lunes, 15 de diciembre de 2014

“Esta caminata lóbrega”

16/Noviembre/2014
Confabulario
José Manuel Mateo

“¡No le estamos pidiendo favor a nadien! Nomás la verdad; que digan la verdad”, aseguró Florencio Alfaro la madrugada en que José Revueltas e Ismael Casasola llegaron al sitio donde los mineros acampaban. Ese día los trabajadores, acompañados de mujeres y niños, habían recorrido entre veinte y treinta kilómetros de una caminata que tenía como destino la ciudad de México. El 16 de octubre de 1950 comenzó la huelga en las minas de Nueva Rosita y Cloete; para esa fecha, los mineros de Palaú ya habían detenido labores, debido a que la Secretaría del Trabajo obstruyó el proceso legal que se perfilaba favorable a sus demandas (aumento de salario, servicio médico y cuatro días más de vacaciones). Por su lado, la Mexicana Zinc & Co., subsidiaria de la American Smelting and Refining Co., había violado el contrato de los trabajadores, también con la ayuda de la Secretaría. Durante tres meses el gobierno de Miguel Alemán intimidó a los huelguistas; a la población llegaron fuerzas federales y se buscó reducir al movimiento por hambre: la empresa extranjera congeló los fondos sindicales, cerró la cooperativa de consumo fundada con recursos de los trabajadores y la clínica que operaba gracias a los descuentos sobre el salario. El 20 de enero de 1951, prácticamente con una población en estado de sitio, comenzó la caminata de los mineros en huelga. De ahí el título del reportaje escrito por José Revueltas y publicado durante febrero de 1951 en la revista Hoy y en el periódico El Popular: “Marcha de hambre sobre el desierto y la nieve”.

“Miren —había dicho Florencio Alfaro antes de pedir la verdad— los periodistas nomás han venido para decir mentiras de nosotros”. Revueltas aceptó que eso podría suceder en otros casos, “pero en el nuestro [es] distinto: [venimos] a convivir con [ustedes], justamente para informar la verdad y nada más que la verdad”. En efecto, “en cierta prensa” se buscó desacreditar la acción de los huelguistas; se aseguró que “la caravana era apócrifa, constituida no por mineros sino por campesinos engañados por su líderes”, de modo que la desconfianza de Alfaro resultaba legítima; con todo, al final decidió bajar la guardia y como parte de su papel en el “servicio de vigilancia” de la huelga encomendó a Revueltas y a Casasola con otro minero para introducirlos en el grupo. “¡Vienen desde México!”, gritó a la distancia. Y agregó: “¡A ver si éstos sí nos cumplen!”.

Muy a su manera, quiero decir, concentrado en los gestos, las palabras y las voces de la gente, Revueltas ofrece un corte preciso de la caminata, y aunque el reportaje sólo refiere lo conversado durante la noche y luego de una nueva jornada que lo lleva hasta el kilómetro 387 de la carretera a Monterrey, consigue ir al fondo de lo que significa marchar en México: una y otra vez la gente ocupa las calles o recorre distancias inverosímiles en una especie de circuito esperanzado y al mismo tiempo desolador. Hacia el final de su reportaje, el escritor-periodista recuerda “los pies deformes de una mujer, Hortensia Álvarez, mientras refrescaba sus plantas agrietadas, en un sucio charco de agua”; recuerda esos pies y al mismo tiempo las palabras que la mujer le dirigió, en tanto sus labios “se entreabrían en una sonrisa llena de diafanidad y de orgullo”. Dijo Hortensia: “Nos ampollamos y nos volvemos a ampollar, pero ni quien nos detenga…”. En Saltillo, uno de los oradores “recordó que en Nueva Rosita los hijos aguardaban el triunfo de sus padres. Veo en la memoria todo eso y pienso”, dice Revueltas. De la ciudad de México la marcha de hambre regresará derrotada.

