domingo, 1 de febrero de 2015

Juan Goytisolo a la intemperie

1/Febrero/2015
Jornada Semanal
Adolfo Castañon

El escritor ajeno al mercado y a los oropeles o harapos de la gloria nacional debe ser esa planta del desierto cuyas raíces dan con la vena de un legado caudaloso y atemporal que lo mantendrá en vida, alcanzando así, a través de una contemporaneidad visionaria, el bosque encantado de las letras: la frondosidad soterrada de cinco mil años de existencia humana en la que forjará, con paciencia y amor, su árbol de la literatura.
Juan Goytisolo, El lucernario.
La pasión crítica de Manuel Azaña.
I
Obra encrucijada entre la narrativa, las memorias, el ensayo, la crónica, el testimonio, el periodismo y la crítica, la del escritor Juan Goytisolo (nacido en Barcelona en 1931) y desterrado por decisión propia en París desde 1957, es a la par reconocida y premiada pero también ignorada, poco leída y menos releída.
Es Juan Goytisolo un nómada disidente cuya única patria parece ser la escritura y la lectura, la enseñanza y la amistad. Excéntrico y subversivo, creador original que en cada libro rompe géneros y fronteras, su escritura parece atrincherarse en la intemperie, en sus novelas se desenvuelve un itinerario novedoso y ávido de intercambios, riesgos y transgresiones. Es una figura altiva y controversial, según supo apuntar el escritor uruguayo Danubio Torres Fierro, quien lo conoció en los años setenta y caracterizó así su talante disidente: “Muecas de desamor, ademanes repelentes, alegoría de la moda, orgullosa orfandad transterritorial –y un obstinado recriminatorio. Una reivindicación de la singularidad y el radicalismo, un elogio del exilio y la errancia como fraguas liberadoras, de sello cuasi ácrata, y un alegato a favor de una moral inclaudicante y una estética bastarda. El despliegue, en fin, de una bandera soberbia. Va de suyo que, en el personal espacio de inquisición que Juan diseñó a lo largo de su obra, estas defensas (en el doble sentido de la palabra) encajan como claves de bóveda y piezas maestras de una arquitectura intelectual que denuncia una continuidad zigzagueante y empecinada.”
María Zambrano distinguía dos categorías de poetas: la de los que necesitaban protección y la de los que no habían menester de ella. Esta distinción apuntaba hacia la carencia teórica o conceptualizadora que expone a ciertos poetas a la manipulación, si no al manoseo, de los exégetas, profesores y otros agentes doctrinarios. Viene a cuento esta mancuerna para ensayar una aproximación plausible al consistente y bien trabado oficio ensayístico y crítico de Juan Goytisolo, uno de los contados autores reales y necesarios de la lengua en esta edad sinóptica de famoseos y complacencias globalizantes. No se puede olvidar que Carlos Fuentes, en su libro sobre la Nueva novela hispanoamericana, lo consideró como uno de los nuestros, según recuerda Octavio Paz. Si su obra narrativa tan amplia y necesaria como innovadora y profunda es bien conocida, el oficio ensayístico y crítico de Juan Goytisolo resulta menos familiar, aunque sea precisamente de ahí, de esa biblioteca en movimiento crítico, de donde el narrador viene a extraer no poca de su riqueza y hondura, de su capacidad de polinización, para echar mano de una expresión empleada por él. El asombroso paisaje de su fabulación no sería plenamente explicable sin esa lectura apasionada y vehemente de los saberes y las ignorancias expuestos y soterrados entre “España y los españoles” –título de un célebre ensayo suyo, publicado en 1969, tras permanecer inédito muchos años a causa de la censura franquista y que da título a una antología de su ensayística hispánica, prologada por Ana Nuño.
