lunes, 10 de noviembre de 2014

José Revueltas o la entereza del árbol

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Antes de cualquier otra averiguación, quisiera advertirles a mis jueces que no soy crítica de literatura, que ni en sueños pienso compararme a Philippe Cheron, Evodio Escalante, Álvaro Ruiz Abreu, mi muy querido y admirado José Joaquín Blanco, Edith Negrín, Sonia Peña, Christopher Domínguez, José Manuel Mateo, grandes especialistas en José Revueltas. Mi acercamiento es sólo reverente y amistoso y, para hablar en este foro, pido permiso primero.
A José Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, las prostitutas, los sin amor, los fracasados, los encarcelados, los de a pie.
En 1968, Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante, descreído, ajeno a la admiración que suscitaba. Lo buscaban mucho los jóvenes, primero los Espartacos, luego los líderes del ’68 reunidos en una crujía que no era la de todos, sino un redondel en el que se abrían paso en medio del asfalto unos escuálidos arbolitos en la cárcel preventiva o Palacio Negro de Lecumberri. Todos los sesentayocheros recurrían a él, como seguirían buscándolo hasta su muerte. Manuel Marcué Pardinas, Eli de Gortari, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le aconsejaba que no fuera a ingerir la cocción embriagante de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido porque le perforaría los intestinos. Salvador Martínez della Rocca, el Pino, destilaba con un alambique otro tipo de alcohol que a todos convidaba con la ruidosa generosidad que lo caracteriza.
También andaba tras él el joven escritor de la llamada onda, José Agustín, originario de Acapulco, que en Lecumberri y en esos mismos años escribió El rock de la cárcel. Cada tercer día con su hoja en la mano corría a enseñársela a su crujía. A Revueltas se le podía enseñar todo, decir todo. 
Sus amigos fueron Roberto Escudero, su compañero de celda Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, que murió hace poco, y casi todos los chavos rebeldes y revolucionarios de 1968. Era bonito verlo entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro y encajarlo en una boquilla en un gesto que nada tenía de proletario; discurrir largamente con su voz cascada ante estos cachorros que apenas iban cuando él estaba de regreso de todo. Menos del amor, claro está. Porque si hubo un hombre que supo amar a las mujeres o a una sola mujer entre todas las mujeres o a todas las mujeres en una sola, o a muchas pero cada una a su tiempo, ese fue José Revueltas.
A mí me habría encantado encontrármelo en un autobús, sentado al lado de un león, o en la banca de un parque y escuchar su arenga a los perros, porque eran los únicos que habían acudido al mitin, o verlo sortear las tribulaciones que son parte de la vida de un militante que nunca sabe si va a comer o si encontrará en el fondo de la bolsa de su pantalón una moneda para su transporte. Me habría emocionado oírlo decir la frase que justificó su vida entera: “En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.”
Sí, Pepe, sí: tú sí hiciste un amplio, un profundo trabajo por México.
Sonreía bajo su bigote y su piochita de chivo a la Ho Chi Minh, enseñando sus dientes manchados de nicotina, dientes de hombre sufrido, dolido por la suerte de los demás, de hombre que escogió desde el primer momento estar del lado de los jodidos. Su estado natural –a pesar de su capacidad de enamoramiento, ya que Revueltas se enamoró mejor que ningún otro hombre, hasta perderlo todo, hasta empezar de nuevo, hasta el enloquecimiento–, su estado natural era el de la pasión y el del olvido de todas las reglas, el del perro enyerbado, el de sus más tiernos años, el de la celda carcelaria y el del sufrimiento de todos los hombres.
Siempre me maravillaron las apariciones que hacían sus mujeres en su literatura; una que casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad de la que Revueltas escribió: “Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.” O la de Cecilia en El luto humano frente a Úrsulo: “Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de sus pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre.” Sobre la protagonista de Los errores, Elena, el enano, escribió frases atroces, orozquianas, describe a un cerdo de un metro de alto, de párpados hinchados y rostro de náufrago a la que el Muñeco, su padrote, besa de vez en cuando hasta lograr exterminarla.
