Confabulario
Edith Negrín
Este es el país que ayer apenas existía
Y ahora no se sabe dónde quedó.
David Huerta, “Ayotzinapa”, 2014
Si bien dedicó su vida por completo al activismo político, José Revueltas se preocupó también intensamente por entender y describir la realidad a través de conceptos, de teorías.
Una de sus inquietudes fundamentales fue, recordemos, la palabra. A lo largo de su obra narrativa se diseminan comentarios sobre las palabras y el lenguaje. Comentarios que oscilan entre la política dentro de la historia, y la trascendencia de la religión. No sólo se trata, para Revueltas, de la búsqueda de la palabra precisa en el texto, a la manera flaubertiana, sino de la palabra como sinónimo de poder y actuación sobre la realidad. Su concepción coincide —si bien no procede de ella— con la de Jean-Paul Sartre, que titula su autobiografía Las palabras (Le Mots, 1964).
En las narraciones del escritor de Durango, las palabras heredadas, con ecos legendarios, pueden materializarse en una situación presente. Así por ejemplo en El luto humano, los campesinos de una región, ante el fracaso de su presa de riego otorgada por la reforma agraria en los treinta, ante el desbordamiento de la naturaleza y la muerte de la única niña de la comunidad, se ven obligados a salir de su región. El narrador visualiza a los personajes en términos bíblicos, con la conciencia de que el cambio de circunstancia modifica la potestad de los vocablos: “Preparábanse para el éxodo, para la palabra bíblica que expresa búsqueda de nuevas tierras. Palabra con esperanza aunque remota, en los bárbaros y alentadores libros del Viejo Testamento, pero fría, muerta, aquí en este naufragio sin remedio de hoy”.
En otro pasaje de la misma novela, situado en el curso de la Guerra Cristera, el narrador ejemplifica cómo la oralidad se transforma en acción:
“—Quieren crucificar otra vez a Jesús —dijo el cura, y una sordera, una cosa fría e irremediable respondió a sus palabras.
“He aquí las palabras que después se tornan sangre y fuego y llanto. Nacen, no son nada, apenas un pequeño, inconsciente esfuerzo pulmonar, pero cuando entran en el hombre se oscurecen y cobran su tributo”.
Un aspecto especialmente interesante en esta meditación tiene que ver con las palabras que no se dicen, y cómo este silenciamiento puede influir sobre la realidad. En Los días terrenales, como en El luto humano, hay una niña de pocos meses de nacida, esta, hija de militantes comunistas, que fallece; se llamaba Bandera. La trama de la novela se sitúa en la etapa en que el partido comunista actuaba en la ilegalidad (1929-1935), lo cual obligaba a sus integrantes a vivir en alerta día y noche, vigilándose a sí mismos y entre sí, en sus palabras, tanto como en sus actos. Ninguno de los que rodean a la pequeña se atreve a mencionar lo que todos saben, que había muerto “de pura desnutrición”, como piensa el joven militante Bautista:
“[Bautista] se volvió hacia todos los presentes con una expresión llena de angustia y de sufrimiento que, por no haberla sospechado en él, no habérsela supuesto, los hizo temblar, como si temieran que de súbito pronunciase las palabras prohibidas acerca de Bandera, y que nadie, excepto Julia, quería escuchar […].‘Lo de la niña’. Era un circunloquio pudoroso, un modo elusivo de no llamar a las cosas por su nombre, con el temor de que esto fuera a causarles más dolor o a debilitarlos en su necesidad de ser fuertes y de no tener consideración alguna para sufrimientos de índole personal, ajenos a la causa”.
