Laberinto
Evodio Escalante
Comienzo señalando lo que a primera vista podría considerarse una tara en la constitución anímica de José Revueltas: su incapacidad para responder de frente a las críticas, a veces no solo severas sino malintencionadas, que merecieron él y sus textos literarios. Esta es una constante que no lo abandona nunca. Su primera gran novela, El luto humano (1943), que le acababa de valer un Premio Nacional de Literatura, fue saludada con una reseña de Octavio Paz en la que no solo lo acusaba de torpeza para relatar, de recurrir a un lirismo sin empleo y de empantanar su texto con digresiones y personajes inconsistentes, sino que le negaba al libro su calidad genérica: no era una novela. Revueltas reaccionó, es cierto, pero de modo oblicuo y sin darse personalmente por aludido, con lo que, podría decirse, los ataques quedaron sin contestación. En los años cincuenta sucedió algo todavía peor. Los días terrenales (1949), su siguiente novela, aunque elogiada como una obra de arte por críticos de la talla de Salvador Novo y Alí Chumacero, fue condenada al infierno de la literatura degenerada que inspiraba el decadentismo existencialista por Enrique Ramírez y Ramírez, vocero de la izquierda, quien consideró a su autor como un renegado ideológico que con esta obra filosofante y teñida de misticismo se hacía eco de la propaganda que los periódicos burgueses propalaban contra el sistema socialista. En ese caso, Revueltas no solo se quedó callado, sino que, cimbrado de seguro en lo más íntimo, acabó enviando a Lombardo Toledano y a Ramírez y Ramírez una carta en la que, como si retrocediera a los tiempos oscuros de la Edad Media, entonaba un patético mea culpa, agradecía la crítica científica (sic) que se le acaba de hacer, y se desdecía de tal forma de su novela que anunciaba que la retiraría de la circulación. ¡Tal cual! Por fortuna, esta carta, que exhibe a su autor en el trance de una abjuración lastimosa, no fue publicada en su momento. En franca actitud de repliegue, Revueltas no solo dejaba desamparada a su novela, sino que igualmente nos privó de lo que pudo haber sido un debate de significativas repercusiones dentro de la cultura de la izquierda de aquellos años, tan lastrada por el estalinismo vernáculo.
Con su siguiente novela de madurez, Los errores (1964), sucedió algo
semejante. Se la llegó a elogiar pero a menudo con reticencias: su lenguaje era
demasiado espeso, la trama resultaba confusa, la caricatura predominaba sobre
el retrato y campeaba en ella el resentimiento de alguien que había sido
expulsado en dos ocasiones del Partido Comunista. La respuesta del autor, de
nuevo muy indirecta, consistió en escribir un ensayo en el que postulaba el audaz
concepto de autoanálisis literario.
Es la novela misma la que, convertida en una entelequia en el genuino sentido aristotélico del término,
se autoanaliza y se justifica a sí misma ante el público lector y la posteridad:
José Revueltas como tal no es sino un testigo del que se puede prescindir.
Esta extraña “desaparición” de la figura del autor, que
se resuelve por la incapacidad de defender sus textos ante la crítica, y que
podría explicarse por las lecturas “cristianas” de su adolescencia (“no
respondas al mal con el mal”), en realidad embona muy bien con la compleja idea
de despersonalización que
parece ser típica de los personajes revueltianos y que el propio Revueltas llega
a esgrimir en varios de sus textos. Es como si el autor estuviera convencido de
que el individuo como tal es un guarismo insignificante, y que lo que importa
no es el yo personal, efímero y falible, sino el destino de la humanidad como
un todo. Es la impersonalidad
asumida de modo consciente por José Revueltas y convertida, por decirlo así, en
mantra existencial, la que
deja a la deriva a El luto humano,
Los días terrenales y Los errores, textos que, en dado
caso, habrán de defenderse solos y sobrevivir
si tienen méritos para ello. Por supuesto, han sobrevivido.
La imposibilidad de entablar polémica, que podría
parecer un defecto de carácter, se revela de algún modo como una convicción
vinculada a la concepción marxista de la historia que sostiene Revueltas.
Cuando en su reseña titulada “Una nueva novela mexicana” Paz rompe lanzas
contra El luto humano, Revueltas
se desentiende de sí mismo y de su novela pues no hay nada en ellos que merezca
defenderse en el plano burgués de la individualidad. Asume el reto pero de una
manera sesgada e impersonal, como consta en “Réplica sobre la novela: el
cascabel al gato”, que se publica apenas una semana después de que apareciera
el texto de Paz. En este ensayo poco visible pues los editores de las Obras completas lo insertaron en
un libro que se titula Visión del
Paricutín (Y otras crónicas y reseñas), Revueltas aporta su propio diagnóstico no solo sobre la novela
sino sobre la situación general de las letras en el país. En México se debatirían
los siguientes grupos: los helenizantes que nunca arriesgan nada, encabezados
por Alfonso Reyes; los europeizantes puros que en el fondo nada quieren saber de
lo que sucede en este país, bajo la jefatura de Xavier Villaurrutia; los
“revolucionarios” oportunistas que viven a la sombra del presupuesto como Jorge
Ferretis y Gregorio López y Fuentes; los ministros y generales literatos, de
los que no hace falta hablar; y, por último, los escritores marxistas entre
quienes se encuentran Juan de la
Cabada, Ermilo Abreu Gómez y su gran amigo el poeta Efraín
Huerta.
Revueltas pone por delante un hecho histórico: la
novela como género se forma en la época en que surgen los Estados nacionales.
