Confabulario
Javier García-Galiano
Entre
las calles que Salvador Elizondo frecuentaba placenteramente se hallaba
la Calle de la Palma, en el centro del Distrito Federal mexicano, en
cuyas tiendas de armería solía detenerse cuando iba a El Colegio
Nacional –era un tirador certero–,
y la de Dolores, que puede identificarse con una forma algo
fantasmagórica de un barrio chino. Entre aquello que puede encontrarse
en sus tiendas, donde Elizondo compraba chamoy y té verde, hay unas
monedas con caracteres chinos que, entre otras cosas, sirven para
consultar el I Ching.
Ese libro legendario sigue importando un enigma. “Los mismos sinólogos
eruditos”, creía Carl Gustav Jung, “no entienden la aplicación práctica
del I Ching
y, por ende, han considerado ese libro como una colección de abtrusos
ensalmos mágicos”. Leibniz se asombró cuando descubrió que el
ordenamiento de los 64 hexagramas coincidía con el sistema numérico
binario que había propuesto en una teoría. Hay quien lo considera una
representación de la naturaleza y un tratado acerca de la relación del
Cielo, la Tierra y el hombre. Otros han descubierto un diccionario en
él. Algunos lo comprenden como un libro de sabiduría antigua. Muchos lo
buscan como un oráculo. Pero, como decía Jung, “cuando menos se piensa
en la teoría del I Ching, se duerme mejor”.
Hay que recordar que en el principio de Farabeuf
de Salvador Elizondo, “en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de
la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en
el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa.
Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y
produjeron un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, apenas
perceptible, que pudo haberse prestado a muchas confusiones. De hecho,
ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto”.
Entre otros, en ese acto podría adivinarse una de las formas de consultar el I Ching.
Elizondo, que escribió el prólogo para el primer intento de traducción
al español de la versión alemana de Richard Wilhelm hecha por Malke
Podlipsky, en 1969, sostenía que el sentido de ese libro, “por su
misteriosa ambigüedad, está imbricado con cualquier interpretación que
se haga de él”.
“Es por eso que el libro sólo se puede describir en los términos de las
dos escuelas rivales de interpretación: la ética, que lo concibe como
un libro de preceptos; o la mántica, que lo concibe como un libro
oracular”.
Joung Kuon Tae, que ha examinado en un libro La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín,
advierte que el dibujo de los más sutiles hexagramas establece el
principio de la dualidad del mundo y “la dualidad antagónica es una de
las principales preocupaciones en Farabeuf:
el Yin y el Yang, el Oriente y el Occidente, el recuerdo y el olvido,
la pregunta y la respuesta, el placer y el dolor, el instante y la
eternidad, el movimiento y la inmovilidad, la luz y la sombra”.
Cree asimismo que “geográficamente se podría dividir la esfera
terrestre por la doctrina del yin y el yang; el yang (principio
femenino) es el Oriente donde nace el sol, y el yin (principio
masculino) es el Occidente, donde se pone el sol”, y afirma que “existe
otra muestra de contraposición entre el Oriente y el Occidente en Farabeuf. Las prácticas adivinatorias de la Enfermera oponen las dos culturas, el I Ching
(oriente) y la ouija (occidente), mostradas como método de adivinación
complementarios”. Esa adivinación “no es una simple mención del texto,
sino la formulación del Chou I
como parte del relato (…) cualquiera que sea la interpretación de los
Kua que sacó la Enfermera, el destino final de la acción se dirige al
lector”. Farabeuf podría proponer también una adivinación que el lector va resolviendo con su lectura.
Carl Gustav Jung sostenía que la ciencia del I Ching “no reposa sobre el principio de casualidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado –porque no ha surgido entre nosotros– que he designado como principio de sincronicidad”. También los hechos que acaso ocurren en Farabeuf parecen casuales y pueden creerse ajenos y distantes, pero coinciden significativamente.
Elizondo comprendía que “dividimos la realidad en dos partes, pasado y
futuro, para juzgar un fenómeno presente actual: Llueve. Para el
pensamiento chino eso que nosotros hemos dividido en dos partes es
indiviso o infinitamente divisible”. Sabía asimismo que “los chinos no
se preguntan ¿qué es el mundo?, sino ¿cómo está en este instante el
mundo? El I Ching es la figuración verbal que sólo en el siglo 19 fue no verbal: la fotografía, en occidente”.
