Confabulario
Fernando Fernández
Las conversaciones grabadas de los miércoles se caracterizan por su espontaneidad: no hay temas preestablecidos ni nada que se parezca a un cuestionario. Es notable la disposición de Almela para abordar sin prejuicios cualquier asunto que se me ocurra proponerle, venga a cuento o no, sea de su interés particular o no tanto, sobre los libros que ha leído o las personas que ha tratado de cerca o lejos… y de contestar a cuanto le pregunte, por comprometido o peliagudo que en principio pueda a mí mismo parecerme. Si consigo interesarlo, monologa largamente y casi todas las veces con su característica erudición, tomándose los minutos que juzgue necesarios.
Lo que no quiere decir que no conduzca él mismo la conversación a los temas que le interesan, que elige con cuidado semana a semana, saca a cuento con naturalidad en cuanto le parece oportuno y va desgranando sin la más mínima noción de prisa, como si el tiempo estuviera siempre de su lado. Es verdad que ya desde que llego, si me fijo bien, puedo tener pistas de los lugares por donde andará la cosa: papeles o libros dejados a propósito en el brazo del sillón del lado en el que yo me siento; un pequeño montón de sobres manila puestos entre él y yo; una caja a sus pies, en la que apoya el bastón de proporciones fabulosas que le regaló el poeta Julio Hubard…
Es sabido que los viajes son una de sus especialidades más preciadas, él que ha sido casi toda su vida un sedentario: si el destino es el Tíbet, por ejemplo, se rodea de los libros que tiene sobre el tema, entre ellos una guía en inglés tan traída y llevada que se diría que cruzó el mundo y ascendió de su mano hasta el Potala; si en cambio se trata de Venecia, ediciones especializadas, guías de museos y edificios profusas de datos históricos, biografías e imágenes; o si Ginebra, como sucede con recurrencia relativa, una serie de mapas viejos cada uno más destartalado que el otro en los que me hace buscar los rincones de la ciudad en los que vivió con sus padres entre 1936 y 1942, es decir de los dos años a los siete de su edad. (A últimas fechas le he prestado un par de biografías ilustradas de Borges en las que suele haber fotos de los tiempos del poeta argentino en la ciudad helvética.)
Pero las ciudades extranjeras, con ser una de sus especialidades, son apenas una vertiente de su interés. En una ocasión pasamos parte del miércoles hablando de una bellísima colección de libros de arte japonés (Hokusai, Utamaro, Hiroshige…), impresos en Japón y solicitados en la Librería Británica en 1958, que acabó regalándome. Otra tarde escuchamos en un pequeño aparato, en el que fue poniendo cintas grabadas veinte años atrás, algunas piezas para Ondas Martenot, ese instrumento musical poco menos que indescifrable que tanto le simpatiza. Aunque, por supuesto, el asunto puede carecer completamente de referencias físicas como sucede la gran mayoría de las veces, pongamos por caso con Dante, al que vuelve una y otra vez: por ejemplo hace poco me explicó su lectura personal, que por cierto se opone a todas las que él conoce, de cierto verso del Canto Primero del Infierno —y por ningún lugar apareció siquiera rastro de alguno de los volúmenes anotados por su admirada Dorothy Sayers.
Desde luego, la cosa se agrava si el tema es la historia de su vida: los papeles y los libros que tienen que ver con ella brotan como hongos mágicos. Hace poco dejó de mi lado del sillón un ejemplar del segundo tomo de la obra en cuyas galeras, ayudando a su padre como atendedor en 1945, se inició en el oficio de lector de pruebas. Se trata de Productos químicos y farmacéuticos, de Francisco Giral-Rojahn, y fue el título crucial para que “coagulara” —así dijo— su entusiasmo por la química.
Hace no mucho, el tema fue la infancia. Los lectores de Deniz saben que el texto fundamental sobre su llegada a México y sus primeras impresiones del país es “Verano del 42”, publicado originalmente en 1991 por El Tucán de Virginia y la revista Milenio, un poema extenso en ocho partes cuyos versos finales resumen su postura respecto a esa edad: “Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz. / Interesante sí lo era”.
