Confbaulario
Federico Campbell
En una de mis columnas periodísticas deslicé la idea de que me gustaría establecer un curso sobre la mafia siciliana en la Universidad de Cucurpe puesto que ya llevaba algunos años refiriéndome, a la menor provocación, al fenómeno de la criminalidad en el sur de Italia y sus paralelismos con nuestra imaginación criminal. No me tomaba demasiado en serio esto de andar insinuando semejanzas entre una y otra cosa, sobre todo porque no pocas veces las analogías son engañosas. Más bien me daba por tender una provocación para que el lector se divirtiera y sacara sus conclusiones. Sin embargo, cuando el rector de esa universidad me envió un fax invitándome a que diera una charla a los estudiantes de leyes me puse a pensar en lo irresponsable que había sido con mis bromas. Carecía yo de metodología y de rigor académico. Por mi natural tendencia a la dispersión (todo lo dejo a medias), nunca terminé mis estudios de derecho ni de filosofía. Me puse a viajar desde muy joven y en una de esas andanzas terminé viviendo en un pueblo del sur italiano, en Crocifisso, de no más de trescientas almas, en la región de Calabria, en 1962. No tenía más de veinte años y, como es natural y lógico, me enamoré. Tuve una iniciación amorosa privilegiada, como de dioses griegos, luego de dos semanas de recorrido, centímetro a centímetro, y de sur a norte, por la península, de aventón. Pero antes, durante un fin de semana, Paola y yo nos habíamos escapado hasta Siracusa y Taormina. Veíamos los pueblos que se dejan caer sobre las faldas del Etna y, a lo lejos, el litoral calabrés que se extendía desde Porta San Giovanni hasta las inmediaciones de Locri, en la punta de la bota.
Todo lo ignoraba yo respecto a aquellas tierras, su historia, su remotísima pertenencia a la Magna Grecia, su pasado clásico y, por supuesto, las frecuentes referencias de Homero a ciertos lugares, a las islas de Escila y Caribdis, por ejemplo, que Paola me señalaba con el dedo. En un principio caí en el malentendido de que la existencia de un “mar de color del vino” era una figura retórica del poeta ciego cuando se demora en el episodio de Circe y el Polifemo, pero mientras mordíamos unos duraznos en la playa y terminábamos nuestros panecillos de salami y aceitunas, Paola me hizo saber que se trataba de una descripción escueta porque, en realidad, de esa coloración violeta es el mar cuando a ciertas horas del amanecer le pega el sol oblicuo contra las formaciones rocosas de las islas. Más o menos en esos términos se iba dando nuestra vagancia por la costa oriental de Sicilia. Paola me explicaba las cosas. Me ponía al tanto. Nunca volví a disfrutar tanto de mi maravillosa e infinita ignorancia de los veinte años. Tengo muy presente la noche en que pasamos a Ortigia, la isla donde se asienta Siracusa. Hacía un calor como de Mexicali y nos moríamos de hambre y de sed. Yo iba cargando la sandía que acabábamos de comprar en las afueras del mercado. Nunca olvidaré la fiesta que significa, en una noche de verano, resquebrajar una sandía contra la banqueta y comerla con las manos, los dedos entrando al corazón azucarado. Bueno, el caso es que una mañana amaneció en Crocifisso un hombre con las manos cortadas, desangrado: la mafia, o la versión calabresa que allí existía, la Ndranghetta, había emitido un juicio sumario, expedito e inapelable: que al ladrón de vacas se le mutilaran las manos. Esa era la simbología y ese era el mensaje.
Con estos antecedentes personales al paso del tiempo fui cayendo en este oficio de periodista propio de los seres dispersos. Alguien que se distrae tanto no escoge su oficio: el oficio lo escoge a uno y trabajos de atención dispersa, ya se sabe, son los de mesero y el de periodista. Está uno en todo y al mismo tiempo en nada. Con un ojo al gato y otro al garabato. Me pregunto si el de los policías o el de los políticos también es de la misma estirpe. Como que son especialistas en generalidades. Andan de aquí para allá y nunca tienen un momento para concentrarse en nada, en leer por ejemplo. Jamás los vamos a ver con un libro en la mano, a no ser que lean en la soledad del retrete. Los policías andan en sus “líneas de investigación”, eso que antes del español estadounidense que ahora usamos se llamaba “pistas”, y picotean por aquí y por allá; hacen citas, se ven con alguien en un café, y terminan en la madrugada en un bar, amanecidos y desvelados como los periodistas. Y, claro, al día siguiente empiezan a “trabajar”, después de mediodía.
Como alguien que sabe de algunas cosas por encima y se especializa en escribir sobre asuntos que no conoce muy bien, organizando la información, con ideas ajenas y frases que uno nunca sabe dónde oyó, me puse a dar la impresión de que yo era un especialista en los avatares históricos de la mafia siciliana y de la lucha del Estado italiano contra esa dimensión sorda y anónima de la criminalidad. Era otra más de mis mentiras, por supuesto. Pero no me pude sustraer a la invitación del rector de la Universidad de Cucurpe porque, entre otras cosas, tendría un boleto gratis para volver a Sonora, que tanto me había gustado en otros tiempos de mayor ilusión y de más energía. Me sentía de un extraño modo más conectado con la región y sus pueblos que con la ciudad en la que había nacido sólo porque se me ocurrió tener una estancia allí de dos años cuando estudié la preparatoria. Y es que a los diecisiete años no sé qué es lo que le pasa a uno. Es una edad crucial. Uno siente que acaba de aterrizar en el planeta y se entera, por lo demás, de que se llama como se llama. En esos años uno hace sus mejores migas y de entonces proceden asimismo sus amistades más perdurables, si es que los amigos a lo largo de la vida no se van por derroteros distintos y ya uno no tiene nada que ver con ellos.
Bueno, me dije, daño no le voy a hacer a nadie si les cuento que la mafia en Sicilia no es un fenómeno tan ancestral: no tiene ni siquiera doscientos años, lo cual en la historia de la humanidad no es nada. Algo más sabré yo que aquellos que nunca han estado en Sicilia y que no tuvieron amores allí ni han seguido en los periódicos cómo se las gastan los corleoneses y los palermitanos para resolver sus querellas. Claro que no tienen nada que enseñarles a los culiacanenses ni a los sonorenses ni a los tijuanenses ni a los colombianos en estos avatares de la lucha por la vida, pero al menos para emplear en algo su ocio y cultivar la imaginación a los estudiantes de leyes no les podría perjudicar un poco de delincuencia comparada.
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