En Los errores (1964), Revueltas reitera su inquietud por la perversión, practicada por los comunistas, consistente en “no llamar a las cosas por su nombre”. Si uno de los temas más graves de la novela es el asesinato de militantes a manos de sus correligionarios —una nueva encarnación del mito bíblico de Caín—, el uso del lenguaje colabora a encubrir los crímenes. Así Olegario Chávez, personaje en buena medida portavoz del escritor, observa que los criminales comunes suelen ser poseídos por el apresuramiento y eso “termina por perderlos”. En cambio, sus compañeros “comunistas, anarquistas, revolucionarios, asesinos políticos, en suma” matan sin alterarse. Su pensamiento sigue un curso de filiación orwelliana:
“Crímenes —cuando es necesario, éticos, si así puede decirse, que no nos pertenecen: supresiones, liquidaciones abstractas (Aquí, […] Olegario sintió horror por las palabras, por ese pudoroso argot de partido, por esa curiosa variedad de ‘circunloquios morales’: liquidación física, muerte prematura y otras expresiones parecidas […]. Muerte prematura igual a homicidio; supresión administrativa igual a fusilamiento sin proceso público. Cuestiones de semántica, se dijo como si sonriera por dentro)”.
El militante recuerda los procesos de Moscú y menciona asimismo otros sinónimos de asesinar: desaparecer, ejecutar. En otro pasaje medita, jugando con palabras de Marx y de la Biblia, “un fantasma recorría el mundo: el fantasma de la matanza de los inocentes”.
El autor lleva a su límite el poder generador de la palabra en una de las líneas del alucinante pasaje inicial de Los días terrenales: “En el principio había sido el Caos, antes del Hombre, hasta que las voces se escucharon”.
Los ejemplos podrían multiplicarse. En el relato “La palabra sagrada” el escritor hace explícita su propuesta: son palabras que pueden calificarse de “sagradas” aquellas que un grupo sabe pero que tácitamente decide callar. Sin embargo, cuando alguien las dice, horadan la realidad aparente y pueden cambiar el curso de los acontecimientos.
“La palabra sagrada” abre el volumen Dormir en tierra (1960). De acuerdo con los editores de sus Obras completas —Andrea Revueltas y Philippe Cheron—, desde 1953 José Revueltas tenía ya una primera versión del libro. En ella, el relato ocupaba el sexto lugar, se titulaba “Las palabras sagradas” y estaba antecedido por una cita de Pascal: “Tanto me da que se me diga que me he servido de palabras antiguas. Como si los mismos pensamientos no formaran, por una diferente disposición, el cuerpo de un discurso distinto, al igual que las mismas palabras forman distintos pensamientos por su diferente disposición”.
En la versión definitiva, Revueltas suprimió la cita, pero conservó en el título el adjetivo “sagrada” que confiere un matiz religioso, procedente del universo de Pascal, a una trama en apariencia profana. Recordemos que la protagonista de “La palabra sagrada” es una adolescente de clase media mexicana, llamada Alicia, a quien su familia trata como a una niña. Un día ella es sorprendida en el desván de la escuela con su novio Andrés, con quien mantenía relaciones sexuales desde algún tiempo atrás. Los chicos son descubiertos por el profesor Mendizábal, quien induce al novio a escapar y asume la culpabilidad de haber seducido a la alumna. Por supuesto, es expulsado del colegio, en tanto Alicia es mimada como si hubiera sido víctima de un accidente.
El narrador otorga el atributo de sagrada a dos palabras. La primera es “amor”. Mientras espera a su novio el día que la descubren, Alicia se siente “el ángel del tiempo” y escribe, sobre el polvo de un viejo globo terráqueo, “Amor, Andrés”. Describe el narrador:
“El ángel del tiempo miró con profunda pena a esta culpable esfera, cuya muerte parecía ser la más amarga de todas […]. De todos los cadáveres del universo, ése era el más necesitado de compasión a causa de sus culpas, y entonces el ángel extendió el índice para escribir sobre aquella superficie muerta, una palabra, la primer palabra sagrada que lo reviviese”.
Cuando el profesor llega y pasa su manga por el globo, fracasa el acto del ángel que “intentó revivir con la palabra sagrada un mundo muerto para siempre” y, como la frase, el amor queda eliminado de la tierra y del relato. Por otra parte, la vocación expiatoria del profesor sólo puede entenderse en el marco general de la narrativa revueltiana donde la culpa es el común denominador de la humanidad.
La segunda palabra sagrada es “puta”. La tía de Alicia, Enedina, comprende lo que en verdad pasó y le dice a la joven al oído: “—Llora, hija mía, llora pequeña puta desvergonzada, llora que yo no te traicionaré”.