En esa ocasión, en cuanto me senté a su lado, me señaló un par de cajas casi cuadradas, no muy grandes ni muy profundas, que estaban colocadas —una encima de la otra— en el sillón a mi derecha. Durante una hora larga fui sacando de una de ellas toda suerte de documentos escolares, ginebrinos y defeños: calificaciones, retratos, fólders… Sobre todo, cuadernos: primero los de la etapa suiza, hechos a mano por su padre aprovechando materiales diversos, que acusan lo complicado de la situación económica de la familia una vez perdida la Guerra Civil en abril de 1939.
La circunstancia del padre, Juan Almela Meliá, empleado del gobierno de la República en un organismo internacional con sede en Ginebra, estaba ya seriamente comprometida cuando a partir del 1 de septiembre de ese mismo año —fecha de inicio de la Segunda Guerra Mundial— empeoró con la disolución de la Sociedad de Naciones, para la que trabajaba, lo que lo obligó a incorporar todo género de economías y ahorros, a inventarse un nuevo oficio y hasta a cultivar un huerto doméstico. Almela hijo recuerda a Almela padre volviendo de la biblioteca pública donde acababa de consultar cómo construir una conejera o sembrar unas zanahorias… La tapa de uno de los cuadernos, por ejemplo, en la que puede leerse “Almela y Castell, Juan. Français” y en cuyas páginas el niño Deniz hace ejercicios en esa lengua, está forrado con una bolsa de papel de estraza.
Es mucho el contraste entre los ejercicios de escritura suizos, de fines de los años treinta, y los mexicanos, de sólo dos o tres años más tarde. Desde hace mucho tiempo oigo a Almela referirse a su “letra ginebrina” y ahora entiendo lo que quiere decir. La letra que se enseñaba hacia 1939 en Suiza es la que (me consta) la Secretaría de Educación Pública introdujo en las escuelas mexicanas hacia 1973, y que me parece que aquí se llamaba script: son casi cuarenta años de distancia que dan idea de nuestro atraso educativo —que me temo que hoy se ha triplicado y debe ya andar más allá de la centuria…
Al llegar a México, el niño Almela fue obligado a olvidar la letra nítida, perfectamente legible, aprendida en Ginebra, para adoptar las escritura que entonces se hacía en el país… Según él, y a las pruebas es justo remitirnos, su caligrafía entró en crisis. Con los años, sin embargo, la letra ginebrina fue reapareciendo hasta resplandecer en la escritura almeliana de los días actuales.
Los cuadernos de este lado del océano parecen lujosos comparados con los europeos de la inmediata preguerra: son de la marca Primavera, anuncian que tienen 120 páginas y muestran en la tapa, como aprovechando cada resquicio para extremar sus fines pedagógicos, una especie animal (por ejemplo, el halcón común) con un texto explicativo que continúa en la contratapa, en la que aparece la “tabla de dividir”. Con sentido del humor, a la preposición “De:”, el niño Deniz, de nueve años, escribe en uno de ellos: “Juan Almela Castell y Cía.”
Para otra ocasión dejo un asunto que me interesa en particular: los poemas transcritos por su mano que confirman, de manera anecdótica si se quiere, la pertenencia de su poesía al tronco más firme de la tradición hispánica, del Marqués de Santillana a Góngora. El hecho de que haya ente ellos un Machado o hasta una anónima “Oda al Obrero”, delatan que el niño Deniz ya está inscrito en el Colegio Luis Vives, fundado por refugiados españoles —ingreso que sucedió a partir de 1945, cuando tenía 11 años, después de que desapareciera el Colegio de los Insurgentes donde hizo los dos primeros cursos en la capital mexicana y fue vacunado desde el principio, afirma, contra los “excesos” (se refiere a las posturas forzadas, los énfasis y las retóricas) del exilio político español.
La mayoría de los dibujos infantiles está en una carpeta aparte, hecha por su padre, quien escribió con pulso firme: “Dibujos de BOTÁNICA y GEOGRAFÍA. Juan Almela Castell.” Pero a ellos se han añadido otros: una interesante mayoría de tema egipcio, y dibujos de anatomía humana, de plantas y animales, muchos de ellos calcados.
De común acuerdo con el poeta, que me ha regalado la carpeta, y que primero me expresó sus dudas respecto de que alguien pudiera interesarse en su contenido pero luego me manifestó suavemente su curiosidad por todo el asunto, he decidido publicar el puñado de ellos que ilustra este artículo. Quizás sólo deba añadir que ninguno es posterior a 1946, es decir que todos fueron hechos antes de los doce años del poeta, y que anuncian desde muy pronto los intereses que conocemos del futuro Deniz.
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