El origen de Farabeuf, se sabe, fue una fotografía de un suplicio chino llamado Leng T’che
que le mostró José de la Colina en una cafetería, luego de una de las
funciones del Cineclub del IFAL, contenida en el ejemplar de Las lágrimas de eros de George Bataille que acababa de comprar en la Librería Francesa.
Como el cultivo de una obsesión, Elizondo parece haber ido
transformando literariamente esa imagen. El lunes 4 de marzo de 1963
anotó en uno de sus cuadernos que estaba “madurando mi relato sobre el
supliciado de Pekín que ya había yo empezado pero que destruí. Creo que
ahora quedará mejor”. También el nombre cambió; en un principio se
llamaba Quimera y muchos años después de editarse con el nombre de Farabeuf, Elizondo renegaba del subtítulo: “La crónica de un instante”. En “Frankfurt-París”, uno de los textos que conforman el libro Estanquillo,
escribió que “en lo personal debo decir que como siempre me hacen la
misma pregunta ya tengo bien preparada la respuesta. Es una pregunta que
deriva del subtítulo estrictamente de promoción comercial, agregado al
título escueto de mi libro más conocido por sugerencia de su primer
editor. Después de casi treinta años apenas he conseguido suprimirlo de
la edición norteamericana que salió hace unos meses. Me pregunto que
irán a hacer los críticos cuando consiga suprimirlo totalmente”. Sin
embargo, en el manuscrito, exhibido recientemente en la muestra dedicada
a Farabeuf
en la sala Justino Fernández del Palacio de Bellas Artes en el Distrito
Federal, el subtítulo está escrito con la letra singular de Elizondo.
No creo que Salvador Elizondo se propusiera escribir un libro derivado del I Ching; adivino que al conjeturar literariamente acerca de la fotografía del supliciado de Pekín, sus conocimientos del I Ching, de los ideogramas chinos, del montaje cinematográfico, de la historia de China determinaron el entramado del libro.
En no pocas ocasiones, Elizondo confesó que había estudiado chino
porque su escritura procedía del principio del montaje. Había sido el
cinematógrafo el que le reveló ese principio que no dejó de fascinarlo.
En sus clases de “Teoría y crítica literaria” en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM, hablaba con placer del experimento
fílmico que atrevió Lev Vladimirovich Koulechov en los años veinte, en
el cual aparecía el rostro inexpresivo del actor Mosjoukine, al cual le
introducía imágenes varias: una vela, un plato de sopa humeante, una
mujer desnuda, las cuales parecían conferirle diversas expresiones a ese
rostro: de circunspección, de gula, de lujuria… También se interesó por
la fotografía de Lászlo Moholy-Nagy y había estudiado las teorías de
Serguei Eisenstein. Cuando se ensayaba como pintor, Elizondo creía que
esa estética proponía ciertos principios de montaje que permitirían
instaurar una disciplina pictórica más rigurosa. “Largo tiempo trabajé
en esa dirección”, escribió en su autobiografía precoz, “sin conseguir
apresar el objetivo que me había propuesto. Al fin de cuentas sólo
conseguí pintar un cuadro en el que había yo incorporado las ideas que
de una manera muy simplista expresaban los rudimentos del principio de
montaje tal y como el propio Eisenstein lo había aplicado en el cine
unos veinticinco años antes que entonces. Muchos años después, cuando
emprendí el aprendizaje de la escritura china, caí en la cuenta de que
los chinos habían conseguido, en su estructura de sus caracteres
ideográficos, exactamente los mismos resultados que Eisenstein en sus
películas, dos mil años antes”.
