Confabulario
Marta Rebón
Hace ocho años, cuando recibí el encargo de verter al español Vida y destino, ignoraba la carga explosiva de este artefacto literario, pues es una de esas novelas cuya lectura te transforma, algo que tuve oportunidad de comprobar con creces a medida que me adentraba en sus páginas durante los meses que trabajé en su traducción. Recién aterrizada en Bruselas para ampliar mi formación académica, esta muy pronto quedó eclipsada ante la urgente necesidad de destinar todos mis esfuerzos a practicar, lo mejor que pude, el arte de la empatía con este inmenso testimonio hecho obra de arte que es, además, la mejor novela de Vasili Grossman.
La traducción obliga a lograr un grado de comprensión del texto original que no permite dejar zonas en penumbra y a producir un equivalente con ambición de alcanzar las mismas cotas de calidad literaria. No importa no haber vivido en primera persona un bombardeo, el pavor de una cámara de gas o de una noche de interrogatorios en la Lubianka. Por eso, la traducción es el arte de la escucha, de ese aguzar el oído al máximo a lo que dice el autor, a las vibraciones de los textos. Sentada al escritorio de un céntrico apartamento de Bruselas miraba de vez en cuando por la ventana, concesión mínima a la abstracción en que me había sumido el relato de Grossman, todo un viaje en el tiempo. La traducción también es el arte de la imaginación.
A finales de junio de 1941 la Operación Barbarroja, acometida por el ejército nazi, convirtió Europa Oriental en el mayor teatro de operaciones de la Segunda Guerra Mundial. Para Stalin, a pesar de las reiteradas advertencias, resultó tan inesperado aquel movimiento de tropas de más de tres millones de efectivos que fue el ministro de Asuntos Exteriores quien tuvo que anunciar a los soviéticos la amenaza que se cernía sobre el país. No en vano había sido él, Viacheslav Mólotov, quien dos años atrás había firmado el Tratado de No Agresión con Alemania, ahora dispuesta a empujar el mundo al abismo.
En la cola de voluntarios para alistarse como soldado, y hacer frente al enemigo ya a las puertas, se encontraba Vasili Grossman. Natural de Berdíchev, ciudad ucraniana que contaba con una de las comunidades judías más importantes de Europa, había abandonado definitivamente su trabajo en una mina de Donetsk en calidad de ingeniero, así como la enseñanza de química, para dedicarse a la escritura y conquistar con sus primeros frutos como prosista los elogios de Isaak Bábel, Mijaíl Bulgákov y, especialmente, Maksim Gorki, quien le apremiaba, no obstante, a preguntarse: “¿Por qué escribo? ¿Qué verdad estoy confirmando? ¿Qué verdad quiero que triunfe?” Pocos escritores han llevado la verdad desnuda tan lejos en el terreno de la literatura y de la crónica periodística —una verdad que nos interpela directamente sobre la libertad y la dignidad del hombre por encima de todas las cosas— como lo hizo Vasili Grossman en Vida y destino y Todo fluye, así como en otras cumbres de su narrativa breve, tales como El infierno de Treblinka o La Madona Sixtina. Pero, para que esto aconteciera, en Grossman tuvo que despertar primero su conciencia judía —la diferencia perseguida—, ser testigo directo del catálogo de horrores que coleccionó el malogrado siglo pasado, dejar que se le cayera, de una vez por todas, la venda de los ojos en relación con el Estado soviético y así ver con claridad el sistema de terror en que se había visto inmersa toda una sociedad después de someterse a una Revolución que se decía capaz de planificar la felicidad. Cada uno, escribiría en su artículo sobre el francotirador Anatoli Chéjov, es valiente a su manera. Para Grossman, su modo de coraje, como le confesó en una carta a su colega Iliá Ehrenburg, era dar voz a los que yacían en la tierra.
