Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
La industria editorial, en sus mejores momentos, está asociada a la creación y a la divulgación de la cultura; estrechamente vinculada al progreso de la educación y a la formación de conocimiento, lo mismo si se trata de literatura que si se refiere a la ciencia, el arte, la historia, la religión, los viajes, etcétera.
Después de la segunda guerra mundial (1939-1945) tocó a la industria editorial la reconstrucción más importante: la del pensamiento. Y esta reconstrucción (que se hizo a la par de retirar escombros y levantar nuevas edificaciones) corrió a cargo de las editoriales universitarias y los sellos independientes, cuyos impulsores tenían la certeza de que ninguna reconstrucción sería duradera si, en medio del nihilismo ocasionado por la barbarie bélica, no se reedificaba la inteligencia.
La historia de este antídoto contra la devastación no sólo de los edificios sino, sobre todo, de la conciencia y el saber, la encontramos en muchos libros, pero especialmente está en dos volúmenes ejemplares: La industria del libro. Pasado, presente y futuro de la edición (Anagrama, 2001), de Jason Epstein, y La edición sin editores. Las grandes corporaciones y la cultura (Era, 2001), de André Schiffrin. Estos libros cuentan la historia de los esfuerzos y afanes denodados por restablecer la confianza en la cultura y en la educación en los años finales de la primera mitad del siglo xx.
Fue así como, después de la destrucción y la muerte, los auténticos editores (gente preocupada por la cultura y por la educación más que por el dinero) se propusieron, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, fortalecer el saber, hacer más sólido el pensamiento, diversificar las ideas y animar un ambiente de conocimiento que hiciera reflexionar a las personas sobre el sentido más profundo de la existencia.
Surgieron y resurgieron así los editores, casi todos ellos hombres de sólida cultura y patente formación, fruto de las universidades, que no se conformaron con publicar y vender libros, sino que buscaron ampliar los intereses intelectuales de las personas, invitándolas y estimulándolas a acercarse a temas y asuntos ignorados o soslayados.
Stanley Unwin (1884-1968), en el Reino Unido; Alfred a. Knopf (1892-1984), Richard l. Simon (1899-1960) y Lincoln Schuster (1897-1970), en Estados Unidos; Giulio Einaudi (1912-1999), en Italia, y Maurice Girodias (1919-1990), en Francia, son sólo algunos nombres de auténticos editores y no únicamente de negociantes del libro; gente que creía que la cultura escrita era una extensión decisiva e indispensable de la educación formal y no sólo un pretexto para hacer dinero a partir de una noble mercancía.
Para Jason Epstein, creador del sello Anchor Books (“que desencadenó la llamada revolución del libro de calidad en rústica”) y quien fuera durante muchos años director editorial de Random House (cuando decir esto era decir algo importante), “la edición de libros es por naturaleza una industria artesanal, descentralizada, improvisada y personal; la realizan mejor grupos pequeños de gente con ideas afines, consagrada a su arte, celosa de su autonomía, sensible a las necesidades de los escritores y a los intereses diversos de los lectores. Si su objetivo primordial fuera el dinero, estas personas habrían elegido otras profesiones”.
Esto coincide con lo que sostenía Giulio Einaudi: el verdadero editor no es el que sale al encuentro del gusto del público (que puede ser por cierto el peor gusto) y que se alinea a la moda para producir lo que más se vende (así sea chatarra), sino “el que introduce en la cultura las nuevas tendencias de la investigación en todos los campos: literario, artístico, científico, histórico o social, y trabaja para que emerjan los intereses profundos, aunque vaya a contracorriente. En vez de suscitar el interés epidérmico, de secundar las expresiones más superficiales y efímeras del gusto, favorece la formación duradera”.
