Nexos
Jesús Silva-Herzog Márquez
En su número 207 la revista Proceso se entrega al juego de la sucesión presidencial. Falta año y medio para la elección del 82 pero la revista se entretiene con las especulaciones del momento. El destape que viene será como todos los previos. Empresarios y corporaciones sindicales dibujan el retrato de su deseado. El siniestro comandante de la policía capitalina, Arturo Durazo, viaja a Estados Unidos y recibe elogios de la policía de Washington. En la página 35 de la revista José Emilio Pacheco escribe de Francisco de Quevedo. Debería decir, más bien, que José Emilio Pacheco escribe otra vez de Francisco de Quevedo. Es el fin de la serie, advierte el poeta como si suplicara comprensión a sus editores. Había publicado ya tres textos largos sobre Quevedo por sus cuatro siglos. Después de un paréntesis para celebrar el Nobel a Milosz, Pacheco entregaba un cuarto ensayo, dedicado a su prosa política y moral. Así empezaba su inventario:
¡Otro artículo sobre Quevedo! Es antiperiodístico. Es evasivo. Realmente no vale la pena. ¿Qué tiene que ver con México? ¿Usted cree que a un campesino de Chiapas le interesa Quevedo, cree que puede entenderlo?
Pacheco recoge el rumor de la redacción para advertir la arrogancia de cierto populismo. Se trata, en realidad, de un elitismo que se pretende representante de los intereses del campesino chiapaneco, cuidándolo de lo que sería incapaz de apreciar. La gran literatura, la poesía de los clásicos, la percepción de los meditadores no es para todos. La cultura es para pocos; el entretenimiento para el resto. En defensa de su apunte, José Emilio Pacheco enlista las razones por las cuales ha de recordarse a Quevedo en un semanario de denuncia.
En primer lugar, la literatura española pertenece a los mexicanos no menos que a los salmantinos. Cada uno de nosotros la heredó con la lengua que nos enseñaron en la cuna. […] En segundo lugar, Quevedo es el mejor antídoto contra el sentimiento de inferioridad que nuestros amos nos han hecho interiorizar. Después de leerlo con un mínimo de atención, nadie pensará que el castellano es un idioma de segunda. Si queda alguna duda, que lea las traducciones de Quevedo o intente trasladarlo a otro lenguaje.Por último, la historia no se repite y sería insensato pretender que nuestra situación es análoga a la del imperio español en sus amenes y postrimerías magistralmente descritas por Quevedo. Pero su experiencia vivida no nos resulta del todo extraña si pensamos en que vivió en un país al que finalmente destruyó nuestra vieja amiga la inflación; que exportaba los frutos del subsuelo colonial y en cambio importaba todo lo demás. Una España en que no había cosa que no estuviera en venta ni pudiese conseguirse mediante el soborno. Aún nadie lo llamaba “mordida” pero ya se le conocía en todo el orbe por el nombre de “unto de México”. Un país en que la miseria y el hambre eran el marco andrajoso del lujo y el consumo suntuario de aquellos empeñados en enriquecerse aun al precio de acabar con el suelo que pisaban. El ocio era producto del desempleo y la falta de educación. Cada ministro resultaba más inepto y voraz que el anterior. El siglo de Quevedo, como el nuestro, fue —hubiese dicho Musset— “un mal momento”.
José Emilio Pacheco también quería el latín para las izquierdas y no sólo para ellas. La hazaña de su trabajo periodístico es la terquedad con la que remó contra la corriente de nuestro tiempo. Inventario fue un milagro del periodismo mexicano. Recorrer los cientos y cientos de páginas publicadas primero en Excélsior y luego en Proceso es contemplar una de la creaciones culturales más imponentes de nuestra era. No es un viejo edificio en ruinas, un palacio magnífico pero deshecho sino por el contrario, adentrarse en una casa impecable. Habitable por su trazo y por su vitalidad. Por la diversidad de sus espacios, por la variedad de tono: un sitio para la nostalgia y para el juego, una recámara de placeres y tristezas, un comedor para la conversación, el chisme, la risa.
En su columna se encuentra la mejor prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato es iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Pacheco rescata en algún momento una extraña defensa de los clásicos. No proviene de Vasconcelos repartiendo sus libros en el monte sino de Harry Truman en la Casa Blanca. Un colaborador lo descubrió un día leyendo Los doce césares, de Suetonio. ¿Por qué lee usted esa antigualla?, le preguntó. “¿Sabe usted por qué leo a Suetonio? Para saber qué está pasando aquí en Washington”. La historia como ventana al presente.
Las lecturas de Pacheco nos acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia. Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Suetonio puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente una carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de la constancia periodística de Pacheco? Anhelo de perfección, fe en la palabra: esperanza en un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
Octavio Paz leyó cada poema de José Emilio Pacheco como un “homenaje al No”. En su poesía, el tiempo es “agente de la destrucción universal”, la historia, un “paisaje de ruinas”. A medianoche, a la mitad del siglo, escribe Pacheco en las primeras líneas recogidas en su poemario más completo
Todo es el huracán y el viento en fuga.