A propósito del exterminio, escribió desde Perú, en 1943, en un viaje como periodista para la revista Así a su esposa Olivia Peralta: “Mis colegas de a bordo, Fernando Benítez y Luis Spota, se portan muy bien. Hemos fraternizado como amigos y no tengo nada de qué quejarme en relación con ellos, antes al contrario, Spota está corrigiendo una última novela suya, de la cual me ha leído algunos capítulos. No está mal, pero le falta hacerse mucho más desde el punto de vista humano. Le he dicho a Spota que le hace falta sufrir, y tal vez no personalmente, sino sufrir por los demás, para llegar a ser un buen artista.”
¿Hace falta sufrir? ¿Sufrir por lo demás? ¿No fue esa la vida de Revueltas que se echó la culpa de todo el movimiento estudiantil de 1968 y terminó en la cárcel de Lecumberri? Escribió que la muerte es maravillosa. Y también escribió del fuego. Y del cielo. Dijo textualmente: “Dios ha de decir desde las alturas: este cabrón no cree en mí: pero soy hijo de la chingada si no me lo traigo al cielo.”
Era bonito verlo en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteojos coronando su cabeza, atravesando la explanada para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes, él los llamaba “compañeros”, pero muchos de ellos, los de Filosofía y Letras, los de Ciencias Políticas, lo llamaban “maestro”. Respondía a las preguntas más inoportunas; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más simplones sin una sola chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados y, cuando terminaban su perorata, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: “Pues mire usted, compañerito...”
En 1968 era común verlo a cualquier hora en un salón de Filosofía y Letras escribiendo en una mesa que algunas veces le servía de cama. Los muchachos lo asediaban y nunca dudó en integrarse al movimiento pese a su edad, su mala salud y la avalancha de críticas. Apoyó durante los 146 días del movimiento al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras; protegió a Alcira, la uruguaya que permaneció un mes encerrada en el baño de mujeres cuando el ejército entró a Filosofía y Letras; apoyó a jóvenes que en la calle habían sido amenazados. (Sobre Alcira Soust, Roberto Bolaño hizo una novela: Amuleto).
La verdad primero
De la cárcel, Revueltas lo sabía todo. Desde muy niño se puso de parte de los marginados. Y ponerse de su parte no era echar largos discursos desde alguna curul o sentarse en torno a una mesa de café, sino compartir su vida hasta la médula de los huesos, allí donde los pensamientos duelen y se encajan y no dejan respirar. A los catorce años entró al Socorro Rojo Internacional y a los quince participó en una protesta de apoyo a la Revolución de Octubre. Fue él quien colocó una bandera roja en el astabandera de la Catedral Metropolitana. Salió de las Islas Marías por intervención del general Múgica, quien alegó que era menor de edad. Regresó a Ciudad de México y, a las dos horas, ya era secretario juvenil de la Confederación Sindical Unitaria de México. Organizó entonces una huelga en Ciudad Anáhuac, Nuevo León, y lo enviaron de nuevo –sin proceso– a las Islas Marías, condenado durante diez meses a trabajos forzados. Recobró la libertad en 1935, durante el régimen de Lázaro Cárdenas; o sea que, entre 1932 y 1934, José estuvo en la cárcel tres veces, dos en las Islas Marías y una en el Tribunal de Menores.
Nunca le preocupó estar rodeado de agua por todas partes, al contrario; en las Islas Marías escribió Los muros de agua, pero antes había escrito un capítulo de “El quebranto”, que creyó novela y quedaría definitivamente en forma de cuento.
Gregorio, el protagonista de Los muros de agua, nos narra la vida de los desgarrados, los desposeídos de la tierra. Al igual que Revueltas, Gregorio inquiere, titubea, lo atormentan las dudas y las contradicciones. Desde el principio Revueltas discrepó de la política tradicional. ¡Cuántas veces lo obligaron a retractarse! Lo cierto es que fue un hombre libre –“dialéctico”, diría él– y sus actos, poco ortodoxos, muy pronto dejaron de seguir la línea estalinista. Amante de la verdad hasta el escarnio, Revueltas defendió al poeta Heberto Padilla, condenado por el castrismo, y perdió la amistad de los cubanos, cosa para él muy dolorosa. Aceptó también ir a una reunión a Santiago de Chile para hablar en contra del antisemitismo en la Unión Soviética, exponiendo un trabajo que le costó lágrimas de sangre.
