lunes, 3 de agosto de 2015

El cometa Sainz

Agosto/2015
Nexos
Ángeles Mastretta

Hay quien nos marca para siempre, aunque sólo cruce por nuestra vida, con su luz y su cauda, por un rato. Gustavo Sainz tenía ese don. Entraba con naturalidad a la vida de sus alumnos para encontrarlos a mitad del camino. No había que ir a buscarlo, era pródigo y contagiaba sus pasiones sin alardear. Dándonos clases de redacción periodística, lo que hizo fue descubrirnos un mundo custodiado por las palabras. Y libre de todo lo demás.
Claro, él no hubiera dicho nunca que eso se preponía, le hubiera parecido grandilocuente y presuntuoso, sin embargo consiguió implantar semejante convicción entre nosotros. Cosa de querer algo con todas nuestras ganas, para que el viento y la marea estuvieran a favor. A veces, aún antes de atrevernos a desearlo, Gustavo ya estaba asegurándose de que nos sucediera. Y hablo en plural porque fuimos muchos los privilegiados por su vehemencia y su temeridad.
“Lo que pasa es que tú eres escritora. ¿Por qué estás estudiando periodismo, si a ti lo que se te da es la ficción?”.
Me soltó semejante conjetura al terminar la clase de doce a dos, en un recinto de la  Facultad de Ciencias Políticas. Mi gran mónada. Resguardo en el que yo cursaba el quinto semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación. No se me olvida ese momento. Para mí, la UNAM era una feria de cosas inauditas. Era la inmensidad. Y la fortuna. Sólo eso necesitaba, pero el profesor Sainz me estaba proponiendo todavía más. Impensable. Le expliqué en diez frases todas esas cosas de las que ya he hablado hasta el cansancio. Yo había llegado a la ciudad de México poco antes de mi primer encuentro con la orfandad, en Puebla, ahora mi territorio legendario, pero entonces el corral del que huí tras cambiar dos veces de carrera. Contando como la primera, lo que debía ser un buen matrimonio. Así que ya no quedaba más que terminar la de periodismo y encontrar un trabajo cuanto antes. Si por mí fuera en ese instante.
—¿Quieres trabajar? —preguntó.
—Yo te doy trabajo —dijo como si fuera el genio salido de una lámpara.
Una semana después me había convertido, por obra y gracia de su buena voluntad y mi inconciencia, en la subdirectora de la revista Siete. Una publicación que, como parte de la fiebre de los setenta, la SEP había creado para completar su proyecto editorial.
¿De dónde pudo sacar Gustavo que  yo debía ser escritora? De que cuando nos dejó hacer una entrevista con un personaje elegido a voluntad, yo entrevisté a Carlos Hank González, el distante gobernador del Estado de México. Describí con cuidado sus modos, las alfombras de su oficina, los trabajos que había pasado para conseguir que me recibiera y las elocuentes respuestas que él fue dando. Todo eso entre  un viernes y un lunes. Por supuesto Gustavo, que sabía de inventar y de gazapos, adivinó que semejante encuentro no podía ser verdad. Y me lo dijo tras devolver calificadas las otras tareas y quedarse con la mía sobre el escritorio, como una amenaza. 
Me podría haber corrido de su clase, podía enojarse, pero en lugar de eso tuvo a bien invitarme a una oficina, eso sí, algo mugrosa, en la calle de Bucareli, dentro de un edificio de tres pisos: una estancia de cinco por cinco con dos escritorios, una máquina de escribir y una mesa para dibujar, pegar, cortar y elegir fotos, en donde se instaló la radiante redacción de Siete. Ahí, a una cuadra del lugar en que él dirigía, también, la revista Claudia. Porque Sainz era un malabarista y a su circo invitaba a sus alumnos como quien llama al público a participar en la función. Así que varios fuimos, junto con él y su osadía, lo mismo trapecistas que levantadores de carpas, reporteros que traductores y cronistas. Nimiedades aparte: lectores.
Sainz tenía reverencia por los libros y por quienes los hacían posibles. Una suerte de fe para quienes estábamos perdiendo la esperanza en el más allá y necesitábamos por caridad que alguien nos acercara a la fantasía. De todo leí en eso años vehementes y despabilados. Sainz visitaba cuanta librería le quedara cerca o lejos. Y nos llevaba a fisgonear bajo la protección que nos daba ir con un comprador serio. Muchas veces fui con él a ver a Polo Duarte, quizás el último minucioso librero mexicano, a su tienda de obras escogidas en el número 17 de la calle Hidalgo. Luego cruzábamos la Alameda hasta llegar a una librería que quedaba en el pasaje del Prado, otro de los desamparados lugares que el temblor del 85 sólo dejó a salvo en nuestra memoria. Ahí abajo, Sainz era aún más loco que a ras de tierra. Iba poniendo en el mostrador dos, cinco, siete, doce libros por visita. Todo mientras yo miraba de lejos el tomo negro de Rayuela, puesto a resguardo de la codicia joven en un estante muy arriba. Costaba cuarenta pesos. Yo ganaba mil quinientos, pero mil eran de cooperación a la casa y el diez por ciento de lo restante no podía gastarlo de golpe.
