Jornada Semanal
Estela Leñero Franco
A mi padre y maestro
Vicente Leñero, hombre
polifacético que en su búsqueda de la verdad (y no la absoluta) lo ha
apostado todo. En la literatura, el periodismo, el teatro, el cine y en
su fe, plasma un universo personal que cala en nuestro inconsciente
colectivo. A través de personajes, historias y experimentos formales,
da un paso en la literatura de nuestro tiempo. Su influencia como
maestro y creador en el teatro mexicano abre nuevos horizontes y marca
los corazones de muchos.
La influencia de Vicente Leñero en mi obra
dramática y en el teatro en general ha sido fundamental. Aunque mis
intereses profesionales estuvieron dirigidos en un principio hacia la
Antropología Social, la cercanía con el teatro desde la infancia me
hizo inclinarme poco a poco hacia ese mundo y aprenderlo primeramente
por ósmosis y en un segundo nivel por lecturas, por ver mucho teatro y
por mi participación en el taller que mi padre llevaba a cabo en el
estudio de la casa mientras yo hacía mi tesis de licenciatura. El
carácter abierto y plural que él inspiraba en el taller permitieron que
su influencia fuera un punto de partida para encontrar mi rumbo y mi
propia definición como dramaturga. Decidí tomar distancia y me fui a
España a estudiar, ver teatro y confirmar mi vocación, lo que hizo que
me llenara de otras influencias e incorporara a mi dramaturgia las
tendencias que en ese tiempo (1984 y 1985) estaban en los escenarios de
distintas partes del mundo. Me impresionó el desasosiego de Beckett y
las aplicaciones que el teatro del absurdo podía tener en el realismo
en el que me había formado; el minimalismo de Bob Wilson y el teatro
épico de Peter Brook dieron a mi formación nuevos horizontes.
Pero mi esencia como dramaturga y gente de teatro
se la debo grandemente a mi padre; su posición crítica frente a la
sociedad, su incansable experimentación en la dramaturgia por encima de
cualquier actitud complaciente frente al público, su defensa de la
dramaturgia mexicana, su generosidad, su ser íntegro con una ética
congruente entre lo que hace y lo que dice lo han hecho, hasta la
actualidad, un ejemplo a seguir. Todo esto no hubiera sido posible si
entre sus principios no hubieran estado el respeto y el impulso por el
camino individual que cada integrante del taller iba desarrollando en
su dramaturgia. Por esto y mucho más, le estoy profundamente
agradecida.
Desde la infancia vivimos el teatro como una
actividad intrínseca en la familia. Lo disfrutábamos cada fin de
semana y no nos conformábamos con eso, sino que obligábamos a nuestros
padres a ir una y otra vez a ver la misma obra, a que el zapatero
remendón del Teatro Orientación nos claveteara nuestros diminutos
zapatos antes de iniciar cada función, o que en Casa de la Paz, Jesús
González Dávila nos hiciera reír con aquel personaje bonachón que
representaba el rey de El Principito.
Sus primeros años como novelista y cuentista (de
1959 a 1967) los compartió con mi madre y, a pesar de los premios que
obtuvo con su segunda novela Los albañiles, vivió el desaliento de la crítica frente a novelas de estructuras más propositivas como Estudio Q y El garabato. Influenciado por el boom
latinoamericano de aquellas épocas, que experimentaba con técnicas
narrativas de una complejidad inimaginables, Vicente Leñero se
incorporó a este movimiento con las manipulaciones literarias y el
retorcimiento de las estructuras en las que incursionó en estos primeros
siete años de su novelística. Esta actitud lo llevaría, años más
tarde, a investigar en el teatro, dentro del realismo, las
posibilidades formales que en él se pudieran dar: el manejo de los
tiempos, del espacio, del punto de vista, de la identidad de los
personajes, de la historia dentro de la historia, etcétera.