Su tercera novela, Los días terrenales, fue destrozada por el Partido Comunista y sus compañeros de la célula “José Carlos Mariátegui” lo satanizaron por mal comunista. Enrique Ramírez y Ramírez, primero en El Popular y luego en El Día, lo condenó cuando él mismo habría de terminar en el PRI, el partido oficial. Revueltas humildemente aceptó la crítica y retiró su novela de la circulación, y Los días terrenales sólo volvió a aparecer cuando los dogmas estalinistas se eliminaron de la dirección del partido.
De todos los intelectuales mexicanos, fue el que mejor se alejó de honores y preseas. Dijo que jamás aceptaría ser miembro del Colegio Nacional y que si le ofrecieran ingresar a la anquilosada Academia de la Lengua sería tanto como entrar a la corte de Felipe ii. Libre de ataduras, aunque no era vasconcelista, definía al vasconcelismo como “el intento más sano de buscar una esencia de la cultura nacional”. Años más tarde, le habría parecido estupendo que los intelectuales salieran a la calle, como Regis Debray, Foucault, Costa Gavras, Yves Montand, etcétera, como ahora salió Adolfo Gilly a protestar al lado de Cuauhtémoc Cárdenas. Pedía a gritos que los intelectuales no fueran contempladores y saludó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, a raíz del movimiento estudiantil de 1968.
Sencillez y coherencia
Lo conocí en casa de la poeta costarricense Eunice Odio, cuando José era más joven y no llevaba barba. Separado de su primera mujer, Olivia Peralta, se había casado con Mariate Retes y escribía guiones de cine. Era un hombre pequeño, delgadísimo, con hambre en los ojos. El mismo Revueltas escribió: “Cada vez que me encuentro con un comunista de los treintas –y quedan pocos– me basta mirarlo a los ojos: son un pozo de tristeza, de larga, increíble soledad. Queda algo importante: el amor que nos tenemos y la decisión –desesperada, si lo quieres– de seguir luchando. ¿Fe en el hombre? Quizá no pueda contestarse afirmativamente.” Lo mismo podría decirse de él, niño de las Islas Marías, que en cada uno de sus ojos había un pozo de tristeza. Pero nunca se quejaba, al contrario, mentaba madres, pero aceptaba con humildad los juicios en su contra, los denuestos de quienes le eran harto inferiores.
Esa noche, Revueltas era la figura más entrañable de la reunión, por su encanto, por su ingenio, su generosidad sin límites y porque a pesar de su leyenda tenía la sencillez de los grandes. Pensé que Durango era el único estado de la república que podía enorgullecerse de haberle dado a México una familia de creadores, y que este hombre obsesivo y solitario (a pesar de sus amores) era el autor de la frase que ahora se repite en todas las manifestaciones: “¡No están solos!” “¡No están solos!”
Todos los Revueltas destacaron: en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, el músico extraordinario, quizá el mayor que ha dado nuestro país; Fermín el pintor; Rosaura, la actriz de la película censurada La sal de la tierra. José, el más joven, discutía con Margarita Michelena, su amiga, y en él buscaba yo la pasión o, mejor dicho, la desesperación de los Revueltas.
Cuando José se disponía a enseñarle el manuscrito de su primera novela a su hermano, Silvestre murió. Así como José, Silvestre era alcohólico. Tanto los hijos de José como Eugenia, hija de Silvestre, tuvieron la certeza de que sus padres hacían algo trascendental para México y nunca lamentaron abandono y pobreza, al contrario, José respondió a sus inquisidores que la suya era una familia común y corriente de Durango, que su padre había muerto cuando él era aún un niño y que cuando trabajó por primera vez lo hizo en una tlapalería.
Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en 1941, en la sierra de Puebla, y que la repartían –por encargo de Narciso Bassols, quien fuera más tarde ministro de Educación– a los pueblos más distantes. A lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de caballo, salían con su paquete de revistas bien amarrado y terminaban invariablemente en la cantina, porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos militantes los invitaban para explicarles lo que decía la revista frente a una convincente cerveza. Alguna vez, cuando Revueltas le comunicó a Bassols que no podría salir a repartir Combate porque su mujer, Olivia, estaba a punto de dar a luz, Bassols respondió: “¡Qué contratiempo, camarada Revueltas, qué contratiempo. ¿No podría su mujer parir otro día?”
