Confabulario
Josué Ramírez
David Huerta (Ciudad de México, 1949) es sin duda uno de los poetas de nuestro tiempo más conocidos e importantes. Su obra poética está repartida en diecinueve libros, entre los que destacan por década Cuaderno de noviembre (1976), Incurable (1987), La sombra de los perros (1996) y La calle blanca (2006). Los diecinueve títulos que conforman La mancha en el espejo, publicado en dos tomos por el Fondo de Cultura Económica, en septiembre de 2013, abarca treinta y nueve años, de 1972 a 2011. Se trata de una de las obras poéticas más completas que se hayan emprendido en la segunda mitad del siglo pasado y principios de éste. Radical y extrema, sencilla e irónica, lúdica y compleja, abarca diversos temas y parte de distintas materias del conocimiento. Su poesía representa a toda una generación: la de 1968. Huerta es capaz de sincronizar en un verso los signos del tiempo y la emoción más íntima. Emprendió su obra desde muy joven ―y no ha cesado en su tentativa de poetizarlo todo. La publicación de La mancha en el espejo es un acontecimiento por sí mismo en nuestro idioma. Además de poeta, David Huerta ha cultivado el ensayo literario, la crítica, es maestro y gran conocedor de las minucias del lenguaje, así como lector atento y ávido de sus contemporáneos. Ha practicado combativamente la columna semanal, el periodismo cultural y es uno de los conocedores a fondo de nuestro idioma. En sus respuestas a las preguntas que le he formulado están presentes su amor por la poesía, su sencillez y el compromiso y el humor con que entiende el oficio de poeta.
¿Cómo has escrito tus libros? ¿Los concibes previamente o vas reuniendo cada tanto los poemas escritos y buscas constantes temáticas o semejanzas formales?
He escrito mis libros como he podido, no siempre en las mejores circunstancias, mucho menos en condiciones ideales. Esto último no es del todo cierto: he disfrutado de unas cuantas becas; en 1978-1979 tuve una beca Guggenheim que me permitió vivir la vida de un auténtico vago durante un cierto tiempo, y además me hizo escribir cerros así de cuartillas de poemas. También me han tocado becas del Fonca y del Sistema Nacional de Creadores, cómo no. Si a lo largo de algunas temporadas anduve en malas condiciones, era por voluntad propia —todo hay que decirlo. Grandes porciones de mi libro de 1987, Incurable, fueron compuestas de una manera peculiar, que recordaré aquí una vez más (lo he contado en otras ocasiones). Yo trabajaba en una imprenta, “vigilando” (es un decir) la impresión de cierto suplemento literario de tiempos ya muy lejanos; sustraía del taller, de vez en cuando —robos innocuos—, rimeros de galeras en blanco, no impresas y bastante limpias para mis propósitos: largas tiras de papel Revolución, del ancho de una cuartilla normal, pero larguísimas. Cuando llegaba a mi casa, unía con cinta adhesiva dos o tres, o cuatro o cinco, de esas tiras y las metía en el rodillo de mi máquina Brother, una antigualla que conservo todavía; así escribía, lleno de contento con mi cargamento de historias e imágenes, sin necesidad de cambiar cada tantos minutos la cuartilla, pues lo que tenía en el rodillo de la máquina de escribir era una cuartilla kilométrica. Luego me enteré de que un escritor español, Juan Benet, hacía algo parecido; como él era ingeniero, incluso inventó un artilugio de madera para colocar el papel detrás de la máquina de escribir, según cuenta Carmen Martín Gaite. Yo no llegué a tanto, pero me divertí como loco. (Diré, de pasada, que Juan Benet es uno de mis escritores favoritos; su ensayo sobre la construcción de la Torre de Babel me parece sencillamente genial.) Al terminar una sesión de algunas horas, y agotada la tira de papel (repletas mis macrocuartillas), despegaba las “secciones” y las iba colgando con chinchetas en la pared de mi pequeño estudio, me sentaba frente a cada una de ellas como un pintor ante su lienzo colocado en un atril, y comenzaba a corregir con plumones, tachando a mi sabor y sustituyendo, enmendando, trasladando, trocando y otro montón de gerundios. También grabé algunas partes en cinta magnetofónica; mi dicción es muy defectuosa y estaba, además, continuamente estropeada por ciertos malos hábitos de aquella época.