La obra ensayística y crítica de Juan Goytisolo no es, por cierto, producto de la sosegada y a veces estéril existencia de quienes miran transcurrir su longevidad desde los claustros universitarios y académicos. Obra de un creador activo y beligerante, lo es también y en buena medida de un hombre que ha conocido la militancia política y que como se puede comprobar en sus ejemplares libros de memorias (Coto vedado, Los reinos de Taifa) ha tenido que aprender a palos y censuras la historia, tanto la del reino, república o dictadura de la nación que le tocó escribir y llorar como la de la utopía comunista que en su juventud abrazó su vocación disidente, para irse luego desengañando de ellos.
Fermentada por la vida activa de la militancia, la vida del contemplador solitario y disidente, y la del escritor que ha buscado beber en las fuentes secretas de la marginalidad, su prosa reúne sus caudales conceptuales en una obra ensayística que resulta clave. Clave para cualquier escritor que aspire desde la sucursalizada y petrificada lengua española a sincronizar su reloj cultural con la hora convergente y a la par diseminada del mundo actual. Clave también para entender qué le ha sucedido, entre silencios y fanfarrias, a las letras hispánicas desde su plenitud en la Edad Media, y antes de esas prolongadas “vacaciones” críticas que se tomara la cultura española a partir del reinado de Felipe II y hasta la hora efímera de la República presidida por Manuel Azaña, a quien Goytisolo ha dedicado un libro admirable: El lucernario. Dice ahí Juan Goytisolo, para situar las medulares reflexiones políticas de Manuel Azaña (al filo de la derrota de la República española) tanto como las suyas propias: “En el debate intelectual, la reflexión más profunda y original sobre lo acaecido fue en mi opinión la de Américo Castro; en vez de buscar la raíz del mal en el siglo XIX y las Cortes de Cádiz, su análisis se remonta a la Baja Edad Media y pasa por la criba del españolismo puro de los cristianos viejos, la hidalguía basada en la limpieza de sangre, el unanimismo castizo y el consiguiente rechazo de las ideas heterodoxas y de las razas “manchadas’. Sus planteamientos fecundaron mi escritura desde mediados de los años sesenta del pasado siglo, tanto en el campo de la creación novelística como en el del ensayo.”
En efecto, lector acucioso y amigo corresponsal de Américo Castro, con quien cruzó entre 1968 y 1972 un Epistolario, Juan Goytisolo es, al igual que éste, un afilado hispanista y un renovador de la imaginación histórica española. Su lección disidente y solitaria sólo cabe compararse por su hondura y firmeza a la del mencionado Américo Castro o incluso a las de Marcelino Menéndez y Pelayo o Ramón Menéndez Pidal. Al igual que las de ellos, domina su construcción teórica un vasto panorama. Esa lección crítica –realzada por una vista estereoscópica– se ha vertido en diversos libros de ensayos y artículos como España y los españoles (1969), El furgón de cola (1967), Disidencias (1977), El bosque de las letras (1995), Cogitus interruptus (1999), signados todos ellos por una voluntad a veces instintiva, a veces calculada, de desacralización y disolución de los mitos en que se atrinchera esa especie civilizatoria llamada “homo hispanicus”.Y este es justamente el personaje laberíntico y el eje de sus meditaciones críticas, develadas invariablemente por restaurar y descifrar el revés de la entrampada trama cultural, pasada y presente, del paraje cultural hispánico.
Como no queriendo la cosa, pero sin dejar de acosar a su presa crítica, Juan Goytisolo ha ido salvando de la desmemoria estratos íntegros de la historia de la cultura hispánica; ha ido transvalorando sus espacios y territorios, salvando del olvido y la indiferencia no sólo autores y obras puntuales del Arcipreste de Hita y La Celestina al Cancionero de burlas y Quevedo, Sarmiento y Sarduy, Lezama Lima, Octavio Paz o Carlos Fuentes, para sólo poner algunos casos, sin por así decir tramos marginales y subterráneos que recorren las edades conflictivas de las letras hispánicas. Pero esta labor pedagógica no ha de asociarse a una voluntad corporativa y gregaria; en Juan Goytisolo lo que está en juego, así en la escritura como en la vida, es el placer, el juego, el riesgo vivificante de la intemperie, la reivindicación del imperio de los sentidos intelectuales, estéticos, físicos y virtuales. De ahí entonces una actitud invariablemente provocadora, incitante, y que apela a la virtud solitaria de las aves de presa y altura, desdeñosas de la gregariedad comedida y eventualmente robotizada del mundanal suburbio globalizado.