Vicente Leñero empezó a escribir teatro cuando
sufrió un atorón en su carrera novelística, cerrando así un primer
ciclo como escritor y abriendo otro en un género que consideraba “una
forma literaria que se me facilitaba más”. Con la formación
periodística que había adquirido al estudiar, en 1956, en la Escuela de
Periodismo Carlos Septién García, mientras estudiaba ingeniería, le
llamó la atención el polémico caso del monje Lemercier, de Cuernavaca,
que había introducido el psicoanálisis dentro de su congregación
provocando un escándalo entre la jerarquía eclesiástica. Seguramente su
interés también estaba relacionado con la profesión de psicoanalista
de mi madre, lo cual los llevó a compartir el caso tanto en su parte
investigativa como en la experiencia de la censura que la obra sufrió
cuando fue estrenada en 1968, bajo la dirección de Ignacio Retes. Pueblo rechazado
se convirtió en noticia, pues su posición crítica ponía en evidencia
una Iglesia retrógrada e intransigente frente a un personaje,
Lemercier, igualmente intransigente y autoritario, pero no por ello
víctima del poder.
Su búsqueda por la verdad le quita a su teatro
cualquier tinte maniqueo, al presentar a sus personajes como seres
complejos que aunque tengan la razón no dejan de tener una faceta
desagradable. Así, en Los albañiles, su segunda obra de teatro,
adaptación de su novela, el protagonista, Don José, es un velador
olvidado de la mano de Dios pero con una maldad subyacente, que nos
provoca sentimientos contradictorios. Desgraciadamente, esta visión no
fue compartida por la crítica en 1970 respecto de la obra Compañero,
dirigida por el maestro José Solé en el Teatro Hidalgo, ya que la
consideraron, en su momento, una “visión cristiana melodramática” que
abordaba esquemáticamente la captura y muerte del comandante Che Guevara, en manos del ejército boliviano.
Con el antecedente del “docudrama” originado en los
años treinta con las obras del alemán Edwin Piscator y posteriormente
desarrollado por sus compatriotas Peter Weiss, Rolf Hochhuth y Heinar
Kipphart en los sesenta, Vicente Leñero incursiona en el teatro
documental, de 1968 a 1972, considerando al teatro como el medio idóneo
para poner en la mesa de discusión temas polémicos de actualidad,
cuestionando la historia oficial y planteando la imposibilidad de una
verdad absoluta. Desde el teatro, él da su versión de los hechos o la
versión de los documentos que ha encontrado del caso. En busca de una
objetividad imposible, dota a la realidad de una polifonía de voces para
proporcionar al espectador herramientas que le permitan ir más allá
del lugar común de la historia.
Una de las cualidades de la obra de Vicente Leñero
es su poder para captar de la realidad puntos nodales y provocativos
para nuestra sociedad. En este sentido, la mayor parte de estas
primeras obras fueron censuradas, unas por las malas palabras que
usaban, siendo el uso del lenguaje una de sus aportaciones en el teatro,
como en Los albañiles y Los hijos de Sánchez (adaptación de la novela de Oscar Lewis), y otras por los temas que trataba: Pueblo rechazado y El juicio de León Toral y la madre Conchita. En el caso de El martirio de Morelos,
estrenada en 1981, por tratarse de un personaje histórico que el
presidente en turno abanderaba como su ejemplo y que en la obra de
Leñero develaba su retractación.
En El martirio de Morelos, bajo la
dirección de Luis de Tavira, expone abiertamente esta postura, creando
al personaje El Lector, que manipula un gran libro que representa la
historia mexicana, con el que comenta y discute la relatividad de los
hechos que consigna la historia y lo que “realmente” sucedió. Este
efecto de distanciamiento, del cual echa mano en El martirio de Morelos, ya había sido utilizado por él en Pueblo rechazado
a manera de coros: el de los monjes, los periodistas, los católicos y
el de los psicoanalistas, reforzando así la idea de la multiplicidad de
los puntos de vista; en Compañero, con la presencia de Compañero 1 y Compañero 2, para mostrar dos facetas de un mismo personaje; y en La noche de Hernán Cortés (1991) creando como interlocutor a Gómara o Bernal.