I I
Lo expresado por Epstein y Einaudi exhibe justamente a la empresa y al mercado editorial de las grandes corporaciones que, actualmente, carecen de todo interés por editar culturalmente, puesto que su precepto es vender: vender lo que sea, con tal de que se venda. Lejos han quedado los editores que se esforzaban por crear cultura. Hoy, como lo señala André Schiffrin (quien fuera director de Pantheon Books y cuyo padre fundó la célebre colección francesa de La Pléiade), casi todo el mercado del libro está en manos de ejecutivos de las grandes corporaciones que lo mismo fabrican armamento que libros, y cuyo único interés es la amplia ganancia y no la cultura, mucho menos la educación y el rendimiento moderado. A estos altos ejecutivos, que trabajan en el medio editorial como podrían hacerlo en otro negocio, ¡que nadie les hable de ganancias marginales!
Explica Schiffrin: “Hasta hace bien poco, la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modestas ganancias procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelectual del país. Durante los últimos años, los grandes grupos internacionales fueron adquiriendo las pequeñas editoriales una tras otra, y estas editoriales compradas por los grupos implicados en la industria cultural han visto desaparecer de sus catálogos los títulos más prestigiosos o aquellos destinados a la enseñanza”.
De hecho, a las grandes corporaciones que, entre otras cosas, fabrican libros, la enseñanza y la cultura no les interesan en absoluto. Sus intereses están en la ganancia rápida y el lucro desmedido. Es comprensible: si lo mismo venden aviones que armas (como es el caso de Lagardère, en Francia, dueña de Hachette Livre), ¿por qué demonios habrían de interesarse en la educación y en la cultura? Su prioridad es la ganancia y no por cierto marginal, incluso tratándose de libros. Con las grandes corporaciones de hoy, que han ido absorbiendo y muchas veces depredando los sellos editoriales independientes de prestigio, es bastante probable que nunca se hubiera publicado el Ulises, de Joyce.
Mucho de lo que se vende hoy por miles no sobrevivirá en absoluto. Lejos han quedado las sabias palabras de Stanley Unwin: “Si buscas ante todo dinero, no te hagas editor.” Pero quienes hoy se dicen editores, porque publican y venden libros (de lo que sea, lo mismo da, en tanto se vendan), “al no poder enorgullecerse de lo que editan, se consuelan con las delicias de la vida de los grandes grupos, restaurantes de lujo, coches con chofer y otros símbolos de estatus social”, como atinadamente observa Schiffrin.
En su Léxico editorial. Para uso de quienes todavía creen en la edición cultural (2002), Mario Muchnik, otro auténtico editor de la vieja guardia, coincide con Schiffrin y, a propósito de la rentabilidad de una editorial, añade que “la cultura del libro necesita, para sobrevivir, la pequeña librería de barrio”, justamente esa librería que está en vías de extinción producto de los grandes establecimientos vendedores de chatarra de flujo rápido. Las grandes librerías de amplias superficies de exhibición prestan muy poca atención a los libros de vocación cultural y educativa, de flujo lento; en cambio privilegian, y en grandes pilas, los libros de moda que se venden no por cientos ni por miles sino por toneladas.
Pero, además, Muchnik señala otro dato preocupante: el de las ganancias desmedidas de los grandes consorcios editoriales, que no se pueden conseguir si no es por medio de la venta de chatarra y no de las obras formativas, de profundo calado. Advierte Muchnik: “Schiffrin demuestra que, como tal, el libro puede sobrevivir a lo que Octavio Paz llamaba ‘la rentabilidad animal’, pero no sin algún tipo de acuerdo entre editores in-dependientes dispuestos a presentar batalla al criterio de la bottom line como índice de buena gestión editorial. Editoriales francesas de reconocido prestigio, como Le Seuil o Gallimard, han fijado y mantienen márgenes inferiores al tres por ciento, cuando Random House (y ahora su nuevo dueño el grupo Bertelsmann) pretende, de todas las editoriales que agrupa, el quince por ciento o más. El resultado inevitable es el empobrecimiento y la uniformización de los respectivos catálogos, la desaparición de líneas editoriales enteras (y, con ellas, de sectores enteros del pensamiento y de la creatividad de los autores), la consiguiente aridez de la oferta de lectura y, por ende, del diálogo social”.