En 1965, el año en el que Joaquín Mortiz editó Farabeuf, Elizondo empezó en San Francisco la traducción de un pequeño volumen que había comprado en la librería City Lights: Los caracteres de la escritura china como medio poético
de Ernest Fenollosa. Vivía entonces “en la única ciudad del litoral
occidental en la que el espíritu y la presencia del Oriente son más
manifiestos que en ninguna otra de nuestro continente”. No era mucho lo
que sabía acerca de Fenollosa, y lo poco que sabía procedía casi todo de
los textos críticos de Ezra Pound: que, como George Santayana,
pertenecía a una familia valenciana aclimatada en Boston, que había
ocupado distintos cargos en la administración de las artes en Japón, que
murió siendo curator
de las antigüedades orientales del Museo de Boston, que era autor de
una monumental historia del arte oriental y de innumerables trabajos
monográficos sobre cuestiones de literatura orientales, que era “tal
vez, el único hombre al que Pound admiró sin reservas durante toda su
vida”.
En ese pequeño volumen, Fenollosa examina algunos de los principios de
la escritura china, cuyos caracteres “son imágenes taquigráficas de
acciones o procesos”. Como ejemplo refiere que el ideograma que
significa “hablar” es una boca de la que salen dos palabras y una llama.
El signo para “crecer con dificultad” es pasto con la raíz torcida.
En Farabeuf se asiste también a “la dramatización de un ideograma” que “es el número seis y se pronuncia liú.
La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del
supliciado y también la forma de una estrella de mar”. Quizá por eso
parece una escritura perpetua, que no tiene principio ni fin, que
empieza donde termina –¿recuerdas?…– y que no ocurre sucesivamente, sino en sincronía, como el I Ching; se trata de “imágenes que permanentemente se transforman”.
Entre los libros de escritura china como The Chinese Language de R. G. D. Forrest, How to study and write Chinese Characters de Walter Simon, The Six Scripts of the Principles of Chinese Writing de Sai Tung o The Thousand Character Classic
de Ch’ien Wen, de los diccionarios de Walter Hilier y de Walter Simon
que Elizondo atesoraba, hubiera podido encontrarse el libro que alguien
dejó olvidado en la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon “y
entre cuyas páginas amarillas encontraste dos cartas; una que describía
un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario
lujoso y otra, redactada febrilmente, un borrador tal vez, muchas de
cuyas líneas eran ilegibles y que hablaba de una curiosa ceremonia
oriental y proponía, al destinatario, un plan inquietante para conseguir
la canonización de un asesino… ¿recuerdas ese libro?”
“Aspects Médicaux de la Torture Chinoise… Précis sur la Psychologie… no, Physiologie… y luego decía algo así como: renseignements pris sur place a Pekin pendant la revolte des Chinois en 1900… el autor era H. L. Farabeuf… avec planches et photographies hors texte… Esto es lo que yo recuerdo…”
Las alusiones en Farabeuf
no responden a un capricho, sino que importan más que sugerencias
significativas que van urdiendo la escritura. La rebelión de los Boxers,
esa sociedad secreta de campesinos nacionalistas que se oponían a la
invasión extranjera y a los misioneros occidentales, también la
conforma; “el suplicio llamado Leng T’che
figurado en esa fotografía, empleada como imagen afrodisiaca por el
hombre en la mujer, fue realizado, según un viejo ejemplar del North China Daily News, encontrado en un desván de la casa y empleado para proteger el parquet en
esa tarde lluviosa, el 29 de enero de 1901, época en que las potencias
extranjeras habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa
nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales
después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers…
Un manual de uso común en las escuelas de medicina de Francia le deparó
a Elizondo un personaje conjetural; me refiero, por supuesto, al Précis de Manuel opératoire
de Louis Hubert Farabeuf. Ese médico decimonónico, sus lecciones
legendarias en el anfiteatro que actualmente tiene su nombre, sus
métodos operatorios, sus teorías acerca de la amputación, su
instrumental quirúrgico prevalecen imaginariamente como algo semejante a
un mito incipiente que adquiere diversas formas posibles, y las láminas
ilustrativas de su manual operatorio conforman visualmente la escritura
del libro atendiendo los principios del montaje que lo componen.
En una entrevista, Salvador Elizondo les confesó a Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas que “las explicaciones de Farabeuf
las estoy formulando y todavía no las acabo de crear a estas alturas.