A pesar de su afán de complejizar cualquier historia
ideada para el escenario, Vicente Leñero reconoce y reafirma la
influencia que Rodolfo Usigli tuvo sobre su obra, tanto por su posición
de defensor del teatro mexicano, en contraposición a la dramaturgia
española que proliferaba en nuestro teatro, como por su concepto de
teatro histórico: “Si no en la estética usigliana, yo sí me considero
muy ligado a Usigli en dos aspectos: […] en su preocupación por el
realismo […] y en la necesidad de que nuestro teatro sirva para revisar
la historia. Así yo empecé a escribir un teatro documental.”
Siendo fiel al espíritu innovador de la literatura del boom
latinoamericano, Vicente Leñero no deja de experimentar, en esta
primera etapa de su dramaturgia, con sus propuestas estructurales y los
espacios escénicos que utiliza. Su narrativa no suele ser lineal y
fragmenta el espacio y el tiempo de varias maneras. Recurre a los
sueños, al recuerdo, al teatro dentro del teatro, al documento dentro
del documento, al efecto de distanciamiento y a los espacios múltiples.
Entre sus obras más complejas se encuentra La carpa, inspirada en su novela Estudio Q y dirigida en 1971 por Ignacio Retes en el Teatro Reforma, donde, utilizando un set de
televisión como espacio único, nos cuenta la realidad de un actor, que
es filmada por un director, llevando a la confusión al primero por no
poder distinguir cuándo está actuando y cuándo está viviendo su
realidad. Aun cuando sus retos formales eran de sumo interés, esta obra
es considerada por Vicente Leñero como un experimento que, según él,
“no cuajó” y que poca resonancia tuvo en su tiempo.
Por el contrario, Pueblo rechazado, Los albañiles y El juicio
fueron y siguen siendo de gran envergadura para el teatro mexicano. Son
obras que todavía se recuerdan y que han dado mucho de qué hablar
tanto a nivel nacional como internacional, y por las que se le
considera pionero del teatro documental, y algo más, en nuestro país.
Nosotras, como hijas, vivimos aquellas obras como
una fiesta. Íbamos a los estrenos vestidas de terciopelo y botones
brillantes, con el pelo restirado, y nos sentábamos hasta adelante para
ver sudar a los actores. No entendíamos de lo que se trataba, pero
sabíamos de la importancia del acontecimiento. Ahí estábamos en el
camerino viviendo la tragedia cuando Aarón Hernán, que interpretaba a
León Toral en El juicio, se enfermó y por poco se frustra el
estreno, o cuando mi padre y Alejandro Luna discutían al ver cómo la
genial propuesta del uso del disco giratorio en el Teatro Negrete para
la obra de Los hijos de Sánchez hacía un ruidajal tan fuerte
que ni se escuchaba a los actores y rompía cualquier intento de ficción.
En ese tiempo sólo éramos espectadoras y cómplices por añadidura.
Después de Los hijos de Sánchez (estrenada en 1972
bajo la dirección de Ignacio Retes), mi padre dejó de escribir teatro
por cinco años y se dedicó al periodismo y a la narrativa. Trabajó como
director de Revista de Revistas y en 1977, después del golpe a Excélsior, inició su labor como subdirector en el semanario Proceso. Escribió en ese tiempo Redil de ovejas, Los periodistas y El evangelio de Lucas Gavilán.
En 1974 abrió su primer taller de dramaturgia en el Centro de Arte Dramático AC (CADAC),
que dirigía Héctor Azar, y sus primeros discípulos, que lo seguirían
siempre, fueron Leonor Azcárate, Jesús González Dávila y Víctor Hugo
Rascón Banda. Ahí permaneció hasta 1977, pero lo dejó porque, dice, “me
parecía un contrasentido impulsar la creación dramática en un ambiente
nacional donde los responsables del teatro no quieren oír hablar de
obras nacionales”.