Resulta ineludible, por nuestra parte, pensar en El luto humano, la novela de 1943 que le valió a Revueltas un premio y que hoy por hoy constituye un hito literario por su lenguaje altamente poético, la complejidad de su trama y la amplitud de sus registros culturales. En buena medida, la novela muestra el éxodo de un grupo de campesinos a quienes había congregado el luto por la muerte de una niña. Desde el primer capítulo, cuando caracteriza a Úrsulo y Adán, enemigos mortales, el narrador los considera sucesores “de las viejas caminatas donde edades enteras iban muriendo, por generaciones, en busca del águila y la serpiente”. Contra lo que podría pensarse en primera instancia, Revueltas inscribe a sus personajes lejos del esencialismo característico del discurso sobre lo mexicano y más bien los lleva a un plano que los hermana con el resto de la humanidad al dotarlos de un lejano (y sólo en apariencia mítico) origen histórico: “eran dos pedernales, piedras capaces de luz y fuego, pero al fin piedras dolorosas, oyendo su antiguo entrechocar, desde las primitivas pisadas del hombre misterioso, del poblador primero y sin orígenes”. Andar es así un acto humano, una acción que tomada sin referentes parece religiosa, cuando en realidad da cuenta de la condición de las personas como pobladores de la Tierra. Y tan se aleja Revueltas de los esencialismos, que la novela alterna advertencias sobre las raíces anteriores a la Conquista, pasajes sintéticos de la escritura bíblica y menciones precisas para datar las acciones de los personajes y asignarles una contextura histórica. Dimensión humana, amplitud universal y conflictos menores de hombres y mujeres fraguan el acontecimiento narrativo que una y otra vez vuelve sobre la acción de caminar, sea nombrada por sí misma o por alguno de sus índices. Los pies, por ejemplo, adquieren protagonismo.

En vísperas de la tempestad, cuando el amenazante clamor del río se volvió “tan negro que podía estar en el aire, ser río celeste”, los pies se volvieron “lo único seguro y cardinal”, una especie de certeza más bien trágica. Úrsulo había llegado a casa de su antagonista, Adán, quien lideraba un grupo de asesinos a sueldo. A causa de la muerte de Chonita, la hija de Úrsulo, se abrió entre ellos una tregua y ambos atravesaron el río para llevar al cura hasta la casa donde se velaba el cuerpo de la pequeña. El sacerdote vaciló frente a la solicitud, casi imperativa, formulada por el asesino: “Venimos por usted”. Como el sacerdote permaneció callado e inmóvil, Adán repuso: “Si no quiere venir, padre, no venga…”. Entonces el cura “miróse la punta de los pies sin contestar. Tristes pies que sostenían su materia, que la dejaban erigirse. Ellos eran los que conducían, los que trasladaban, los que iban por la tierra”. Por eso, nos lleva a pensar el narrador, atravesar los pies con clavos, como le ocurrió a Cristo, implicaba una pérdida completa de la esperanza; y aproximadamente en esos términos también reflexionaba el sacerdote: en su conciencia se abría paso la certeza implícita en esa imagen de “los pies y los clavos”, certidumbre que no podía ser sino el síntoma del abandono, “la incapacidad de resurrección”. Finalmente el cura decide acompañarlos. A la casa donde se vela el cuerpo de la niña sólo llegarán el sacerdote y Úrsulo. Adán habrá muerto en el camino a manos del cura. Y llegan únicamente para preparar “el éxodo”, palabra “con esperanza, aunque remota, en los bárbaros y alentadores libros del Viejo Testamento, pero fría, muerta, aquí, en este naufragio sin remedio de hoy”.

En El luto humano se habla de la caída de un pueblo: “primero la huelga, después el fracaso del Sistema [de riego] y en seguida la sequía”; por último la tempestad, el desbordamiento del río y la inundación. Y todo ese trágico sucederse tiene como índice central el cuerpo muerto de una niña que los padres llevan consigo mientras procuran huir de la última catástrofe, junto con el cura y los últimos pobladores del lugar. Este andar esperanzado e inevitablemente condenado a un destino de signo adverso (como la huelga de los mineros en 1951) aparece en otros momentos de la novelística de Revueltas. En Los días terrenales Gregorio Saldívar organiza, como parte de su militancia comunista, una marcha a pie, de Puebla a la ciudad de México, “con los obreros sin trabajo y sus familias, para protestar por la falta de medidas gubernamentales en contra de la crisis”. Fidel Serrano, líder del grupo de comunistas al que pertenece Gregorio, imagina “las circunstancias, el terrible cansancio de la caminata, la legión harapienta de hombres y mujeres sobre el asfalto caliente de la carretera en un viaje de más de cien kilómetros”; no obstante, menos próximo que Gregorio a los desempleados, considera que la marcha será “una magnífica jornada de propaganda contra el régimen”. La reseña del movimiento y su represión final podría ampliarse; sin embargo, vale la pena aprovechar el espacio de esta nota para referir una última caminata que forma parte de Los errores, novela que este año cumple medio siglo de haber sido publicada por el Fondo de Cultura Económica.