Alicia no es prostituta por tener relaciones con su novio, sino por aceptar la mentira del profesor y entrar en el mundo de una clase social que vive a base de fingimientos, y donde el amor ha sido borrado. La tía, ella misma experta en simulación, completa el ritual de ingreso de Alicia a la vida adulta. Enedina rompe el engaño, al pronunciar —si bien con discreción— “una de las cuantas palabras sagradas que tiene el lenguaje humano para expresarse”.
Conjuntamente con la teorización sobre las palabras sagradas, Revueltas explica a veces que los oprimidos hablan “El lenguaje de nadie”. Ese precisamente es el título de otro relato incluido también en Dormir en tierra. En este cuento, el indígena Carmelo no sabe hablar correctamente la lengua de los hacendados, por lo cual es incapaz de darse a entender y protestar por las injusticias que padece. Su uso imperfecto del lenguaje simboliza su impotencia y marginación. Sólo puede comunicarse con “el tonto de la hacienda”, aun más desvalido que él porque “los dos hablaban el lenguaje de nadie”.
La dinámica de las palabras sagradas tiene, como todo en Revueltas, una traducción política. Para él, el uso de la palabra obliga a los escritores a asumir una gran responsabilidad, pues en determinadas situaciones históricas las palabras pueden tener una carga subversiva. Expone con claridad esta propuesta en su “Carta de Budapest a los escritores Comunistas”, escrita en 1957 desde Hungría.
Cuando escribe este texto, ha pasado menos de un año de que la insurrección húngara contra la burocracia estalinista había sido reprimida. Revueltas, que ha reingresado al Partido Comunista, no ha perdido aún la fe en el papel dirigente de la URSS en la construcción del socialismo, de ahí que apoye la intervención soviética en Hungría. Sólo lamenta las desviaciones, como yerros justificables. Sin embargo, tiene muy en cuenta el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética que, a inicios de 1956, critica por primera vez las deformaciones estalinistas y abre una etapa de autocrítica en las organizaciones comunistas.
Si bien posteriormente el autor ya no justificaría la intervención soviética, vale la pena releer esta carta por sus apuntes sobre el lenguaje, que se mantuvieron. Incluye una cita de Sartre “Las palabras son disparos”, y explica que el mayor daño que el estalinismo hizo a los intelectuales fue minar su capacidad de emplear libremente las palabras: “Comenzó a existir para nosotros y en todos los países —cierto, sin que hubiese nadie que nos colocara una pistola a la espalda, y en suma esto era lo de menos— esa zona táctica, silenciosamente aceptada de ‘lo que no debe decirse’”.
Se califica a sí mismo, y a todos los que aceptaron la tácita prohibición y aceptaron autocensurarse, a aquellos que “traicionamos la palabra”, de “cobardes y oportunistas”.
Tal vez, con el tiempo, Revueltas perdiera confianza en la eficacia de las palabras. Diez años después de la “Carta de Budapest a los escritores Comunistas”, en el prólogo a una edición a su obra literaria, en Empresas Editoriales (1967), habla con pesimismo de algunos escritores que se expresan con un lenguaje de nadie:
“El escritor […] pacta a vida o muerte con las palabras, con sus palabras, con sus obras. En relación con ellas —relación que se establece independientemente de su voluntad— encuentra, así, la medida de su propio aislamiento y de la incomunicación sustancial a que está condenado su ‘lenguaje de nadie’, pues las cosas jamás podrán ser de otra manera para él. Dentro de este cuadro de lucha desesperada, es donde se desenvuelve el destino irrevocable de todo escritor que se proponga asumir hasta el fondo la lucidez más completa de su conciencia; el destino de ser y su saber, de su existir y su conocer, de su saberse y de su existirse”.
A pesar de su pesimismo, José Revueltas no abjuró nunca de la responsabilidad de la palabra; siguió ejerciéndola hasta su muerte. No supo de Ayotzinapa, pero sin duda se habría sentido forzado a investigar la verdad y a escribir sobre ella.
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