Confabulario
Huberto Batis
A partir de mi amistad con Alfonso Reyes conocí a otro personaje muy importante para mí: Antonio Alatorre, que fue mi tutor en El Colegio de México (El Colmex). Un día me dijo que su hermano Enrique necesitaba un redactor para la revista que hacía en el Banco de México (Banxico). Rodrigo Gómez, que era el director general, nos dio toda la libertad en esa “publicación de la casa” que se daba a los empleados.
Enrique me enseñó a corregir, fotografiar, redactar y hacer las páginas de la revista. Todo lo que había aprendido en la Universidad lo puse en práctica allí. En esa publicación se difundían políticas de la Dirección, ideas del régimen, investigaciones sobre el peso, la moneda, el comercio internacional, el petróleo, la agricultura. Luego venía la parte social, la deportiva y la parte cultural. Ahí entrábamos José de la Colina, yo y Enrique Alatorre como director editorial.
Enrique también había estudiado Letras y escribía cuentos muy buenos, pero se dedicó más a la ecología, a vivir en la naturaleza. Le gustaba mucho tomar fotos en el campo. Tomaba fotos de una gota de agua en una hoja y luego cómo las gotas se reúnen, cómo forman un arroyo, una caída de agua, un río enorme y su llegada al mar: la historia de una gota de agua.
Después, Enrique se compró en Michoacán una cabaña para armar y se fue a construirla en Nuevo León. Luego de su jubilación huyó de la Ciudad de México y se trasladó a Xalapa, donde siguen sus hijos y nietos. Viven en un bosque, contemplativos, dedicados a la meditación. No buscaban adeptos. Nada. Yo le decía: “Invítame”. Y sólo una vez lo hizo. No me querían aceptar en su grupo. Era él solo con su familia, como una comuna. Y así vivían de lo que sembraban en sus cultivos. No quiso regresar a la capital por el esmog que había aquí. Se quedó en el bosque. Murió el año pasado a los ochenta y tantos años, después de Yolanda Iris, su mujer (a pocos meses).
Con Antonio Alatorre la relación fue distinta. Cuando era mi tutor en El Colmex le entregué un cuento que se llamó En las ataduras. Lo publiqué en Cuadernos del Viento. Era un cuento largo que me costó mucho. 30 años después de que lo publiqué, cuando Juan García Ponce era ya un novelista y cuentista consumado me dijo que había pensado: “Ojalá algún día llegue a escribir como Huberto”. Le reclamé: “¿Por qué entonces no me dijiste nada?”. Eso me hubiera animado mucho porque cuando publiqué mi cuento nadie decía nada.
Le di el cuento a Alatorre, que lo leyó en un camión de la UNAM a El Colmex. Cuando bajamos le pregunté qué le había parecido. “¿Qué me pareció qué?” , me preguntó. “Mi cuento”, le respondí. “¿Cuál cuento?” “El que acabas de leer”. Me dijo: “Eso no es cuento. Eso no es nada. Tú dedícate a leer, a estudiar y déjate de pendejadas”. Alatorre había descubierto a Rulfo y a Arreola en Guadalajara antes de que se vinieran a México. Los había impulsado y a mí me decía “eso no es nada”. Entonces dejé de escribir creación y me dediqué a estudiar, a la crítica, y a dar cátedra.
Un día, veinte años después, al salir de la Universidad me dijo Antonio: “Dame un aventón a San Ángel”. Le ofrecí llevarlo hasta su casa en Las Águilas. Ahí me invitó a tomarme una cerveza en el jardín. Después sacó unas cuartillas. Dijo que estaba escribiendo una novela y que me iba a leer un fragmento. Empezó casi a declamar una serie de hojas. Cuando me preguntó mi parecer me dije: “Va la mía”. “¿Qué me parece qué?” “Eso que te acabo de leer”, insistió. Y le respondí: “Ah, no es nada. No escribas. Tú dedícate a la filología. No estés perdiendo el tiempo”. Y Alatorre se puso a llorar. Me dijo: “Eso te dije a ti hace muchos años y todavía me arrepiento. Nadie debe decir: ‘No hagas eso’. Di lo que te parece, pero no digas ʻNo lo hagasʼ”. Cuando murió, el Fondo de Cultura Económica (FCE) le publicó esa novela que titulóMigraña. Fue lo único que Alatorre escribió de narrativa.