¿Eres un poeta de minucias lingüísticas?
Recuerdo ahora con cariño, debido a esa palabra tan suya en tu pregunta (“minucias”), a José G. Moreno de Alba, con quien conversaba yo en reuniones del Fondo de Cultura Económica; no fuimos amigos ni nos frecuentamos, pero quiero creer que yo no le caí mal en las ocasiones en que nos vimos. En realidad éramos tres los platicadores en esas reuniones del Fondo de Cultura: Moreno de Alba, Vicente Leñero y yo, el único medio vivo del trío. La entonces directora del FCE mandaba: “Separen a esos tres porque se la pasan platicando”, cuando estaba a punto de comenzar la reunión en forma. Esos tres hablábamos, pues, de un montón de cosas que nos interesaban, en torno del lenguaje, el idioma, las reglas, las transgresiones a las reglas, la ortografía. Recuerdo que un día Moreno de Alba dijo lo siguiente cuando mencioné a Antonio Alatorre: “Ese sí sabe”, lo cual me pareció un reconocimiento notable, viniendo de quien venía. De Alatorre aprendí lo que miles y miles han aprendido también sobre la historia de la lengua, desde luego; pero también aprendí otro montoncito de cosas (y sigo aprendiendo) sobre poesía. Del gran Leo Spitzer saqué la idea de que saber un poco de lingüística —o de gramática, o de mera sintaxis— no le hace mal a nadie en los terrenos literarios; pienso en lo que ganaría la crítica entre nosotros, tan impresionista, tan increíblemente provinciana, tan chismográfica, tan apodíctica ella, si quienes la practican supieran algo de esas disciplinas. Para no hablar de los poetas; al decirte esto pienso en lo que sucede en las clases de mi profesora favorita: a ver, alumno poeta, ¿cuál es el objeto directo en esta tirada de Góngora? Bueno, ya no veo el momento de leer la historia de la lengua española que acaba de publicar Luis Fernando Lara, cuyo diccionario del español en México es una obra maestra. Como las palabras son mi material de trabajo, naturalmente siento curiosidad por saber cómo funcionan, de dónde vienen y en qué forma se junta de una manera significativa o expresiva. Apenas puedo creer que haya escritores a quienes no les resulta interesante nada de eso. Son los que se fían en el puro sentimiento ranchero y se despreocupan de lo demás; ahí están los resultados, en los estantes de las librerías.
¿Hay un libro tuyo que te guste más que todos los otros?
La respuesta es de cajón (¡porque la pregunta lo es, también!): el libro mío que más me gusta es el que todavía no he escrito, el que seguramente nunca escribiré, el que me gustaría escribir. Ninguno de los que he publicado me gusta del todo. Hasta aquí estamos siguiendo una pauta clásica o tradicional de las entrevistas. Pero te diré algo que sí tiene que ver conmigo y con tu pregunta: siento una debilidad culpable por Incurable, sobre todo porque ha sido un libro leído principalmente fuera de los círculos literarios y poéticos, lo cual no deja de ser un alivio y una extraña recompensa. (Digo “debilidad culpable” porque me vuelve reo de vanidad, ¿no?) Algunos colegas escritores lo trataron muy bien, como Aurelio Asiain y Christopher Domínguez; a este último lo quisieron maltratar quienes decidieron en la asamblea que mi libro era una tomadura de pelo y una abominación, y porque Domínguez habló bien de Incurable. Pero además, como les hizo ver el mismo Domínguez, se enojan con quien ha hecho la tarea que ellos no se han dignado emprender. Un despistado (lo llamo así para no poner en entredicho su inteligencia) se molestó por el exceso del verboide “ser” en las primeras páginas del libro. Pero todo eso son miserias, minucias feas del “medio literario”. El libro me costó un pedazo de vida así de grande, muchos desvelos y al mismo tiempo me dio un placer contrariado: el hecho mismo de escribirlo fue placentero; los temas tocados en sus páginas no son nada placenteros, sin embargo. El libraco es sombrío hasta la pared de enfrente: una pared donde hay un espejo donde hay una mancha y donde puede leerse, además, una menuda profecía que ha llegado del mes de noviembre y de uno de sus cuadernos.