Todo nos interroga y recrimina.
Pero nada responde,
nada persiste contra el fluir del día.
El poeta metafísico pregunta: ¿qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un huerto líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.Pisamos huesos,
sangre seca, restos,
invisibles heridas.El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo”, dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la barriga de un niño, el terremoto que convierte al suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El poeta mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas.
Somos habitantes de lo efímero. Nada permanece. En El reposo del fuego puede leerse esto:
Miro sin comprender, busco el sentido
de estos hechos brutales.
De repente
Oigo latir el fondo del espacio,
La eternidad gastándose.
Y contemplo
La insolencia feliz con que la lluvia
Ahoga este minuto y encarniza
Su plural mordedura contra el aire.
La eternidad se gasta. Pacheco no nombra el instante como atisbo de infinito sino como certificado de lo fugaz. Todo se escurre como lo entendía el propio Quevedo al rendir homenaje a Roma: ha muerto lo que era firme y solamente “lo fugitivo permanece y dura”. Un poema de Irás y no volverás lo advierte claramente:
Mi único tema es lo que ya no está.
Sólo parezco hablar de lo perdido.
Mi punzante estribillo es nunca más.
Y sin embargo, amo este cambio perpetuo,
este variar segundo tras segundo,
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra.
Ese ir muriendo que es la vida reside precisamente en las tres palabras que ocupan el centro de su contraelegía: “Y sin embargo”. En Pacheco se destila la profunda sabiduría del pesimista: a pesar de todo esto amo, vivo, somos. Acariciar la fugacidad. El inventario le regala al crítico la oportunidad de hablar también de lo que no se pierde, de lo perdurable. No es extraño que “Alta traición”, su poema más popular, tenga esa misma marca en el centro: la afirmación de un pero.
Vayamos de nuevo a sus reflexiones sobre Quevedo para encontrar las claves de su trabajo periodístico.
Quevedo es negatividad en estado puro. Todo en él resulta congoja, desengaño, pesadumbre, podredumbre, fracaso. Al desastre sin término opone la carcajada sarcástica, el gargajo en el rostro de la belleza. Observa a la humanidad como cortejo fúnebre del hampa. Nos ve como la parodia ridícula y ridiculizable de lo que creemos ser. Llevamos máscaras intangibles y tangibles —afeites, pelucas, tintes— para no vernos y para que no nos vean como lo que somos. Nuestras buenas cualidades nacen del egoísmo y la conveniencia. Existen mientras no tenemos oportunidad de sacar las uñas y las garras. La vida es humillación insaciable. Carniceros de hoy, reses de mañana, representamos la obra caricaturesca de una deidad satánica que creó el infierno a imagen y semejanza de nuestra convivencia. Como en Hobbes, en Quevedo la vida es breve, brutal, siniestra. Para él no existe ninguna esperanza. Quevedo tiene la imaginación del desastre.1
El lector se observa en el clásico de los cuatro siglos. Sabe que los carniceros de hoy serán las reses de mañana. Pero la negatividad del poeta mexicano no es, aunque parezca, absoluta. Si la burla acude al rescate de Quevedo, poesía e historia compensan el pesimismo de Pacheco. No lo contrapesan porque le ofrezcan ilusión. Lo que le entregan es una discreta confianza en la memoria y el entendimiento. ¿De qué otra manera pueden leerse sus inventarios sino como uno de los mejores testimonios de la esperanza mexicana en nuestro tiempo?
Pacheco hizo suya la pregunta de Milan Kundera: ¿Qué sabríamos del amor si no fuera por la novela? La historia que rehacía semana tras semana con los aires de la imaginación, las lecturas que compartía con sus lectores en la prensa periódica son una apuesta de comunicación, es decir, confianza en la palabra, la imaginación, el recuerdo. La lucha contra el olvido no le parecía menos importante que la lucha contra la miseria. La ignorancia era, más que falta de ciencia, incapacidad de sentir la emoción del otro. Como Malraux, Pacheco “vio en el arte nuestra única posibilidad de exorcizar la nada y la muerte”.2
Baúlmundo fue otro nombre que llevó la columna de JEP, antes de que se estableciera como inventario. Eso son sus trabajos de periodismo cultural: el cofre que contiene un planeta. Abrirlo es encontrarse reseñas trabajadas como obra de arte que, a la manera de Auden, encuentran pertinencia y sentido polémico; reconstrucciones de una historia que por remota que parezca resulta más viva que el presente mismo; libretas de apuntes sueltos, bosquejo de poemas y traducciones; perfiles de escritores laureados; piezas de imaginación que funden hecho y fantasía; crónicas, mina de aforismos, parodias. Pasaporte de actualidad literaria, aviso de publicaciones recientes, registro de efemérides y de debates. Cuaderno de etimologías, sabroso anecdotario. Inventario: relación de pertenencias que es, ante todo, repertorio de la imaginación.