Desde los sesenta, podemos decir que hasta la
fecha, el teatro mexicano ha sido dominado por las propuestas de los
directores de escena, los cuales impusieron su visión del teatro de
imagen sobre el teatro de texto, el teatro extranjero sobre el
nacional, tanto en su nicho de creadores como en los puestos
administrativos que ocuparon en el teatro institucional y
universitario, con lo que los dramaturgos se vieron marginados y
condenados a transitar con su obra bajo el brazo buscando quién se
interesara en ella. Así, La mudanza, escrita en 1976, pasó de
mano en mano sin ningún éxito: la tuvo Ignacio Retes, Rafael López
Miarnau, Julio Castillo y José Solé, hasta que, en 1979, la estrenó
Adam Guevara en el Arcos Caracol de la UNAM,
con la iluminación y escenografía de Alejandro Luna, y tuvo que
conformarse con el concepto del director que excluía la escena final,
llena de lirismo, que hacía una alegoría de cómo un matrimonio burgués
sumido en sus pequeños problemas era invadido por diversos personajes
miserables hasta matarlos. El director representaba a este personaje
colectivo con la presencia de un hombre de traje, maquillado de blanco,
que circulaba mágicamente por el lugar. El autor poco podía hacer
frente a este tipo de decisiones que trastocaban el sentido original de
la obra.
Con La mudanza, Vicente Leñero inicia una
nueva época dentro de su dramaturgia, para unos de obras domésticas y
para otros de obras originales. Lo primordial es cómo él inicia un
sendero donde investiga a profundidad las posibilidades del realismo.
Su propuesta se ve influenciada por los nuevos caminos que Harold
Pinter incursionaba en el teatro , y que implicaban un mayor rigor y al
mismo tiempo una mayor libertad. La obra no necesariamente contaba una
historia sino que presentaba una situación; los personajes no se
explicaban a sí mismos ni era necesario dotarlos de antecedentes.
Repetían frases, no respondían a las preguntas que se les planteaban,
hablaban entrecortado, a veces hasta incomprensiblemente, se manejaban
los silencios y las pausas con diferentes significados y el suspense
era uno de los elementos que guiaban subrepticiamente a la obra.
Todos estos descubrimientos nos los transmitió en
el taller que reabrió en 1980. Sus discípulos lo buscaron y le pidieron
continuar trabajando juntos. Él accedió para que se reunieran en su
casa y semanalmente se diera lectura a una obra para proceder al
análisis. Temporalmente participaron Sabina Berman, José Ramón Enríquez
y Bruce Swancey pero, finalmente, el taller se mantuvo hasta 1990 con
la constancia de Leonor Azcárate, Cristina Cepeda, Jesús González
Dávila, María Muro, Víctor Hugo Rascón Banda, Tomás Urtusástegui y la
mía. En ese tiempo cada uno de nosotros fue investigando diferentes
posibilidades del realismo. Y si por una parte unos trabajaban el
teatro documental, otros ahondaban en un realismo más poético y al
mismo tiempo lleno de crudeza, pues se intentaba abordar la
problemática de los desposeídos. Pinter caló profundo dentro del taller
y, en mi caso, que pertenecía a una generación más joven que la de
ellos, me llevó a escribir obras (varias de ellas premiadas bajo
seudónimo) a veces cuestionadas pero respetadas por los mismos
compañeros. El espíritu de apertura que imperaba nos permitió trabajar
estructuras no aristotélicas, formas fragmentadas, experimentos para
ahondar en los sueños, las ilusiones escénicas y muchas veces en el
realismo mágico y hasta en el surrealismo.
Además de habernos inducido con su ejemplo por el
emocionante y divertido camino de la experimentación (por lo que en
ocasiones nos metimos en callejones sin salida), otra de sus
principales enseñanzas ha sido la idea de que sólo se aprende a
escribir, escribiendo (por eso su defensa del taller frente a los
“cursos”), y que el arte de escribir consiste en la reescritura. De
nada vale un borrador, una primera idea sobre la obra creyéndola
acabada. El oficio, insiste, está en el pulimento, en su corrección, en
el saborear ese aplicar los recursos teatrales a conciencia, en
revisar el lenguaje, en manejar mañosamente a los personajes y la
situación sabiendo ya hacia dónde vamos.
En el taller no solamente se leían las obras que
llevábamos, sino que se compartían también los avatares que cada uno
vivía en el proceso de montaje de las mismas y la realidad de
marginación que sufríamos los dramaturgos. Enfrentábamos las críticas
de la llamada “cortina de nopal” y nos impulsábamos a seguir adelante.
A Vicente Leñero el realismo lo llevó a interesantes obras extremas como La visita del ángel y ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?