José Revueltas tuvo cuatro hijos con Olivia Peralta: Andrea, Fermín, Pablo (por Pablo Neruda) y Olivia. El quinto hijo es el músico Román Revueltas Retes, hijo de María Teresa Retes. La sexta, su última hija, Moura, nacida en Cuba, es médica y podría curarnos a todos.
Su hija Olivia (Revueltas Peralta), música jazzista, considera que el apellido Revueltas es una bomba. Llevarlo la atenaza, le quema la garganta y las manos. “Soy hija de un amor pavoroso porque mi madre, a punto de separarse, se planteó: ‘¿Para qué tengo esta hija si él ya me va a dejar?’ Yo soy la última de los hijos del matrimonio Revueltas-Peralta, porque José se enamoró de Mariate Retes. Mi madre pensó en abortar, pero Teresita Proenza, secretaria de Diego Rivera, le dijo: ‘¿Cómo sabes si este hijo que esperas no va a poner muy en alto el nombre de Revueltas?’”
Aunque su vida llevara en sí una carga de indignación profunda, de cólera sagrada, como un ancho río subterráneo y negro que enlaza sus novelas y sus cuentos, Revueltas fue un hombre contenido, consecuente, un hombre que sabía preguntar: “¿Compañero, qué le pasa?” Recuerdo cómo amé al contramaestre Galindo de Dormir en tierra, brusco, ronco y torvo, quien a bordo de El Tritón se aventó al mar con el único chaleco salvavidas del barco al niño de siete años que llevaba a bordo. También recuerdo al terrible pescador Ventura, tullido y tuerto, sus muñones como estrellas en El luto humano y a toda esa gente “inevitablemente horrible”.
Todos los títulos de Revueltas son en cierta forma bíblicos y cavan hondo, como cava su literatura. Quería reunir su obra bajo el título de Los días terrenales y los miles de tomos de su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que intentan forjar un mundo en el que no se le dé la espalda a los pobres, a los que sufren.
A José Revueltas nadie tuvo que darle un té amansalocos. Su cólera era una cólera ideológica, porque con los hombres y las mujeres de todos los días, su paciencia fue infinita. Nunca fue impositivo, nunca hizo visible su propia importancia. No pronunció jamás una palabra que denostara, humillara, rechazara, aunque en alguna que otra ocasión lo vi levantar los ojos al cielo, es decir, nunca se hizo valer, nunca creyó que algo le fuera permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño de reformatorio, un niño que se avienta y se la juega y que en el último momento te regala una sonrisa cómplice.
Curiosamente, Rosario Castellanos, defensora de los chiapanecos más olvidados, también se hacía menos. ¿Qué compartía con Revueltas?
En su última cárcel en el negro palacio de Lecumberri, Revueltas escribió El apando, una de las joyas de la literatura mexicana, un libro de apenas cincuenta y seis hojas, escrito entre febrero y marzo de 1969 en su celda, al lado de Martín Dozal Jottar, su compañero, y publicado por la Editorial era, lo mismo que toda su obra. José Agustín dio un curso de cinco sesiones sobre El apando y también sobre la vida carcelaria que el poeta Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri para desmentir la creencia de que la cárcel puede servirle de algo a escritor alguno.
Si un escritor mexicano ha sabido adentrarnos en el tema del proletariado, el del sindicalismo, el de la defensa de los derechos humanos, ése es José Revueltas. Nunca le oí decir que le fascinara la novela de la Revolución mexicana, estudiada por investigadores europeos y estadunidenses; nunca un elogio para Mariano Azuela. Tampoco hablaba de la novela indigenista (a Rosario Castellanos le chocaba que le dijeran que sus novelas lo eran), de la novela urbana como podrían ser las de Fuentes o Spota, y ahora las de Fabrizio Mejía Madrid, la de la onda, término que también le recontrachoca a José Agustín, la de la provincia, centrada en Agustín Yáñez, en Luisa Josefina Hernández. Habría que recordar que Rulfo tuvo un número muy respetable de imitadores, Tomás Mojarro para citar uno solo. José Revueltas escoge (o él es el escogido, o mejor dicho el atenazado) la lucha obrera y esa cosa extraña llamada “la izquierda”, y es satanizado por sus mismos camaradas. En su conocimiento de los trabajadores del riel, Revueltas tiene un antecesor que admiré cuando Gustavo Sainz puso entre mis manos Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda.
