra maestra de la narrativa breve amena y con el personaje cínico mejor trazado en nuestra historia literaria, el Lucas Lucatero de “Anacleto Morones”; de la obra de Jorge Ibargüengoitia y Carlos Monsiváis; de la prosa desternillante y al mismo tiempo concisa e irónica de Julio Torri; del regocijo, otra vez, de Salvador Novo y el ánimo desenfadado de Tito Monterroso; de algunas crónicas y cuentos de Juan Villoro y de los atrabilarios artículos de Guillermo Sheridan, son pocos los autores dispuestos a desenfundar el alma de su cripta de responsabilidades sabihondas para enjuagarla en el espacio relativizador del humor, caldo en que se escalda la lengua todo discurso unívoco y donde pierde pie la piedad que no sabe ser indolente y la risa que no entiende de sufrimientos ambiguos.
II
Una de las voces más vigorosas de la literatura mexicana contemporánea es, sin duda, la de Fernando del Paso, autor repartido en una no muy abundante cantidad de obras diversas –desde el poema eventual y el artículo originalísimo hasta la novela policíaca o el ensayo quijotesco– y concentrado en tres novelas fundamentales de la narrativa hispánica: José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del imperio (1987).
Es posible que la tercera de ellas sea una de las mejores novelas históricas de nuestra tradición literaria, pero no cabe duda que la segunda, por sus incuestionables méritos lingüísticos, porque es un monumental ejercicio de la ficción como arte de ingenio y, cabe decirlo, por el desolador panorama descrito en el primer apartado, es la más acabada novela humorística mexicana, la única que entronca directamente en nuestra lengua con el ápice que, en este y en muchos sentidos, representa el Quijote de Cervantes.
III
La historia de México es una de las preocupaciones esenciales de la narrativa de Del Paso, aunque su obra no se plantee a sí misma como una empresa de reconstrucción histórica al estilo decimonónico de Galdós. Producto de su interés por ese México cruzado de mitos que devienen Historia y hechos cuyo origen hay que buscar en creencias milenarias, José Trigo, su primer trabajo novelístico, se apropia de una ciudad (México, DFf) y de un barrio particular (Nonoalco-Tlatelolco) para desarrollar la vida y la imaginación de un ferrocarrilero mexicano al que rastrea afanosamente el narrador, desamparado Juan Preciado en busca de su páramo. Así como la experimentación formal de la narración y ciertos barruntos de barroquismo verbal son la cuota de ludibrio que declara esta novela, la rica y milimétrica exuberancia narrativa del monólogo de Carlota es muestra incuestionable de la audacia formal que alcanza la prosa delpasiana en Noticias del imperio: “Me embarazó el Mariscal Aquiles Bazaine con su bastón de mariscal. Me embarazó Napoleón con el pomo de su espada. Me embarazó el General Tomás Mejía con un acto largo y lleno de espinas. Me embarazó un ángel con unas alas de plumas de quetzal que tenía, entre las piernas, una serpiente forrada con plumas de colibrí. Y quedé preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias. Voy a tener un hijo, Maximiliano, del peyote, un hijo del cacomixtle, un hijo del tepezcuintle, un hijo de la mariguana, un hijo de la chingada.”
Dislocado como el propio discurso de Carlota, el humorismo de Del Paso se abre paso entre dos de sus pasiones –la historia y la medicina– y se convierte en pleno protagonista de su prosa sólo en Palinuro de México. Sicalíptico, surrealista, desorbitado, metafísico, panteísta, el ingenio desaforado de esta novela se mueve libremente desde la anécdota misma hasta el constante juego de palabras, constituyendo una lección y una reacción de alergia frente a la escasa alegría verbal de nuestra narrativa, lo mismo que un ameno homenaje a esos grandes humoristas librescos (Cervantes, Sterne, Rabelais) cuya desmesura es disfraz de la maniática minuciosidad de su minimalismo literario.
A veces, el texto involucra objetos concretos en el juego desconstructor de la ceremonia humorística y hace pensar en el ludibrio a lo Ramón Gómez de la Serna, en esa prosopopeya donde el factor humano involucra la enfermedad y el deceso de las cosas, como ocurre en el capítulo octavo de la novela, “La muerte de nuestro espejo”: “Estefanía quiso plancharme una camisa y se encontró con que teníamos que operar a nuestra plancha Juana de un cortocircuito en el estómago. No habían pasado tres días cuando a nuestros saleros gemelos les dio retención de agua y a nuestra televisión Admiral le sobrevino un ataque de daltonismo y comenzó a confundir todos los colores.”
