Laberinto
Carlos Velázquez
La
tumba es la primera novela
estéreo en México. El salto del sonido mono hacia la vanguardia en la
literatura nacional. Nuestras letras, como el país, viven un estado de crisis
permanente. José Agustín debutó durante una coyuntura. Solo existían dos
caminos para la escritura: refritearse el modelo posrevolucionario o sucumbir
ante el pseudocosmopolita. Como le ocurrió a un alto porcentaje de sus
contemporáneos.
Quizá
era previsible. Quizá no. Lo que en definitiva nadie pudo predecir fue que la
revitalización de la narrativa surgiría de la mente de un veinteañero. Bob
Dylan afirmaba que los cambios sociales se producían después de episodios de
agitación. Atenta a esa ecuación, La tumba es hija de la
revolución juvenil. Con frecuencia se hace escarnio de que los movimientos
arriban tarde a nuestro territorio. A diferencia de otras corrientes, la
literatura mexicana no recibió la vanguardia diferida. José Agustín nos conectó
con la Era de
Acuario.
Una
virtud emblemática de La tumba reside en su carácter iniciático.
Es la asociación delictuosa por excelencia para aquellos que fueron adolescentes
en los sesentas (con el tiempo el referente se ampliaría hasta nuestros días).
Evidenció que el relevo generacional sí significaba una renovación cultural. La
tumba inauguró el relato de iniciación. La tradición había demostrado
ser una pandilla de masoquistas infelices. La narrativa había dejado de
registrar el discurrir del ser nacional. José Agustín dio carpetazo al discurso
imperante al renunciar a la explotación de lo idiosincrático como sello de
identidad. Aglutinó en un documento el pulso de su época.
La
tumba inauguró la novela
generacional. A partir de su irrupción emergió una nueva promoción de
narradores. Autores que sin su publicación no habrían garantizado su ingreso en
el panorama de las letras. O no al menos con la contundencia que lo
consiguieron. Todo el crédito corresponde a José Agustín, sin embargo no podemos
restarle mérito al ingeniero de sonido de esta obra: Juan José Arreola, quien
se dejó despertar la sensibilidad por el genio precoz del autor. La novela fue
editada cuando el escritor contaba con apenas dos décadas de existencia, pero
está fechada tres años antes, en 1961, la redactó a los dieciséis años.
La
historia está compuesta por personajes que eligieron el viaje como una manera
de autoafirmación. José Agustín es un caso excepcional. Desafió la fórmula.
Primero se consagró a La tumba y después emprendió la travesía.
En 1961, meses después de escribir la novela, se casó a escondidas y se embarcó
a Cuba para participar en una campaña de alfabetización en la isla. La
constante dicta que primero se debe viajar y después verter la experiencia en
la página, no a la inversa. José Agustín desobedeció la regla. Y luego salió a
observar el mundo. De esta experiencia se desprendió Diario de brigadista,
publicado cuarenta y seis años después.
La
tumba está influida por “La
infancia de un jefe”. Una lista de lecturas de la época reveló que José Agustín
releía El muro de Sartre con asiduidad. A la novela del mexicano
podríamos subtitularla “La infancia de un yupi”. Si bien es cierto que el
personaje principal es un escritor, nada indica que se congratulará con el oficio.
Como en un delirio davidlyncheano, podría reencarnar en el protagonista de Dos
horas de sol, novela concebida por José Agustín treinta años después.
Mientras tanto, como el protagónico de Sartre, se dedica a prepararse para el
devenir. En la historia del existencialista el personaje ingresará en la clase
alta francesa. En la del mexicano, Gabriel se incorporará a la descomposición social
producto de un país corrupto.
A
diferencia de Lucien, Gabriel no coquetea con la ambigüedad sexual. Transgrede
con base en un elemento igual de poderoso: el lenguaje. Debraya con que tiene un
encendedor por cabeza (anticipación del eraserhead lyncheano) y
líquido en lugar de masa encefálica. Permanentemente escucha un clic que lo
desquicia. Un clic constante que se convierte en clit. El órgano
que le permite acceder a un lenguaje nuevo, dotarlo de una vitalidad inédita.
Un tejido semántico que no depende exclusivamente de lo bibliográfico, sino que
abreva del rock, las subculturas, la oralidad callejera desenfrenada y sobre
todo la alteración de la realidad. La realidad alterada en la literatura
mexicana comienza con José Agustín.