Don Victorino dominaba a un grupo amplio de comerciantes en verdura, legumbres y fruta, quienes dependían de él para la diaria “refacción”, es decir, para reponer un artículo que, “de no venderse el propio día, ya estaba podrido a la mañana siguiente, razón por la cual la necesidad del préstamo resultaba forzosa, inevitable, regida por una ley superior y soberana… La ley del dinero, ese omnipresente dios sin rostro, pero que tiene el rostro de todos los hombres”. Don Victorino había prosperado gracias a la revolución o, mejor dicho, gracias al bando de la revolución al que había servido. A causa de un incidente, el prestamista recuerda sus días como oficial del ejército que combatía “contra los desarrapados y mugrosos zapatistas, tan miserablemente idénticos en todo al indígena de hoy”, es decir, al hombre que había pretendido obtener un préstamo de don Victorino dejando como garantía sólo su “palabra de hombre”. Ante la demanda, el ex oficial había reaccionado con furia destemplada y entre golpes e insultos lanzó de su local al humillado peticionario. Ya de pie, repuesto de una caída, el indígena consiguió lanzar, con el brazo en alto, “una sucesión de voces iracundas en lengua mexicana” hacia don Victorino. “Ese brazo del indio, ese brazo rebelde y furioso” llevó la memoria del prestamista a sus días de oficial. Caminando bajo una terca llovizna helada, conducía a un grupo de 18 prisioneros zapatistas. Él y sus soldados impulsaban a golpes a los indígenas para que siguieran la marcha hacia el fuerte de Perote, mas no actuaban precisamente con odio, más bien con “la misma lógica e indiferencia que se tiene ante una bestia de tiro”. Entre los prisioneros había heridos, “tres en total, a cuestas de otros tantos camaradas, quienes, con algo como una cortesía ceremoniosa y distinguida” se turnaban para cargarlos. En un momento de reposo, don Victorino dio la orden de esperar a que uno de los heridos terminara de morir y pidió que se escarbara de una vez “el hoyo”. Ante la inverosímil decisión, los zapatistas tardaron en comprender y entonces fueron obligados a cavar. El prisionero no expiraba y daba la impresión de que “no se moriría ni el día del Juicio”, lo mismo que Cristo, había dicho uno de los zapatistas. “Aquello era extraordinario y terrible… Aquel hombre no moriría, estaba entre ellos… para no morir nunca y luego extraviarlos a través de esta caminata lóbrega”. Don Victorino decidió que el herido había muerto y como los zapatistas no se movieron, instó a un subteniente para que “unos hombres de tropa” enterraran al “cristiano ése”. Apenas terminaron de cubrirlo y de apisonar la tierra con las botas, ocurrió aquello: “El brazo había brotado de la tierra como un resorte, con el ímpetu rabioso de una conciencia lúcida y perdida, en alto, desnudo”.

Lo mismo en su reportaje que en varias de sus novelas, Revueltas parece mostrar que somos “un país de muertos caminando, hondo país en busca del ancla, del sostén secreto” (El luto humano). Sentencia trágica y desoladora, pero no del todo ausente de esperanza, si echarse a andar o alzar un brazo pretende evitar que la posibilidad de otro mundo quede definitivamente sepultada. Hoy todavía se demanda la verdad y la posibilidad de hacernos de un Estado donde, como lo quería Revueltas, “se pueda pensar, trabajar, crear sin humillaciones, sobresaltos, angustias y mediatizaciones” (“Nuestra bandera”, México 68: juventud y revolución).

Caminamos, sí; pero tal vez no baste caminar.

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