La novela es la manera en que la nación toma conciencia de sí y se da una
expresión literaria. “La novela en términos muy generales […] es un fenómeno de
madurez nacional”. Esta madurez, como es obvio, no depende tanto de la persona
del novelista como del mundo al que éste pertenece, el mundo que está obligado
a reflejar. Por ello, las fuentes del estilo hay que buscarlas en el pueblo, no
en la conciencia ilustrada de los presuntos escritores. En este contexto,
Revueltas deja caer una fórmula de oro: lo que debe importar no es “escribir
bien”, sino “expresarse bien” como de seguro hizo Cervantes. Los exquisitos no
entienden el problema del estilo porque tienen la mira puesta en la eternidad,
quieren ser clásicos desde ahora. ¿Qué es un escritor? Revueltas piensa que el
escritor es un albañil que aspira a lo perenne. Por eso asegura: “Este es el
mal de nuestros escritores, de todos nuestros escritores. En el fondo de cada
sollozo de Octavio Paz o de cada lágrima de Neftalí [Beltrán] o de cada suspiro
de Pellicer […], hay una aspiración a la inmortalidad”. Si estos escritores se
metieran de verdad en el movimiento
dialéctico de la vida, se olvidarían de esta pretensión soberbia. En El luto humano, parece dar a
entender Revueltas entre líneas: “yo quise atenerme a este movimiento sin pensar
en los preceptos de la academia ni en las madréporas de la eternidad. Quise
expresarme, y me expresé”.
Habrá de transcurrir poco más de una década para que
Revueltas asimile las incriminaciones que se hicieron a Los días terrenales. En los sesenta, como si se recuperara
de una larga depresión, Revueltas publica el desafiante Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) y muy poco
después en el Fondo de Cultura Económica Los
errores (1963), la más ambiciosa de sus novelas, en la que consolida y
universaliza su crítica al dogmatismo doctrinario de Stalin y sus seguidores ya
no solo en México sino en todo el mundo, con lo que da a entender que aquello
que se desplegaba en Los días
terrenales conservaba hoy en día toda su validez. Tiene cincuenta años
y es, si se lo puede decir, un escritor consagrado. Recibe en 1967 el Premio
Xavier Villaurrutia.
De la suerte variopinta de Los errores entre los críticos mexicanos ya anticipé algo
renglones atrás. En 1965 Revueltas publica otro libro de madurez: El conocimiento cinematográfico y sus
problemas. Todo lo que Revueltas sabe de cine —no se olvide que
escribió más de veinte guiones que llegaron a las pantallas— pero igualmente de
literatura, de teatro y de pintura, así como de filosofía, cristaliza en este
libro que es en realidad una estética del autor. En la edición original de este
libro se incluyó, a manera de apéndice, “El autoanálisis literario”, un texto
que postula sobre bases hegelianas la autonomía del texto literario. Con la
mediación del novelista, pero en realidad prescindiendo de él, el autoanálisis no sería sino “la
actitud objetiva que asume el pensamiento ante la tendencia o las tendencias
del trabajo que se propone”. El escritor no inventa su texto a partir de la
nada, sino obedeciendo (y quizás hasta adivinando) la tendencia que está
implícita en sus materiales. Por ello continúa Revueltas: “El autoanálisis literario es el
método de que se sirve un escritor, consciente o espontáneamente, para
descubrir la determinación de sus materiales, la tendencia de los mismos, antes
y en el momento de organizarlo como novela, teatro, cinedrama o poesía”. Al
compenetrarse e interiorizarse de esta manera con sus temas y su lenguaje, la
subjetividad del escritor deja de ser tal y llega a coincidir con el movimiento
mismo de la realidad objetiva,
que es adonde se quiere llegar. No ignoro que hay un cierto trasfondo
metafísico en esta postura. Según Revueltas la cosa objetiva, la cosa real, se piensa a sí misma como tal en
el cerebro del hombre que la ha llegado a pensar, es decir, se piensa a través del cerebro del escritor.
En consecuencia, es la realidad objetiva la que se autoanaliza en el proceso mismo de objetivarse como obra literaria.
De aquí que Revueltas concluya que la obra terminada es una verdadera entelequia, esto es, un concepto
que persigue sus propios fines.
Por ello Revueltas no se siente en la obligación de responder a sus críticos. Él no ha hecho sino obedecer la lógica interna de sus materiales de trabajo, y es el propio autoanálisis de la obra la que habrá de contestar por él. Podemos compartir o no esta concepción de Revueltas, pero no se puede negar su fuerza y su originalidad. La obra literaria es una máquina que arrolla con todo, incluso con su autor. Lo único que lamento en este punto es que la finada Andrea Revueltas y Philippe Cheron, los editores de las Obras completas de Revueltas, a quienes tanto debemos, hayan “desmembrado” varios de los libros que se encargaron de editar. De México: Una democracia bárbara (1958), por ejemplo, excluyeron “Posibilidades y limitaciones del mexicano” para agregar en su lugar varios textos en torno a Vicente Lombardo Toledano. De El conocimiento cinematográfico y sus problemas, expurgaron los ensayos “El autoanálisis literario” y “Libertad del arte y estética mediatizada”, con los que el libro se consolidaba como un volumen que giraba todo él en torno a cuestiones de la estética contemporánea. Como un libro que estaba pensado, para decirlo de otro modo, desde la perspectiva de una filosofía del arte. En su lugar, los editores incluyeron diversos textos sobre cine y otros que documentan de modo circunstancial la lucha que el sindicalista Revueltas emprendió fallidamente contra los detentadores del monopolio de las salas de exhibición en el país. Con ello, y lo lamento, la política desplazó al pensador.
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