Leía a saltos, siguiendo el rastro de Gustavo. Sin más rigor que la curiosidad y el presupuesto. Leí Sodoma y Gomorra, el tomo cuarto de En busca del tiempo perdidocuando el primero lo vine a comprar como quince años después. Ni decir que el asunto de la memoria asociada a la magdalena lo recuerdo mejor de oídas que de verdad. Eso sí, Balzac era baratísimo y apasionante. Mejor aún mezclado con el ruido del camión Insurgentes-Bellas Artes saliendo de la terminal de la UNAM hasta llegar al cruce con Reforma y un poco adelante, desde donde yo caminaba a Bucareli. De ida entre tiendas de garnachas y puestos desordenados. De regreso por una calle oscura de la que muchas veces me libré pidiendo aventón. Si  hoy tuviera que hacer tal recorrido, me tendrían que dejar en la Gayosso de Sullivan. Pero entonces el tiempo era largo y alcanzaba tanto que hasta conseguí escribir un proyecto de novela para pedir la beca al Centro Mexicano de Escritores.  Por supuesto empujada por Sainz que todo lo creía posible. Y me dieron la beca. Todavía no me repongo de tal susto. Pasaron diez años entre aquel y ese en el que me atreví a entregar los originales de Arráncame la vida. Una historia que nada tenía que ver con la que intenté escribir hasta quedarme muda entre mis condiscípulos, José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, Francisco Serrano y Carlos Montemayor. Bajo la férula de nuestros maestros, don Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo. De sólo escribir sus nombres me congelo.
Por fortuna existía Gustavo con sus dientes grandes y su sonrisa de conejo atenuando mis desengaños. Nunca pude enderezar la novela que hubiera contado la pequeña historia de una joven que deja la provincia con sus leyendas para vivir en la capital, nueva leyenda plena de promesas, incluidas, entre tantas, desde el abandono de la virginidad, con sus consiguientes altibajos, hasta el descubrimiento de que el amor no siempre es una idea bonita, con sus consiguientes riesgos y glorias. No era fácil ordenarla, y menos si sus capítulos tenía yo que leerlos frente al auditorio de hombres escépticos que he nombrado antes con temor. De todos, sólo Rulfo me tuvo compasión, no porque me considerara ningún talento por descubrir, sino, creo, porque no lo molestaba ni pidiéndole sus opiniones, ni confiando en las voces de sus muertos. 
—A mí me gusta lo que escribió María de los Ángeles —dijo una vez, como si no dijera nada. Y nada dijo. Don Panchito Monterde calificó de buena mi ortografía, y Salvador Elizondo consideró que todo lo por mí escrito era una tontera, mala copia del monólogo de Molly Bloom en el Ulises. Mis pares atesoraron un prudente silencio. Yo me pregunté ¿quién sería Joyce? A partir de ese día no volví a entregar nada a ninguna de todas las sesiones que faltaban. En mi defensa he de decir que a nadie le fue menos mal que a mí.
Por fortuna estaba Sainz muriéndose de risa. Recogió una de aquellas entregas y se la llevó a Víctor Sandoval que la publicó en la Revista de Bellas Artes. Fue por esas épocas que decidió invertir su escaso patrimonio en dos revistas: Eclipse y Audacia. Las dos duraron sólo tres meses. No hubo para más. Todo le parecía novedad y juego. Sin duda sus libros, los de José Agustín y el de Parménides García Saldaña. Pero también los que un día, según su promesa y salvaguardia, escribiríamos nosotros. Mucho antes de oír de ella, Sainz me enseño a creer en la realidad virtual. Y sin hablar jamás del feminismo, con la soltura de quien ya está en otra parte, Sainz nos dio a mí, a Conchita Ortega, a Anamari Gomís, a Vilma Fuentes  y de seguro a otras tantas la capacidad de ni pensar en que la lidia con el sexo opuesto contrariaba nuestra obligación de jugárnosla como iguales. No importaba el éxito, importaba ir viviendo como si en él viviéramos. Gazapos hay en todas partes: yerros, deslices, traspiés, camándulas, contrariedades, pero para el profesor Sainz la libertad y el arrojo eran un placer que nos legó como un juramento: queríamos escribir. Escribiríamos.

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