¿Qué autores y qué obras te acompañan desde tu niñez hasta ahora?
Muchos poetas mexicanos, de Díaz Mirón a Pellicer, pasando por Bonifaz Nuño, Octavio Paz y Efraín Huerta. Tengo una admiración grande por Othón. Y desde luego está el imprescindible López Velarde, a quien no hemos terminado de leer, como muestra y demuestra un hermoso libro de Fernando Fernández que acabo de leer y que se titula Ni sombra de disturbio; una rareza: el libro de Fernández es además útil para estudiar en serio a López Velarde. Me gustaban mucho Nicolás Guillén y el otro Guillén, el sevillano Jorge; hace algunas décadas, se hacían bromas muy tontas: hay un Guillén “bueno” y otro “malo”: ¿cuál prefieres? De tu respuesta dependía no nada más tu ángulo para ver la poesía, sino hasta tus convicciones políticas. Admiré muchísimo a Jorge Guillén y luego esa afición se eclipsó un poco, hasta quedar en casi nada (eso sí: me encantan sus ensayos y su tesis juvenil sobre Góngora me parece un libro muy valioso); admiraba al cubano Nicolás Guillén no nada más como poeta sino como “decidor” de sus poemas: en mi casa de infancia había un disco de 33 un tercio revoluciones por minuto que yo escuchaba insaciablemente. “Tú que vienes de Cuba, ¿dónde está Capablanca?”, o los juegos de su poesía negrista. Luego medio me peleé con él (quiero decir, para mis adentros, pues él no se enteró): ya no me gustó, o mejor dicho, hice como que no me gustaba… culpa de Fidel Castro, de sus “comandantes culturales” y de esa fea consagración de N. Guillén como detestable “poeta nacional” o “poeta oficial de la Cuba revolucionaria”. Luego me reconcilié con él. Cuando en 2014 vino Wole Soyinka a México para un homenaje a Octavio Paz, le recité los versos yorubas de N. Guillén —Soyinka es yoruba de Nigeria— y se puso feliz. Fue un gran momento de mi vida; yo creo que a Soyinka se le olvidó del episodio cubano-nigeriano (montado por un poeta mexica) muy poquito después, pero a mí me puso muy contento y es un recuerdo que atesoro.
¿Cuál es para ti el valor de las palabras?
Es inmenso el valor de las palabras en los poetas que admiro. La palabra “arcaduz” utilizada por Góngora, tal y como la sitúa en un verso, y la engasta en un maravilloso “concepto” —esos artilugios verbales, algunos prodigiosos, analizados por Baltasar Gracián—, no tiene igual: me llena de asombro; el modo en que aparecen en la poesía moderna los árboles caribeños, las vegetaciones playeras de Derek Walcott, nos permiten ver los nombres de esas realidades naturales como verdadera joyas, creaciones extrañas e intrigantes. Las inflexiones irlandesas y campesinas del inglés de Seamus Heaney son verdaderos prodigios. Acabo de leer, por cierto, una noticia preciosa de Gilbert Highet sobre el posible origen celta de la palabra “beso”, tal y como aparece en los cármenes de Catulo. Pero así, en general, las palabras y su sedicente valor suelen ser zarandeadas criminalmente por los políticos, los publicistas y los locutores de la televisión. Decir, por ejemplo, que quienes “no coadyuvan aceptando la verdad histórica de la PGR y del Ministerio Público” en realidad “coadyuvan con la Defensa” quiere decir que si los padres de los normalistas de Ayotzinapa no aceptan lo dicho por el señor Murillo K. están poniéndose del lado de los asesinos de sus hijos. ¿Por qué no lo dice así el señor Murillo? Porque está pegado a su microvocabulario leguleyo y porque no se atreve a decir las cosas de frente (por ejemplo: que ya está harto de su trabajo… aunque no, claro, de su sueldo) y porque desprecia las palabras. Es un hombre profundamente inculto, un pésimo funcionario, un abogado mediocre y un individuo arrogante e irresponsable. Perdona el desahogo, pero dicen que a veces un desfogue ayuda a sentirse bien. Lo que te quiero decir es que las palabras suelen ser víctimas de los atroces poderes públicos; los alemanes lo saben bien: lo primero que victimaron los nazis fue la lengua de Goethe y la transformaron en un idioma de gángsters y de asesinos; los estalinistas, y Stalin mismo, degradaron la lengua de Tolstoi y de Pushkin. Los buenos escritores no están en ese juego de desgaste de las palabras y orweliano de manchar continuamente los significados; una límpida página de Juan Rulfo o de Octavio Paz vale más que todo un informe presidencial.