En los últimos meses, José Revueltas vivió por espasmos, empujando su cuerpo, jalándolo hacia sí mismo, recuperándolo aquí y allá, juntando sus piezas para poder echarlo a andar. Se daba cuerda pero, al rato, la falta de combustible lo dejaba parado en la primera esquina. A los sesenta años era un hombre cansado y traqueteado, en cierta forma desencantado. Es cierto que los estudiantes se detenían en su trayecto a la Universidad para subir a su minúsculo departamento en la avenida Insurgentes número 1224 a tomarse un café con él. Es cierto también que Roberto Escudero y otros jóvenes lo veían una o dos veces por semana. Es cierto que sus médicos lo querían como a un padre, pero él traía desde niño un sentido de culpabilidad que lo hizo consciente de la fealdad del mundo. Escribió: “No olvidemos que también hemos sido Hitler, por mucho que nos repugne.” Dijo también: “Yo me mato en todos los demás a quienes mato.” Para él, el mundo andaba mal; admiraba a los monjes budistas de Vietnam que se incendian: “Son la única conciencia lúcida del suicidio universal antropomórfico que ellos tratan de evitar, como individuos, con su propia muerte. Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero, sólo puede realizarse con la muerte.”
Yo no sé lo que quiso evitar José Revueltas con su propia muerte. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, una entrega a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos con rostros de tierra labrantía, sus hermanos que andan por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que no los vean, para que los dejen en paz, para que la indiferencia los deje embarrados en la pared.
Caótico, contradictorio como todo lo que vive, Revueltas nunca perdió su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho, y por eso mismo resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Es un Luzbel angelical.
Revueltas nos reconcilia con nosotros mismos. Su vida y su obra literaria son de un extraordinario fervor intelectual. Nervioso, Revueltas temblaba pero, a pesar del tormento de su vida, conservaba su sentido del humor. Me acuerdo que un día, en 1975, me envió un recado a través de Eduardo Iturbe –que en ese entonces era secretario de la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata– para decirme que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, el cerebro se me llenaría de hierro, de fósforo, de potasio, y escribiría muy bien novela, cuento, ensayo, crónica, poesía, lo que fuera, porque los frijoles tienen propiedades energéticas destinadas únicamente a las escritoras inseguras e ilusas.
Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir, me sentía pesada y con más sueño que la Bella Durmiente. En la noche, después del gran plato lleno de hierro y fósforo que va directamente al cerebro, volaba por la casa como globo de Cantolla, sin haber atinado con una sola idea. Cuando me quejé, Revueltas se rió, burlón: “¡Pero qué tonta! ¿Te lo creíste? ¡Si era una broma! Claro que las francesas no pueden comer frijoles.”
Compleja, violenta y denostada, ninguna obra literaria de México ha sido puesta en el banquillo de los acusados como la suya, sobre todo por sus compañeros de izquierda. La derecha también dejaba caer despectivamente: “Si no fuera militante, dedicaría más tiempo a su obra y sería mejor.” ¿Hacia quiénes podía Revueltas volver la cabeza? Sólo hacia las mujeres. Era fácil destrozarlo como destrozaron sus obras de teatro: El cuadrante de la soledad, en el que participó Diego Rivera, Pito Pérez en la hoguera. El larguísimo trabajo político Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, democracia bárbara y la cantidad infinita de artículos políticos sobre México contenidos en seis grandes cajas que su joven mujer Emma y su hija Andrea ordenaron para su publicación en veintiséis tomos destinados a la Editorial era.
Un árbol llamAdo Hamlet
Pepe y yo platicábamos de vez en cuando; lo interrumpía sin ton ni son cuando tomaba el camino de la filosofía, de las disquisiciones que mi ignorancia volvían lentas y farragosas. Entonces, con una impertinencia siempre tolerada, volvía yo a temas “concretitos” y fáciles: sus gustos literarios, su amor por Dostoievsky, sus críticas al Tolstoi, terrateniente compasivo, su fe en el chavo de la onda, José Agustín, y en el admirable Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles le pareció buena. Bueno, benévolo, benigno, afable, clemente, generoso, sensible, bondadoso, lo era con todos. Nadie le pareció despreciable, nunca. Siempre escuchó y siempre respondió.
Como ya dije, ante todo, a Pepe le atrajeron las mujeres y desde joven se enamoró hasta morir de amor, hasta crucificarse, hasta caer redondo en el aserrín de la primera cantina, hasta andar arrastrando la cobija por las calles de México llorando por su amada.
