domingo, 19 de abril de 2015

Escrito está en mi alma vuestro gesto

19/Abril/2015
Confabulario
David Huerta

En los años recientes, el escritor colombiano Gabriel García Márquez ha adquirido cierta fama como continuador de la corriente literaria llamada realismo mágico. Al margen de la discusión en torno de esa fórmula desorientadora, por confusa, pues comporta un leve oxímoron, las cualidades más obvias de este autor suelen pasarse por alto: la velocidad y la eficacia de la escritura, los relieves plásticos y eufónicos de la prosa, el extraño poder de las descripciones, la teatralidad de los diálogos. Es decir: en un plano estrictamente literario, lo hecho hasta ahora por García Márquez tiene no poco interés. Es el colombiano lo que hace algunos años llamaban “un estilista”, palabra contaminada ahora por las marquesinas de los salones de belleza (cosa semejante ha sucedido con la noble palabra “estética”).

Otros reseñistas han señalado ya, en las páginas de García Márquez, la huella del desaforado cazador y taurófilo Ernest Hemingway; yo no insistiré, porque me interesa destacar un rasgo muy diferente de su escritura: la presencia, a veces soterrada, a veces explícita, de la poesía, de poemas diversos, de figuras de poetas. La novela titulada —a manera de capítulo de libro antiguo— Del amor y otros demonios, lo atestigua de diversos modos. De eso se ocupa esta apresurada reseña de una obra en progreso (quiero decir: work in progress) cuyos méritos no son, por todo lo que se ha visto y leído, fruto de la casualidad, y cuya fama creciente no parece tampoco, según suele ocurrir, consecuencia de la desorientación y el mal gusto del público. Es como, siquiera esta vez, el gran público hubiera acertado; el mérito es, todo, de la prosa de García Márquez.

El escenario de la narración es Cartagena de Indias, ciudad costera de Colombia, sobre el Mar Caribe. Los protagonistas son fundamentalmente dos: una jovencísima monja acaso poseída por el Diablo —o simplemente aquejada de una forma especialmente agresiva de la epilepsia— y un inquisidor con formación de humanista y un temperamento fogoso. Los nombres de esos dos protagonistas principales no pueden ser más llamativos: Sierva María de Todos los Ángeles y Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero, supuesto descendiente del gran poeta toledano Garcilaso de la Vega, a su vez protagonista secreto (y no menos importante) de esta novela, cuyo tema recóndito es doble y doblemente luminoso: la pasión amorosa anudada con la poesía. Un rasgo que acaso pase inadvertido a muchos lectores. Uno de los nombres del inquisidor enamorado es “Alcino”, de indudables resonancias pastoriles: fue utilizado por Lope de Vega en sus famosos “sonetos de los mansos”.

¿En qué forma es Garcilaso protagonista de Del amor y otros demonios? Él es el cauce por el que fluye esta historia de amor demoniaco: él, y mejor aún, su genio poético, sus hermosísimas creaciones verbales. Los amantes saben de memoria los versos garcilasianos y los dicen en los encuentros que tienen, transidos de una emoción arrasadora. La poesía es el escenario propiciatorio y ritual; es el marco sublime de los cuadros eróticos que componen los dos amantes, trágicos como corresponde al tipo de poesía que admiran, heredera de la visión desolada de micer Francesco Petrarca —y de tantos poetas latinos e italianos. No sería ninguna exageración decir que la novela de García Márquez da un testimonio colombiano, caribeño, tropical y colonial del “dolorido sentir” garcilasiano.

Los novelistas suelen reconocer, cuando se ven orillados a ello, sus deudas… con otros narradores, o cuando mucho con uno u otro cineasta europeo. Rara vez hablan de poesía, de poetas, de poemas; pero es un hecho que un puñado de los buenos narradores contemporáneos de América Latina son o han sido durante largos años lectores dedicados de versos. No podía ser de otra manera: por las venas de toda narración genuina corre un fluido iridiscente de poesía bien asimilada. La novela es hija de la poesía, que en los años recientes, por una serie de absurdas razones, ha dejado en manos de narradores la tarea de contar las historias de la tribu.

El divorcio —doloroso divorcio— de la novela y la poesía, en el ámbito de las letras hispánicas, se produjo en los primeros años del siglo xvii; la responsabilidad es, casi entera, de un libro prodigioso: el Quijote, del miles gloriosus Miguel de Cervantes, soldado heroico en Lepanto y poeta de largos desvelos y abundante producción. ¿Cervantes, poeta? Claro que sí: si hubiera sabido de ese efecto que su novela ha tenido, esa separación de prosa y poesía, habría sido el primero en lamentarlo. Basta hojear el Quijote para saber que la novela está repleta de versos.

Gabriel García Márquez recoge de la mejor manera la herencia cervantina: la pone al servicio de la poesía. El indudable garcilasismo de Cervantes, y aun del propio don Quijote de la Mancha, está muy bien servido en esta novela del talentoso autor colombiano.

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