Desayunos y comidas de intelectuales
En México había en la cultura grupos de gente que se sentía superior y grupos de gente, digamos, más normal. Los aristócratas de México en la literatura y las artes se reunían en colegios e institutos: El Colegio Nacional, las Academias de la Lengua, de Historia, de Geografía y Estadística, etcétera.
Entre ellos había un grupo que se llamaba a sí mismo “Los Divinos”. Lo formaban personas muy valiosas y respetables. A finales de los años 60, asistí a una comida de “Los Divinos” en el restaurante Bellinghausen, adonde me llevó José Luis Martínez, mi jefe en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Él era de ese grupo. Me llevó en su coche hasta la Zona Rosa. Ahí, en la puerta del restaurante, siguió acordando conmigo el trabajo que íbamos a hacer. En eso llegó Abel Quezada, el caricaturista, un hombre muy jovial. Entonces Quezada dijo: “¿Qué hacen en la puerta? Pasemos”. Y José Luis Martínez le contestó: “No. Huberto se va”. Quezada le respondió: “¿Por qué se va? Yo pago las comidas. Así que yo lo invito”. De esa manera entré por única vez a ese círculo. En esa mesa me encontré a Jaime García Terrés, a Joaquín Díez-Canedo y a Alí Chumacero, entre otros. Algunos eran amables, otros distantes, apenas te dirigían la palabra y te saludaban.
Años después fui a otro restaurante. En la entrada me encontré a un grupo de escritores que publicaban en el FCE, entre ellos Juan Rulfo y Jaime García Terrés, que se sentía el más “divino” de todos. Al fondo del restaurante vi a los amigos que me habían invitado. De pronto se me acerco José Luis Martínez y me dijo al oído: “No creas que te vas a colar. No estás invitado”. Me sentí absolutamente segregado, repudiado. Le dije que no venía a juntarme con ellos. No sabían qué hacía yo en ese lugar tan elegante. Se sentían soñados, intocables, lo máximo. Entonces me retiré a mi mesa.
“Los Divinos” estaban esperando a Francisco Javier Alejo, recién nombrado por el presidente Luis Echeverría como director del FCE y que formaba parte de esa generación de funcionarios conocida como la “Efebocracia”, pues todos eran jóvenes. Cuando Alejo llegó, vio en la mesa de atrás a las personas con las que yo estaba y fue a saludarlas. Los que estaban en la mesa del FCE se quedaron ahí esperando de pie mientras él se sentaba en la mesa con nosotros. Un amigo mío le contó a Alejo lo que me acaba de suceder. Entonces Alejo me pidió que lo acompañara y me sentó en su mesa junto a todos los del FCE.
Al presidente Adolfo López Mateos le gustaba desayunar chilaquiles. Un día nos ofreció un desayuno al que asistieron Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, Agustín Yáñez, que acababa de terminar su periodo como gobernador de Jalisco, Juan Rulfo, Homero Aridjis y Juan José Arreola, con otros muchos.
Esas reuniones las inventó el poeta Arturo González Cosío, que trabajaba en el área de Prensa de la Presidencia con López Mateos. Al final del desayuno nos incluyeron a mí y a las muchachas de la revistaRehilete, entre ellas Beatriz Espejo y Margarita Peña. El presidente nos preguntó a cada uno: “¿Qué estás haciendo tú y qué necesitas?” Cuando fue mi turno le dije: “Yo hago Cuadernos del Viento y necesito vender mi revista”. Entonces dijo a su personal: “Cómprenle 100 suscripciones para que se reparta en todas las bibliotecas públicas”. Cuando llegó la oportunidad de Arreola, le dijo al presidente: “Yo no estoy haciendo nada porque necesito una transfusión urgente”. Se refería a una transfusión de lana. Luego Aridjis dijo: “Yo también”, y al final del desayuno se fueron en el coche del presidente.
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