Confabulario
Geney Beltrán Félix
Para bien y para mal, lo que más detiene la atención de quien se adentra en la narrativa de Daniel Sada es su estilo, esa convivencia de regionalismos, arcaísmos y barbarismos engarzados en una prosa de calidad rítmica. Ante una propuesta así de inusual —pensemos en el porte clásico de autores contemporáneos como Fabio Morábito y Álvaro Uribe—, no son infrecuentes el rechazo y el desistimiento: la prosa de Sada fácil puede ser desatendida —lo he escuchado así en diálogos de escritores— como una excentricidad prescindible: un capricho y nada más.
Pero, en la otra esquina, estas audacias verbales también han dado paso al entusiasmo y el elogio. Frente al adocenamiento de prosas sin relieve, Sada ofrece una expresión rica y plural, una facundia estilizada con la que el autor habría poblado el desierto de Coahuila en que creció. Y, antes que una bufonada, su escritura sería una vehemente declaración de soberanía lingüística del hispanoamericano ante la metrópoli peninsular, o del norteño ante los modos cortesanos de la capital del país.
Para Sada mismo, su estilo era menos relevante que otros aspectos de su narrativa, como su concepción de la trama. No era falsa modestia; si a Sada su estilo le parecía menos llamativo era porque no le implicaba una exigencia: su prosa rítmica era la deriva natural de su educación lingüística como lector, desde chamaco, de poesía española del Siglo de Oro. Vasto conocedor del romancero y la canción popular, Sada respiraba con métrica; tenía un oído genésicamente imantado con el habla viva.
Sada se colocó en la fila de los creadores que han amalgamado los veneros de lo popular y lo culto para conseguir una lengua intransferible, un sitio hospitalario en que la norma y la incorrección, la precisión del académico y la libre jerigonza del pueblo, lucen la misma dignidad artística. Como Cabrera Infante y Rulfo, Sada rompe con la diglosia del intelectual hispanoamericano señalada por Ángel Rama en La ciudad letrada: el divorcio entre el habla de todos los días y la esfera de las letras impresas no existe.
Aunque se dio a conocer con la novela corta Lampa vida (1980) y los cuentos de Un rato (1984) y Juguete de nadie (1985), su mayoría de edad literaria la alcanzó Sada con Albedrío (1989) y Registro de causantes (1992). Aquella, su segunda novela, narra la transformación en la vida de un niño que huye de su casa en un pueblo del norte para unirse a una tropa de húngaros. Registro de causantes, que también tiene como escenario el desierto coahuilense, es una compilación de cuentos en que nítidamente pueden revisarse los atributos de una peculiar voz narrativa.
No es rasgo menor que, salvo en dos casos menores, Sada se decanta en este libro, en un gesto ya definitivo, por la narración en tercera persona. Aunque podríamos añadirle el adjetivo “omnisciente”, este narrador se otorga licencias “impropias” de la ficción realista. Al tiempo que focaliza en la percepción alternada de distintas psicologías, el narrador se niega a la frialdad con que un Chéjov deja actuar a sus creaciones, para a cambio emitir juicios y especulaciones que no podrían ser adjudicados, con la excusa del discurso indirecto libre, al pensamiento de un solo personaje. Es decir: el narrador mismo tiende a la emisión de doxa. Esta vena, de raíz paremiológica, se encuentra ya confesada en los títulos, como el de su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, o el de varios relatos. Los textos tampoco se recusan a lo explicativo o hasta lo prescriptivo. “Cualquier altibajo”, que narra un curioso partido de beisbol, arranca con esta sugerencia: “Antes que nada, debería estar prohibido hacer juegos de ocho, diez, o más horas en época de verano”. Desde el estreñimiento realista preguntaríamos: ¿quién es este narrador que no sólo cuenta una historia sino que también lanza moralejas?
Esa voz es una construcción paródica; el humor en Sada se concentra menos en las situaciones que en la mirada como se consignan. Aunque no se niega a la caracterización —no es Dios Padre observando impasible sucesos y cataduras—, este narrador tiene un perfil no individual sino comunitario. Es un conjunto de voces superponiéndose, turnándose, a la manera de lo que registraría un micrófono abierto, promiscuo, ambulante en las calles de un pueblo. Hay destellos de un superyó sermoneando las decisiones personales, llamando a un sentido común conservador; todo esto se enarbola jocosamente. La burla aquí tiene un talante democrático: gobernantes y gobernados, adultos y niños, gordos y flacos, todos reciben algún epíteto sarcástico. Va quedando claro el carácter de este narrador: el de la carrilla. Es esta la costumbre norteña de la burla insistente, a menudo pesada, que busca aplacar los humos de parientes, amigos, vecinos. No hay una voluntad de juego nada más. A diferencia del espesor crítico en la sátira swiftiana, que se dirige del débil al poderoso, este narrador falsamente democrático hace manifiesto el cariz mezquino y envidioso de la carrilla, práctica que no se ahorra el rebajamiento por los rasgos físicos y que está muy pendiente de nivelar egos y voluntades hacia la medianía: que nadie destaque porque peor le irá. Y, así como todo y todos son susceptibles de recibir un varapalo, nada ni nadie ha de tornarse serio. En “Bahorrina”, el narrador delata con insensibilidad la “maña” de Diamantina, quien, ya en sus cuarentas, expresa un muy genuino anhelo: “—Reginaldo —dijo ella, titubeante, pero… Sí, con absoluto deseo y maña para pedir—. Dame un hijo, todavía puedo tenerlo…”.
Más que ver la carrilla como una guasa inocente, lo que la prosa de Sada acomete es un desnudamiento crítico: exhibe cómo todo narrador “omnisciente” no es en realidad extradiegético, no está fuera del marco de la ficción, sino que es una construcción interesada que en su falsa objetividad valida los prejuicios de una comunidad. No es, pues, la rareza de Sada un capricho: el narrador carrilludo aporta un registro de las formas retrógradas con que los destinos humanos han sido aprehendidos y reprendidos en las comunidades del norte de México.
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