Cada vez que me preguntan invento una. La que más uso es la del montaje,
pero tengo también una generada por la filosofía de Bataille (que se me
ha atribuido mucho sin ser cierto); de otro modo también hablo de lo
histórico, geográfico, pictórico, fotográfico, etcétera. La explicación
con la que me quedaría finalmente es la del montaje, el intento de
aplicar el principio de montaje a la composición literaria. Creo que
esto satisfaría la mayor parte de las preguntas que se podrían hacer
acerca de en qué consiste el método Farabeuf, pero puedo agregar muchas interpretaciones más”.
Quizá se trató también de una pista falsa, pero una noche en su casa de
Coyoacán, luego de una de nuestras comidas acostumbradas que derivaban
en largas conversaciones, Salvador Elizondo me alargó un volumen
diciéndome: “Aquí está el origen de todo…” Era un libro mítico: Psychopatia Sexualis de Richard von Krafft-Ebing.
“Se diría que toda nuestra vida interior está dominada por nuestras obsesiones”, escribió en Camera lucida,
“y sin embargo, al cabo de la vida exterior, éstas son sólo unas
cuantas y de escasa y fugaz potencia”; entre las obsesiones perdurables
que reconocía en él se hallaban la torre de marfil en medio de la isla
desierta, la Legión Extranjera y el teatro hipnagógico del
Struwwelpeter.
En “Invocación y evocación de la infancia”, uno de los textos que conforman Cuaderno de escritura, Elizondo recordaba ese pequeño libro alemán para niños del doctor Heinrich Hoffmann. “El libro se intitula Der Srtruwwelpeter, título
que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta
cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al
Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido
abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que
alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco
centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo,
sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual
se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos
para recreo de los chiquitines”.
Para Elizondo, “una de las más impresionantes de esas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo.
Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse
el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se
lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo
primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente
ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los
dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado
llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es
fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse
los dedos”.
Ese parece ser irónicamente el libro que, en el Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf,
la Enfermera, además de los pequeños folletos del doctor Farabeuf,
ofrece diciendo: “‘…o este entretenido libro de imágenes para los
niños’. Era un libro con pastas de cartón. La Enfermera lo mostraba
abierto en las páginas centrales. No he podido olvidar una de aquellas
imágenes. Representaba a un niño a quien le habían sido cortados los
pulgares. Las manos le sangraban y a sus pies se formaban dos pequeños
charcos de sangre. Afuera de aquella casa en la que estaba el niño
mutilado estaba lloviendo. Esto es una intuición inexplicable porque no
había ningún indicio dentro del grabado que hiciera suponerlo con
certeza. Sólo, quizá, el hecho de que en un grabado contiguo aparecía
una mujer con un paraguas”.
Se trata asimismo de un recuerdo que, como otros recuerdos, no deja de
repetirse variablemente: “Pero tu recuerdas otra imagen, una imagen más
remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que vive,
tal vez en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes.
Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de
un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia
enorme, como esta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de
sangre. (Alguien debía haber extendido unos periódicos viejos para que
no se manchara el parquet)
y escuchas, mientras evocas esta imagen, una voz que dice ‘…por
chuparse los dedos, vino el sastre y se los cortó con grandes tijeras…’ y
esa voz se repite como un disco rayado. Afuera llueve porque la mujer
que te cuenta esta historia lleva un paraguas. Llueve y se repite algo
como ahora. Llueve y se repite, se repite y llueve y se repite y
llueve”.
Llueve también cuando el doctor Farabeuf traspone el umbral de la casa
marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon, llueve cuando una mosca
golpea contra el cristal de la ventana, en el vaho de cuyos vidrios
alguien ha dibujado el ideograma liú, llueve el 29 de enero de 1901 en Pekín cuando se ejecuta el suplicio llamado Leng T’che, llueve cuando la Enfermera consulta el I Ching, el cual para Salvador Elizondo puede ser asimismo “un manual de caligrafía
“Un manual de economía política
“Un manual de crimatística
“Un manual de economía doméstica
“Un manual de economía agrícola y comercial
“Un manual de retórica
“Un manual calendárico
“Un manual de que se trata de un juego
“La más interesante que este texto propone”.
*Foto: Salvador Elizondo destinó
muchas horas a trazar ejercicios caligráficos en sus cuadernos de notas,
e incluso en las guardas de los ejemplares de su biblioteca.
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