Nutrido en la savia teórica del marxismo y en la cultura y la crítica francesas contemporáneas, embebido paulatina pero inexorablemente en el espejo enterrado de la parva tradición ibérica, aclimatado en los bordes europeos y árabes del Mediterráneo, inflamado por una pasión autocognoscitiva que lo lleva a traspasar las fronteras de la imaginación heterosexual y a reconocer en ese deslinde las posibilidades del amor y la pasión homoeróticas, familiarizado desde adentro con las raíces de la civilización islámica, exponiéndose una y otra vez a la intemperie de lo incalculable y marginal, así en la página como en la ciudad, en el cuerpo mental como en el cuerpo físico, Juan Goytisolo ha seguido en su parábola vital una línea que se va haciendo geometría y que va desdoblándose en espacio, en hábitat para el sobreviviente.
II
Cuando Juan Goytisolo vino a México a recibir el Premio Octavio Paz de Poesía y Ensayo, en mayo de 2002, el Fondo de Cultura Económica le propuso la idea de realizar una selección de sus ensayos. Tuve entonces, en mi condición de interlocutor amistoso, la fortuna de acompañarlo a un paseo por el Zócalo o Plaza Mayor de la ciudad capital de México. Era el jueves 30 de mayo, fecha en que se celebra la fiesta de Corpus Christi. La plaza estaba llena, animada por familias que llevaban a sus niños vestidos de campesinos, para recibir la bendición que se les imparte en esa fiesta. La multitud abigarrada y colorida evolucionaba despaciosamente por entre los puestos de los mercaderes ambulantes. Los altavoces pregonaban confusas letanías que parecían hechizar a la serpiente de aquella anónima muchedumbre giróvaga. En un recodo de la conversación, Juan Goytisolo me dijo que esa plaza de México le traía a la memoria la del mercado abierto de Marraquesh pues tenía no poco de árabe e islámica (“rayada de morisco”, pensé recordando involuntariamente a López Velarde). Siguió Goytisolo hablando de la importancia que para él tenía México como cultura y como espacio para la imaginación hispánica. Guardo como recuerdo de esa conversación una imagen tomada en el atrio de la Catedral por uno de esos fotógrafos que le facilitan al cliente un escenario, en este caso: un sarape de saltillo con paisaje volcánico estampado y la imagen de la Virgen de Guadalupe y, en el primer plano, una ofrenda con comida típica mexicana. En medio, en el centro, con gafas negras, sarape calado sobre el hombro derecho y sombrero de charro en la mano un Juan Goytisolo vestido con camisa gris y pantalón beige y con una expresión enigmática –como de milenaria tortuga– no exenta de una leve sonrisa. Una vez tomada la imagen, volvió la conversación, que ahora giraba en torno al Arcipreste de Hita y el Libro del buen amor, una de las semillas ocultas o soterradas en el primer capítulo, “Del más acá venido” de la novela Makbara –ese avatar de lo escribible y legible, cota fronteriza como si fuese el Finnegan’s Wake de la literatura escrita en español– cuyas últimas líneas dicen: “…recorrer otros lugares, otros ámbitos, levitar sobre un tapiz, continentes y océanos, otro país, errancia, hospitalidad, nomadismo, la vasta latitud del espacio, otras voces, su lengua, mi dialecto, como antaño, en medio de ellos, vivo, soy, me muero, libre al fin, camino del mercado”.

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