Escritura evasiva, antiperiodística, le lanzaron algunos. Pero los inventarios no son fuga del presente. Por el contrario, aparecen como el enfoque que la memoria ofrece a la actualidad, la hondura con que la poesía esclarece la circunstancia. Para explicar el medievalismo del ayatola Jomeni que ha condenado a muerte a un novelista por el crimen de escribir, Pacheco advierte a sus lectores mexicanos: el ayatola tiene la misma edad que don Fidel Velázquez. El cronista viaja por el metro de la ciudad de México y escucha:
—¿Viste? Tiraron todas las estatuas de Lenin.
—¿Y ese quién es?
—John Lenin, el Beatle que mataron en Nueva York.
El hombre de las letras le recuerda a los demagogos y a los entretenedores que no hay mucho nuevo bajo el sol. Que mirar lo que tenemos frente a la nariz requiere a veces entender lo más remoto. En el pasado hay advertencias, en la imaginación explicaciones. En el año del bicentenario, Pacheco recordaba aquel famoso apunte de Walter Benjamin sobre el cuadro de Paul Klee: el ángel de la historia sabe que el pasado no es amontonamiento de hechos sin sentido. “En lo que para nosotros es una cadena de datos, él ve una catástrofe que amontona incansablemente ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies”.3 Todo se relaciona con todo. Esa sensibilidad histórica ofrece sentido, aunque sea trágico, al presente. La historia de lo remoto, la poesía antigua y distante no son escapes sino incisiones en la circunstancia. Traducir, o como lo veía él mismo, aproximarse a la poesía de los griegos es colocarle pie de foto al México espeluznante. Leer, por ejemplo, a Arquías de Macedonia:
Por los niños que vienen al mundo
Se duelen los tracios.
Y, en contraste, celebran la muerte.
Porque sufren los vivos el mal
y el dolor no conocen los muertos.
O a Teognis:
Nadie
En el país de la injusticia
Nadie
Puede sentirse a salvo.
O Alceo:
La miseria es el peor agravio que
Puedes
Hacerle a un pueblo.
Y es más terrible
Cuando se une a su hermana:
La impotencia.
Manifiesto contra la propiedad privada de la tradición literaria, su columna es prácticamente anónima, firmada escuetamente con sus siglas. A la primera persona del singular JEP llama simplemente “este redactor.” Siguiendo la lección de Borges y Max Aub, creyó que la mejor manera de agradecer lo leído y de disculparse por los robos inadvertidos era escribir textos propios y atribuirlos a autores imaginarios. La imaginación está siempre presente en su columna. El pasado no se recupera, se reinventa. Cuenta Pacheco, por ejemplo, la llegada de Federico García Lorca a México y la desfiguración de sus libretos convertidos en melodramas en los que participaban Cantinflas y Lola Flores. No faltaría el lector que escribiera a la redacción de Proceso para denunciar las inexactitudes del misterioso redactor. También construye una historia alternativa. León Toral tiene mal tino y no consigue matar a Obregón. No habría nacido el PRI, dice Pacheco, pero habríamos padecido al PRO: Partido Revolucionario Obregonista. En 1947 se imprimirían millones de ejemplares de un libro: Versos y pensamientos del general Obregón, y se repartiría gratuitamente en escuelas, fábricas y oficinas públicas. La rebelión de los licenciados sería reprimida en 1950. José Vasconcelos y sus seguidores de izquierda, entre los cuales destacarían Miguel Alemán y Adolfo López Mateos serían ejecutados. Jean Paul Sartre habría denunciado en 1951 la tiranía esclerótica de Obregón. Y a su muerte en 1968, se iniciaría un periodo turbulento de la historia mexicana. La historia se bifurca… para llegar al mismo sitio.
“Qué bonito va a ser México cuando acaben de destruirlo”, dice en algún momento reaccionando tal vez a los ejes viales o al levantamiento de Perisur. El apocalíptico, sin embargo, es un escritor sutil. La conciencia del desastre lo previno no solamente frente a la ilusión ideológica sino también contra las trampas de la simplificación. Escéptico aconsejó:
De quien te dice: tengo miedo
No dudes.
De quien te dice que no duda
Ten miedo.
En su traducción de los cuartetos de T.S. Eliot puede ubicarse la convicción de la que nacen su poesía y su periodismo: su no y su sin embargo:
….—pero no hay competencia:
sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
y encontrado y perdido una vez y otra vez
y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida:
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.
Sólo el intento existe.
Participación en la mesa “Ensayo, periodismo, inventario”, Homenaje a José Emilio Pacheco en El Colegio Nacional, 30 de junio de 2015.
1 “Cuatro siglos de Quevedo”, Proceso, núm. 203, 22 de septiembre de 1980.
2 “Malraux o la tentación de Occidente”, Proceso, núm. 5, 6 de diciembre de 1976.
3 La cita aparece en “Vargas Llosa y el sueño del celta”, Proceso, 7 de noviembre de 2010.
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