(Entrevista en un acto todavía sin estrenar), donde una situación era
trasladada tal cual al escenario. Eran obras hiperrealistas que sucedían
en un espacio único y el tiempo escénico se apegaba estrictamente al
tiempo real. Así, la primera sucedía en el tiempo exacto en que se
cocina una sopa de verduras: desde que se lavan los ingredientes, se
pican, se sazonan y se hierven, hasta que el espectador podía oler
aquel guiso. Al escribirla calculó exactamente el proceso mientras el
personaje de la nieta llenaba de palabras y vitalidad la casa de los
abuelos. Pero el maestro no olvidaba la esencia del teatro, lo que lo
distingue de la realidad y al final comprendíamos la singularidad de
ese día, lo que lo hacía diferente a todos los demás, dándole a la obra
un significado trascendente y cotidiano a la vez: la muerte del abuelo.
La visita del Ángel fue llevada al escenario en
1981, en el Teatro Sor Juan Inés de la Cruz, bajo la dirección y la
actuación del maestro Retes, y tuvo su reposición en 1995, donde la
nieta era interpretada por Eugenia Leñero, mi hermana, que también cayó
irremediablemente en las garras del teatro.
La investigación en el hiperrealismo lo llevó a su
novelística, cuyo resultado fueron dos obras fundamentales en su
trayectoria: La gota de agua, escrita en 1984, y Asesinato, en 1985. La
primera es autobiográfica, pues aborda la carencia de agua en nuestra
casa de San Pedro de los Pinos, y la segunda, mi favorita entre todas
sus novelas, es una investigación exhaustiva de los documentos y las
diferentes versiones que se suscitaron alrededor del caso del doble
homicidio de los Flores Alavéz.
Frente a la embestida del cine como lenguaje visual
preponderante, Vicente Leñero considera que la alternativa del teatro
es encontrar lo que sólo puede expresarse en teatro, utilizando los
elementos esenciales del mismo: el espacio escénico único y la palabra.
Esto lo dice mientras, apenado, reconoce haber cometido muchos
pecados, entre los que reconocemos grandes obras que han marcado la
forma de hacer teatro en México: Nadie sabe nada, El infierno y La noche
de Hernán Cortés.
En Nadie sabe nada, su principal desafío fue
el manejo de los espacios múltiples y simultáneos donde el hilo
conductor eran unos documentos dentro del ambiente periodístico. El
reto era sumamente complicado y, en 1988, Luis de Tavira lo tomó en sus
manos para llevarlo a escena con la compañía del Centro de
Experimentación Teatral del INBA, que en
ese tiempo dirigía. José de Santiago propuso un dispositivo
escenográfico donde pudieran tener vida, al mismo tiempo, once
espacios: la redacción de un periódico, la oficina de la procuraduría,
una cantina, un cabaret, la calle, un callejón y hasta un vapor. Fue
necesario un trabajo dramatúrgico entre el autor y el director al que
yo me incorporé, ya que durante cinco años fui asistente de dirección
en esa compañía. Así trabajamos un sinfín de historias que sucedían en
cada espacio mientras se llevaba a efecto la escena principal de la
trama. Estructurarlo fue bastante complicado y el resultado escénico
fue un éxito de público. La obra fue censurada, entre otras cosas, por
las referencias directas que se hacían a los personajes políticos del
momento, y aunque el director de teatro de aquel tiempo, Germán
Castillo, se hizo cómplice de las autoridades, con la oposición de la
compañía y la solidaridad de la comunidad logramos que la obra se
siguiera representando y cerrara temporada con teatro lleno.
El infierno fue otro experimento que
escribió en 1989 y aún no se ha llevado a escena. Es una paráfrasis de
El infierno, de Dante, donde los espacios van desde la entrada a una
cueva, un lodazal, una pradera, un valle sembrado de agujeros, hasta un
poeta que transita por ahí de la mano de Juana Inés. Su idea era
realizarla en las piedras volcánicas del Espacio Escultórico y que el
espectador circulara por aquel lugar acompañando al poeta, pero esto
nunca fue posible y se quedó sólo en un libro publicado por la UNAM, que ya va en su segunda edición.