¿En un poema hay un mensaje o una intención, cuál de estos dos conceptos reafirman el sentimiento?
No sé en los poemas de otros; en los míos hay mucho hedonismo, pues me gusta mucho jugar con las palabras. ¿Qué hay en un poema? Me imagino a una Julieta postestructuralista entrándole al asunto desde su balcón semiótico. ¿Mensajes, intenciones, sentimientos? Esas son palabrejas muy latosas, de trato altanero, descomedidas e hirsutas, con un prestigio que francamente no se merecen. “Mensaje” debería estar confinada a la oficina de Correos o a la Western Union. Los sentimientos no los “reafirmo” como me preguntas, ni les presto mucha atención; me parecen dignos de toda nuestra desconfianza: hablo del poema, porque en la vida civil soy un cursi que lloro en los exámenes profesionales de mis alumnos. Te diré esto en confianza, querido Josué: si tuviera que escoger, me inclinaría por la palabra “emoción” y no tanto por “sentimiento”; la explicación sería larga y quizá confusa, pero yo me entiendo: el sentimiento es materia blanda, la emoción tiene mayor fuerza. A mí lo que me preocupa es que el poema suene bien, diga algo extraño y tenga una relación franca y abierta con la memoria de la gente.
¿Cómo te sientes al ver la edición que hizo el Fondo de Cultura Económica de La mancha en el espejo, tu poesía reunida hasta 2011? ¿Satisfecho? ¿Orgulloso? ¿Implican tus libros reunidos un nuevo reto?
Me dio una alegría enorme ver el libro y tenerlo en las manos. Lo cuidé tanto como pude y trabajé con una editora del FCE que aprendí a respetar de veras: Alejandra García. También Tomás Granados Salinas fue decisivo para echar a andar la edición; pero debo mencionar sobre todo a Joaquín Díez-Canedo, quien me invitó a publicar en el Fondo cuando él era el director de la editorial. Ahora que está allí José Carreño Carlón, nada se alteró: los nuevos directivos recogieron los trabajos de la edición y los llevaron a buen término, a puerto seguro —y lo hicieron con profesionalismo y fueron un gran apoyo en todo momento. Siento una gratitud inmensa con todos ellos. Imagínate: fui durante años un empleado minúsculo en el Fondo, a las órdenes de Jaime García Terrés; publiqué un libro que luego desapareció del catálogo y fue rescatado por Marcelo Uribe para publicarlo en Ediciones Era —ellos han publicado casi todos mis libros de los años ochentas a esta parte—, y después de todo eso ese volumen, titulado Versión, me ayudó a obtener el Premio Villaurrutia. He vuelto al FCE no sé si por la puerta grande, pero sí por una puerta donde brillan muchas luces de amistad y de solidaridad; eso me da una alegría inmensa. En cuanto a lo que me preguntas sobre el reto que significa La mancha en el espejo, te diré como los futbolistas: hay que seguir trabajando, tratar de superar algunas fallas que hemos advertido y responderle a la afición como se lo merece.
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