En otras ocasiones el delirio y el exceso son de naturaleza rabelaisiana, de una exquisita obscenidad cuajada en la desmesura, reinvención de equilibrios a partir de la exaltación sexual y digestiva. En “La Priapiada”, capítulo de la segunda parte del libro, los personajes masculinos que lo protagonizan (Molkas, Fabrizio y Palinuro) se enfrascan en una competencia de virilidad sustentada en las dimensiones de sus miembros, cuya apología avanza (obviamente in crescendi) en parlamentos alternativos destinados a preconizar las virtudes, longitudes y ventajas de sus respectivos órganos: “Yo lo que puedo decirles es que mi verga representa la degeneración del Manierismo en el estilo serpentinata. Yo tengo la verga tan larga –dijo Molkas– que cuando nací el doctor la confundió con el cordón umbilical y por poco me lo corta. Eso no es nada –dijo Palinuro–, yo tengo la verga tan larga que tengo tatuado en ella el texto completo, inexpurgado, del Kama Sutra. Pero como está en alfabeto Braille tiene que leerse con los dedos.”
Si existe una naturaleza gentilicia en la aproximación humorística a la realidad real o literaria, el jugueteo de Del Paso subraya, desde el título de la novela, que sus escarceos y bromas reafirman la mexicanidad de su historia, que lo es menos por un prurito cívico que por la elaborada imaginería de su condición de enorme albur verbal. Pero la novela no se entiende sólo como una muestra o mera ilustración de un recurso o un discurso autóctono, pues su clave y prodigioso procedimiento cuasi escénico es el de la subversión: de la palabra, del acto de contar, de la realidad percibida, del cuerpo y sus numerosas funciones, de la huidiza naturaleza del amor (que con humor se paga, pues su fiesta verbal parece asentarse en la adoración de Estefanía). Además, el cuidadoso caos de sus 700 páginas, en su promesa de inventario, de querer agotarlo todo y abarcar la totalidad del instante, persigue, como observa Adolfo Castañón, “emancipar al lenguaje de las tutelas de la verosimilitud”.
IV
Bach en fuga (la novela es tan musical como el Gargantúa, de Rabelais, que juega interminablemente con las modulaciones y registros del francés de la rue), suculento refrigerio de un banquete libresco, Palinuro de México es una novela profundamente corporal, profusa como un organismo vivo y en actividad delirante. Del Paso estudió medicina, como el escritor francés, pero eso explica sólo en parte la fisiología del libro, que es de naturaleza erudita de un modo más amplio, diríase renacentista, pues la sabiduría literaria que rebosa reviste perfiles botánicos y zoológicos, pero asimismo históricos, geográficos, mitológicos o pictóricos, casi siempre aderezados por la lengua franca del humor.
Porque amplia y caudalosa es su naturaleza, el Palinuro cabe en esa vieja clasificación que denominaba a estos textos totales como novelas-río, pero parece convenirle más el término de libro-mundo, un cosmos ilusorio pues parece, más bien, un caos desmesurado y febril a la manera del que constituye el Ulises, de Joyce, novela con la que comparte la atmósfera lúdica, su aleccionadora combinación de exquisitez y vulgaridad, el intento desesperado por decirlo todo.
Las imágenes que genera la vasta maquinaria verbal de la novela de Fernando del Paso son muchas veces de ascendencia surrealista: músicos que crecen en los kioskos, quesos “dóciles”, vinos “que se ruborizan”, “pensamientos envasados” y estornudos con logotipo. El libro se atarea plena y placenteramente describiendo lo que es y no es Estefanía, la prima amada, lo mismo que el abuelo Francisco o, en un par de capítulos, las anómalas y delirantes agencias de publicidad que recuerdan otro oficio practicado por el autor, oficio de tinieblas que ejerció sólo en la juventud pues su creatividad se resistió a ser secuestrada por criterios meramente mercantiles y no literarios.
Otro rasgo hipnótico de la escritura de esta novela hiperbólica es la manera natural con que pasa de una proposición concreta y precisa a una abstracción igualmente rigurosa pero desaforada: “Estefanía nunca tuvo un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o veinte esmeraldas de profundidad.” Su prosa progresiva se comporta a veces como una espiral que va agregando notas a la elegía, a la oda sinfónica de Estefanía, columna vertebral, asidero emotivo del libro. Asimismo, son numerosos los contrapuntos que la escritura ofrece en su poliédrico proce-dimiento narrativo, de modo que de un capítulo a otro, como ocurre también en Joyce, la técnica se altera sin el menor escrúpulo, si bien el ritmo poético, el aluvión de metáforas y las enumeraciones ensimismadas siguen constituyendo el soporte estructural del vastísimo mural en homenaje al mundo que alienta en la novela.
v
Palinuro de México es un libro de paréntesis y parentescos interminables, una obra donde la palabra es cuerpo, verbo encarnado; donde el incesto es tentación garciamarquiana y la digresión un desternillante guiño a Sterne y la escatología revelación de Rabelais y la riqueza verbal y la ocurrencia infinita bacilos propios de la buena leche de Joyce: después de todo, la Vía Láctea es, como sugiere el libro, resultado de una masturbación de Dios.
Nada mejor que celebrar a Fernando del Paso, en sus ochenta años y a propósito de su flamante Premio Cervantes, de la mejor manera posible: releyendo la incesante pertinencia de su obra •
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