Laberinto
Beatriz Espejo
Resulta muy difícil hablar de un hombre con el que se ha
vivido cuarenta años en un matrimonio estable y cuya muerte fue tan contundente
como su misma prosa. Sin lugar a réplicas. Varias veces estuvo antes al borde
de la muerte y varias veces logramos salvarlo; pero no cuando sonó la hora
terrible del silencio. En el corto tiempo transcurrido he tratado de juntar la
memoria de nuestra unión, casi siempre feliz.
Ya he contado cómo lo conocí y cómo dejamos de vernos años.
Nuestro encuentro definitivo ocurrió casualmente, así suceden los
acontecimientos importantes. Yo era Jefe de Acción Educativa del Departamento
Central y una tarde Enriqueta Ochoa me llamó para decirme que acababa de
escribir un largo poema y necesitaba mi opinión. Fuimos al restorán cercano y
quedé sorprendida. Se trataba de “El retorno de Electra” que posteriormente dio
nombre a un libro. No siempre se llegan a esas alturas. Al día siguiente volvió
a buscarme con la parte final, tan buena como la primera. Ahora en mi casa. Mi
mamá nos invitó a merendar y, en la sobremesa, Enriqueta dijo que Emmanuel
estaba hospitalizado por una úlcera reventada y que debía llamarlo porque
siempre me había querido mucho. Dudé. Hablé a la oficina y me contestó con su
voz de locutor que esa enfermedad había sido falsa alarma engordada por los
periódicos. Me invitó a cenar, a comer, a desayunar. Por fin acepté tomar té. A
partir de entonces nos vimos frecuentemente. El día de su cumpleaños, 2 de
julio, llegué con una botella de champán sobrante de mi primera boda. Él tenía
otra abierta enfriándose. Me propuso matrimonio y volvió a insistir hasta que
pidió mi mano con mi madre como si yo fuera aún una niña que sale a casarse. El
lujo de la ceremonia era mi traje azul de Givenchi. Ambos habíamos dejado
partidos excelentes y no teníamos un centavo. Su talento y mi trabajo nos
ayudaron.
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