Hay quienes han calificado su literatura de cruel y sórdida y, sobre todo, de angustiosa, pero Revueltas era un hombre lleno de declaraciones amorosas, de parlamentos felices, de encuentros con el ángel de la guarda que era su dulce compañía cuando hacía el amor y cuando subía al camión Roma-Mérida o al Mariscal Sucre, y lo protegía de las despechadas a quienes aseguraba que eran la única cuando ya le había echado el ojo a otra; un hombre que se reía de sí mismo y sabía entretener a los oyentes más disímbolos, sabios e ignorantes, tontos e inteligentes. Se pitorreaba de los militantes, y claro que su ironía irritaba a los solemnes asnos del Partido Comunista que terminaron en el PRI, y claro que Revueltas siempre tuvo fricciones con las órdenes enviadas desde Moscú. Él sabía lo que es el trabajo forzado, sabía de castigos, injurias y golpes. Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel.
La vida y la obra de José Revueltas nos salvan. Al menos sabemos que uno de entre nosotros ha sido capaz de vivir de acuerdo consigo mismo, ha dicho lo que cree sin miedo: “He recapacitado mucho, he pensado mucho y he sometido toda mi vida a un análisis. Ahora es preciso no perder el tiempo; llevar una vida recta, austera, de sacrificio y trabajo. Estos grandes viajes, más que nada, son viajes por el interior de uno mismo. Y entonces aprende uno a conocerse mejor y a ver sus errores.”
“Los errores” ¡Ah, cómo los ponderó!
José Revueltas nunca atendió a su cuerpo, nunca lo cuidó: lo usó, lo gastó hasta dejarlo en una simple hebrita rompediza, frágil, un hilo que apenas podía mantener los brazos y las piernas unidos al tronco. Pepe jamás se compró un par de zapatos. Trabajó a la intemperie, le cayeron muchas tormentas sobre los hombros, de rayos políticos y centellas dialécticas, salió destapado del Partido Comunista.
Revueltas fue nuestra única posibilidad de tener un Dostoievsky, dice muy bien Eugenia Revueltas, hija del genio Silvestre, quien lleva la sangre de todos los Revueltas en sus venas y hace el símil entre Dostoievsky y Pepe al contarnos que una vez le preguntaron al ruso:
–Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en nombre del pueblo ruso?
Dostoievski se recogió un poco los pantalones y, señalando a la altura de los tobillos, sobre su pierna, las huellas de las cadenas que había arrastrado en Siberia durante años:
–He aquí mis derechos –dijo.
Así como el ruso, Revueltas se ganó el derecho a hablar en nombre del pueblo de México.
No sé lo que quiso evitar José Revueltas con su muerte, el 14 de abril de 1976, a los sesenta y dos años. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, un holocausto, una entrega a los demás, a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos los pobres, las prostitutas, sus hermanos con sus rostros morenos de tierra labrantía, los padrotes, los merolicos; sus hermanos, el lumpen que anda por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que los dejen en paz, para que la muerte no los apachurre y los deje embarrados sobre la acera.
En los años previos a su muerte, José Revueltas se quedaba durante horas viendo un árbol que sobresalía por encima de los techos de lámina del rumbo de Insurgentes en donde vivía. Se levantaba en medio del asfalto y de los coches; una gran rama estaba seca, otra se había extendido casi sin hojas, la otra sí reverdecía frente a la ventana de Revueltas. El cielo entreverado entre sus ramas, el árbol era el único lujo de Revueltas. En la mañana y en la tarde lo saludaba y le puso Hamlet. Aseguraba que ambos estaban a punto de secarse. Solo y enfermo, Revueltas solía ir de su mesa de trabajo a la ventana, de su cama a la ventana, veía el árbol y regresaba a su mesa, lo saludaba y regresaba a la cama. Al final ya no se levantó y entonces le preguntaba a su esposa Emma Barón: “¿Cómo amaneció hoy el árbol?”
Ahora, Revueltas amanece con sus cien años de árbol y nosotros quisiéramos ser sus hojas, las más conscientes, las que mejor se preocupan por los otros, las que quieren evitar el dolor y las llagas, los que buscan que México ya no sea una ballena boqueando en el lago de Chapultepec, llena de enorme fatiga.



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