De hecho, a estos consorcios editoriales ya no les interesa el catálogo sino sólo el inventario, pues ya no publican libros que realmente vayan a permanecer vigentes, sino objetos (similares a los libros) cuya venta ha de ser inmediata, para luego de alcanzar la ganancia triturar y hacer viruta los miles de sobrantes. Por lo demás, ¿cómo podría formarse un catálogo con publicaciones coyunturales (independientemente del género) cuyos autores, además, no están interesados en construir una obra seria, sino en vender rápidamente muchos ejemplares? Ganancia inmediata mata catálogo.
Los consorcios del consumo cultural publican libros vendibles, no perdurables. Los autores de tales libros tratan, oportunistamente, temas de moda (generalmente novelados), que a nadie le importarán mañana, pero que dejan buenas regalías en cosa de tres semanas. Y los encargados de “editar” y publicar tales libros les piden más de lo mismo. Entre esos productos no aparecerán jamás una Conversación en La Catedral, un Pedro Páramo, un Ficciones, un Cien años de soledad, un Juntacadáveres, que es lo mismo que nombrar las imposibilidades de un Vargas Llosa, un Juan Rulfo, un Borges, un García Márquez, un Onetti; en cambio, sí, muchas páginas escritas deprisa y publicadas deprisa que serán olvidadas con la misma prisa con las que se vendieron, y que fueron leídas aprisa por lectores impacientes formados no por la literatura, sino condicionados por el mercado.
Resulta lamentable lo que está produciendo este negocio editorial que se ha olvidado de la cultura para quedarse únicamente en negocio, pero especialmente en un negocio (la negación del ocio) cuya única aspiración es la codicia.
I I I
¿Cómo se puede saber hoy si una empresa editorial está interesada en la cultura y en la educación y no únicamente en el negocio? La evidencia es su catálogo vivo y, en particular, los títulos de gran calidad y los autores perdurables de ese catálogo. Todo lo demás es desechable. Por ello hoy, sin duda, son los editores independientes, los universitarios, los especializados (poesía, ensayo, filosofía, clásicos) y los que a pesar de estar en un consorcio se preocupan lo mismo por las ganancias que por la buena calidad de sus libros, los que tienen realmente catálogo. Los demás sólo tienen inventario.
La codicia en el mercado editorial está acabando con la cultura del libro del mismo modo que ya casi acabó con la cultura del disco, en el caso de la música. Ramón Akal, otro importante editor que ha beneficiado grandemente a los lectores de lengua española con su extraordinario catálogo del Grupo Editorial Akal, fue muy claro cuando, de visita en México, advirtió que el neoliberalismo ha uniformado todo el proceso de edición y, por tanto, de conocimiento en el mundo (La Jornada, 22/ix/2015).
Añadió: “Se lee aquello que los grandes grupos estiman que debe leerse. Se lee y se olvida inmediatamente, porque no deja ningún poso.” Fundada en 1972, la editorial Akal surgió con la finalidad de publicar y difundir obras que incidan de manera positiva en la generación del pensamiento crítico, libros que cuestionen las creencias, obras que estimulen el pensamiento. Quien vea el catálogo de Akal puede comprobar que esto es exacto.
Y, adicionalmente, con un riesgo que un verdadero editor asume de manera valiente, y que todo falso editor evade para no perder sus privilegios en el consorcio. “Nosotros publicamos libros que se agotan en un plazo muy largo, porque la lectura en profundidad cansa, frente a un mercado que tiene acostumbradas a las personas a series de televisión, películas y libros donde la banalidad es el principio básico”, sentenció Ramón Akal.
Este elogio de la lentitud en la formación intelectual y emocional, frente a la prisa y la banalidad; este encomio del libro que no se hace para agotarse en un par de semanas, frente a la celeridad frívola del mercado editorial como negocio de altas ganancias, revelan a un verdadero editor, frente al poder del dinero, la celebridad y la vacuidad que todo lo arrasa. En agosto de 2015, en El País, Gustavo Martín Garzo expresó, con aforística razón: “Pocas veces las palabras y las ideas han valido menos.” Y todo ello a pesar de la vorágine parlanchina y desinhibida de quienes compran el libro de moda que el mercado les impone para que se sientan informados y “actuales”: versados en la palpitante insustancialidad •
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