La
tumba antecede a Less
than Zero (1985), también una ópera
prima, de Breat Easton Ellis. Sin el glamur que supone una narración
ubicada en Hollywood. Ambas obras experimentan un existencialismo americano sin
concesiones. Tanto Gabriel como Clay parecen implorar por un subidón que los
rescate de la parsimonia de su época: I need a fix cause I’m going down.
Por eso tienen que medir sus emociones a base de velocidad y de acostones. Clay
también reencarnaría, con el mismo nombre, quince años después en Imperial
Bedrooms. Y, oh casualidad, es guionista. Nigro, el antihéroe de Dos
horas de sol, se
dedica a realizar reportajes para una revista. La tumba posee un
final abierto. Aparece un revólver. Toda caída lleva implícita que la felicidad
es una pistola caliente. El clic interminable del arma no es otra cosa que el
reponerse a la sepultura.
Descubrí
a José Agustín a los dieciséis, la edad en la que conformó La tumba,
en 1994. El país atravesaba por una de sus épocas más convulsas. El
levantamiento en armas por parte del EZLN, el asesinato del candidato priista a
la presidencia Luis Donaldo Colosio, la devaluación y el suicidio de Kurt
Cobain marcaron mi adolescencia. Mi primer acercamiento sucedió a través de Dos
horas de sol. El libreto perfecto para el soundtrack al que era adicto aquellos días: Nevermind
de Nirvana. Dos horas de sol es una de las obras menos
populares de José Agustín. Sin embargo, es una de mis novelas favoritas. Le
guardo un cariño especial porque me introdujo al universo joseagustinesco. Semanas
después conseguí La tumba.
No
puedo rememorar mi contacto con la primera novela de José Agustín sin evocar un
pasaje de la película Almost Famous de Cameron Crowe. Es una
secuencia hermosa. Anita, hermana de William Miller, se enrola como aeromoza
para escapar del yugo de su controladora madre. Antes de partir le hereda a su
bróder una pequeña colección de viniles. Mientras el prepuberto los admira,
encuentra una nota en el interior de un disco de The Who. “Escucha Tommy
con una vela encendida y atisbarás todo tu futuro”. La misma sensación me invadió
a mí cuando leí La tumba. Vislumbré en lo que se convertiría mi
vida en aquellas páginas. No consigo recordar quién me lo proveyó. Pero
recuerdo que me aproximé ceremonioso al libro, con una reverencia que tenía
reservada exclusivamente para la música.
La
tumba cumple cincuenta años
de vida. Algunos de nosotros, treinta de convertirnos en sus lectores. Otros están
ahí desde el inicio. En estas tres décadas que he acompañado la producción
joseagustiniana he observado que su principal preocupación ha sido configurar
un lenguaje en estado de gracia. Lo podemos atestiguar en los títulos
subsecuentes: De perfil, Inventando que sueño, Se
está haciendo tarde ( final en la laguna), El rey
se acerca a su templo, Cerca del fuego, por mencionar algunos.
Existe un equívoco en torno a la obra de José Agustín. Se asume por default que le concierne el
debate entre alta cultura y cultura popular. Sus intereses se centran más allá
de esta estrecha concepción crítica. Es la lengua como divinidad la que ha sido
una de sus obsesiones primordiales. Y en esta ambición La tumba fue
el disparo de salida. Un inmejorable arranque. Como mencioné, modulado por el
Phil Spector de las letras, Juan José Arreola. Uno de los halagos más elevados
a los que un escritor mexicano podía aspirar. No olvidemos que fue el mismo
Arreola quien balanceó Pedro Páramo.
Conforme
uno se consagra como lector va cosechando autores e influencias. Lo mismo
sucede con los consumidores de rock. A algunas obras regresamos por nostalgia, otras
las olvidamos. O quedan sepultadas bajo la ingratitud del tiempo. Sin embargo,
existen aquellas que resisten el paso del tiempo. Que nunca envejecen. La
tumba pertenece a esta denominación. No importa cuanta cultura musical
atesoremos durante nuestra existencia, nunca dejaremos de escuchar a los
Beatles. Lo mismo sucede con José Agustín, su obra siempre ocupará un lugar
insobornable en nuestro corazón.
Tres Marías, Morelos, julio de 2014
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