La noche de Hernán Cortés es una obra en
donde culminan cantidad de inquietudes y búsquedas dramatúrgicas. Ahí,
todo ocurre en un cuarto de Sevilla donde Cortés, ya viejo, recuerda e
intenta reconstruir su historia. Estrictamente es un espacio único,
pero en realidad se multiplica en la medida en que Cortés trae a la
memoria momentos culminantes de su juventud: en Coyoacán, Cempoala y
Cuba. Pareciera ser una obra épica, pero en realidad es un proceso
introspectivo de un hombre que va perdiendo la memoria. Sus obsesiones
las proyecta en un Secretario, Escudero, en un Gómara o Bernal que han
dado testimonio de sus obras. Con esta obra inicia un recorrido hacia
el interior de su alma para mostrarnos aquellas obsesiones que le
aquejan:
cortés (a secretario): Nunca vas a terminar de escribir esta historia. Todo lo olvidas, siempre estás distraído. No conservas en orden mis papeles. Pierdes las llaves. No sabes dónde pusiste los lentes. Dejas que venzan las letras y los pagarés. Tachoneas mis cartas. Confundes las fechas y la pronunciación de los nombres. Pierdes la memoria. Ése Bernal: ése es tu problema. Estás perdiendo la memoria.
La puesta en escena, llevada a cabo por Luis de
Tavira con la Compañía Nacional de Teatro en 1992, era un gran y bello
espectáculo, y la actuación de Fernando Balzaretti interpretando a
Cortés es memorable. La escenografía de Alejandro Luna, tantas veces
discutida con el director, tratando de encontrar el concepto, era
impecable; pero pesadísima. La obra programada para estrenarse en el
Festival de Cádiz casi requería de un avión para transportar una
plataforma gigantesca de aluminio, preciosa y significativa: el
universo de plata de Cortés, pero completamente impráctica para viajar.
También fue a Colombia y a Nicaragua; y yo como asistente de dirección
sí que la sufrí. Fui de standing, corrí por la bolsa de clavos
al aeropuerto, pues sin ellos nada podía armarse, acomodé espadas,
cascos, penachos y un sinfín de utilería, y al mismo tiempo disfruté
una obra contemporánea de calidad. Viví en los teatros durante las
giras y me emocionó escuchar una y otra vez un texto profundo dicho por
personajes de carne y hueso, siempre diferente, viviendo una
situación, compartiendo una experiencia con el público. La puesta en
escena de La noche de Hernán Cortés fue algo importante y
maravilloso, pero como comenta mi madre a mi padre, perdió ese aspecto
íntimo de un hombre atribulado y solo, poco antes de morir.
Así también, dentro de esta búsqueda más íntima de su producción se encuentran Hace ya tanto tiempo (escrita en 1984 para una antología del issste y estrenada por primera vez en 1990) y Qué pronto se hace tarde
(escrita por encargo de Blas Braidot y Raquel Soane para la compañía
de Contigo América en 1996). Ambas son obras que suceden en un espacio
único, que recuerdan el hiperrealismo de La visita del Ángel y
los diálogos crípticos y sin algún sentido explícito. A partir de la
sencillez de un acontecimiento y de la forma de contarlo, surgen estas
dos obras de un bordado fino sorprendente, que toca las fibras más
sensibles del espectador. “Ya no se trata de grandes retos para la
experimentación”, comenta Leñero en una entrevista; “ahora lo que me
interesa es la sencillez narrativa, la claridad”.
La carrera de Vicente Leñero como dramaturgo nos
hace pensar en las palabras de Víctor Hugo Rascón al expresarse de él
como “el hombre más joven de los jóvenes que he conocido”.
El camino de mi padre es rico en veredas, riscos y
campiñas; valles y senderos hacia muchos o hacia ningún lugar. Su
presente lo pinta de cuerpo entero: siempre investigando, siempre
leyendo, siempre escribiendo, siempre queriendo conocer más,
aprendiendo un poco más de la vida y siempre enseñándonos, con su
ejemplo, una forma de ver la realidad y de ser congruente con ella
*Publicado en Lecciones de los alumnos, Luis Mario Moncada (antologador),
Anónimo Drama, México, 2006.
Anónimo Drama, México, 2006.
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