Confabulario
Vicente Alfonso
Primer volumen de una trilogía que nunca llegó a completarse, Vivir para contarla abre las memorias de Gabriel García Márquez. Con 579 páginas, el libro funciona como Piedra de Rosetta para desentrañar su obra novelística y también para sustentar una afirmación que hizo muchas veces: que en el fondo fue siempre un periodista. “Creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre”, sostiene en la página 315.
No es casualidad que el colombiano comience a relatar su vida con el momento en que su madre le pidió que le acompañara a vender la antigua casa familiar que llevaba años abandonada. De acuerdo con el autorretrato que traza en esas páginas, Gabriel José de la Concordia García Márquez era un joven de veintidós años que leía desaforadamente, que había desertado de la Facultad de Derecho y que por la libre había leído “todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de novelar”. Sobrevivía con la paga que recibía en El Heraldo, “que era casi menos que nada”, y había publicado seis cuentos en suplementos de periódicos.
Poco después del viaje con su madre, el joven reportero escribió: “Cuando Aureliano Buendía regresó al pueblo, la guerra civil había terminado. Tal vez al nuevo coronel no le quedaba nada del áspero peregrinaje. Le quedaba apenas el título militar y una vaga inconsciencia de su desastre. Pero le quedaba también la mitad de la muerte del último Buendía y una ración entera de hambre. Le quedaba la nostalgia de la domesticidad y el deseo de tener una casa tranquila, apacible, sin guerra, que tuviera un quicio alto para el sol y una hamaca en el patio, entre dos horcones (…) entre las cenizas donde estuvo el patio de atrás reverdecía aún el almendro como un cristo entre los escombros, junto al cuartito de madera del excusado”.
A pesar de la alusión al coronel Aureliano Buendía, a la casa y al almendro en el centro del patio, las líneas anteriores no pertenecen a Cien años de soledad, sino a “La casa de los Buendía (apuntes para una novela)”, colaboración periodística que apareció firmada por Gabriel García Márquez el 3 de abril de 1950 (Textos Costeños. Obra periodística 1 1948-1952 Ed. Diana. 2003. pp. 702-703). Faltaban diecisiete años para que viera la luz su novela más emblemática, pero ya el universo de Macondo tomaba forma en la libreta del reportero.
Además del recuento de los años de formación de uno de los más grandes escritores de nuestra lengua, Vivir para contarla es una bitácora de los sucesos más relevantes ocurridos en nuestro continente desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, y es en sí mismo una lectura placentera. Pero es al realizar un contrapunto entre la autobiografía, las notas periodísticas y las novelas como este volumen muestra que, en el caso de García Márquez, periodista y escritor fueron inseparables: si bien el germen de Cien años de soledad está en la obra periodística, también resulta evidente que su impecable olfato de reportero hubiera sido imposible sin las astucias de la literatura.
Sin previo aviso, García Márquez incrusta párrafos de sus novelas en el torrente de sus memorias. Cito la página 11, donde cuenta su impresión al volver a Aracataca en aquel viaje con su madre: “Lo recordaba como era: un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos…”.
De la misma manera desfilan por este volumen decenas de párrafos que describen situaciones y personajes plenamente identificables en su obra, desde las parrandas juveniles de Ojos de perro azul hasta los enigmas cotidianos que encontraba en su empleo como reportero.
Si diecisiete años parecen muchos para fraguar Cien años de Soledad, este volumen de memorias nos revela que Gabo necesitó casi medio siglo para transformar “en una novela romántica con implicaciones siniestras” la orden de trabajo que recibió cuando era todavía un joven aprendiz de reportero (Del amor y otros demonios).
Pero es al hablar de la carpintería de otra de sus novelas que García Márquez nos confirma que, en el fondo, sus novelas son reportajes publicados a destiempo. En la página 460 de Vivir para contarla relata que, el 22 de enero de 1951, una tragedia marcó la vida familiar: un ahijado de Luisa Santiaga, madre de los García Márquez, fue brutalmente asesinado en la población colombiana de Sucre. El primer impulso del joven narrador fue contar la noticia con tratamiento periodístico, pero su madre lo impidió. “Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen, pero encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba ya no era el crimen mismo sino la historia literaria de la responsabilidad colectiva. Pero ningún argumento convenció a mi madre y me pareció una falta de respeto escribir sin su permiso. Sin embargo, desde aquel día no pasó uno en que no me acosaran los deseos de escribirlo”, cuenta. La condición de la madre de García Márquez era una sola: que su hijo esperara a que muriera la progenitora de la víctima antes de escribir esa fatídica historia. Habrían de pasar treinta años antes de que aquella experiencia pudiera fraguar, ya no en forma de reportaje, sino como una novela que hoy ha vendido más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo: Crónica de una muerte anunciada.
Para redactar el libro, García Márquez volvió a los escenarios donde ocurrió todo, haciendo esfuerzos para recomponer el espejo roto de la memoria. Al fin, después de varios intentos, dio con la fórmula: el secreto estaba en volver al impulso primero y relatar lo sucedido como si se tratara de una reconstrucción periodística. Con ello se cumple una de las premisas de García Márquez para el periodismo: “la mejor noticia no es aquella que se cuenta primero, sino aquella que se cuenta mejor”.
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