El estatus de Grossman como miembro con credencial de una élite de “ingenieros del alma” —la Unión de Escritores— no le ayudó en aquella cola de reclutamiento: en la guerra las ametralladoras no disparan adjetivos ni los tanques, metáforas. Su condición física —corto de vista y de quebradiza salud— le impidió ingresar como soldado en el Ejército Rojo, pero Grossman, fiel a su genuina perseverancia, dio con la manera de ir al frente: ejerciendo como reportero de guerra. Fue David Ortenberg, director del periódico a la sazón más leído por los soviéticos, Estrella Roja, quien lo “llamó a filas”, pese a opiniones contrarias que desaconsejaban su nombramiento, pues Grossman nunca había servido en el ejército, no sabía empuñar un arma ni contaba con experiencia en el campo de batalla. Tenía todas las papeletas para acabar siendo un estorbo. Ortenberg no lo conocía personalmente, pero había leído su novela Stepán Kolchuguin y dejó sin argumentos a sus detractores afirmando: “Seguro que hará un buen trabajo para nosotros, conoce el alma de la gente”.
Después de una instrucción militar acelerada, efectuada en el curso de una semana, Grossman partió al Frente del Este, a Briansk. Las fuerzas soviéticas a duras penas podían contener la embestida nazi, lo que ponía al descubierto su inferioridad material, estratégica y capacidad de mando frente a los alemanes. Empezaba así una peripecia vital decisiva para Grossman a lo largo de gran parte de la dantesca cartografía de la Segunda Guerra Mundial: acompañó al Ejército Rojo en su retirada y posteriores contraataques de 1942, se dirigió hacia el sur para pasar cinco meses en Stalingrado —ciudad donde se libró una “guerra de ratas”, nombre con el que bautizaron los alemanes a los enfrentamientos casa por casa—, fue destinado a Kalmukia donde indagó sobre el tabú del colaboracionismo local con los alemanes antes de las deportaciones masivas ordenadas por Beria, asistió en Kursk a una de las mayores batallas de todos los tiempos que, en el delirio de Hitler, debía ser “el faro que iluminaría el mundo” y también a la del Dniéper, llegó a Berdíchev, donde constató la barbarie de la aniquilación nazi y decidió recopilar material que se incluiría en el futuro Libro negro, catálogo de las infamias infligidas a los judíos, siguió a las tropas hacia el Oeste, pasando por Treblinka, cuyo campo de exterminio había sido destruido por los alemanes pero del que pudo reconstruir su funcionamiento mediante entrevistas a testigos y supervivientes, redactando lo que constituye el primer texto sobre los campos de concentración nazis y presentado como prueba documental en los juicios de Núremberg, relató la toma de Berlín… Allí, en la capital, se acercó al núcleo mismo del Tercer Reich, a la siniestra oficina de Hitler, donde tomó como botín varios sellos que estampaban un categórico “El Führer ordena…” o “El Führer aprueba…”
De todo ello Grossman tomaba notas en sus cuadernos, detalles e impresiones objetivas y francas que, de ser descubiertas por los suyos, le habrían costado la pena máxima. Con parte de ese material redactó las que fueron las crónicas más leídas por soldados y civiles soviéticos. Su capacidad para penetrar en las distancias cortas en el corazón de todos los participantes, tanto anónimos como de alto rango, su memoria privilegiada, su profundidad psicológica e integridad moral confluían en una narración que apelaba siempre a lo esencial. El único problema con que se topaban en la redacción es que sus textos estaban tan bien trabados que cualquier intento de cortar aquí o allá por razones de espacio se tornaba una empresa imposible. Además, como dejó constancia Ortenberg, no era preciso tocarle ni una coma. Y de su proceso de escritura dijo: “Aunque ha aprendido a escribir en cualquier circunstancia, por difícil que sea, en un refugio junto a un candil, en un campo, tumbado en la cama o en una isba atestada de gente, siempre escribe despacio, comunicando toda su fuerza al proceso”. La fama que le granjearon sus artículos en Estrella Roja fue su único salvavidas, lo que evitó que le arrestaran a él, pero no a sus manuscritos, que fueron confiscados.
Se cree que Grossman, con su empeño en participar en la guerra, buscaba una suerte de redención. Dos capítulos personales le infligieron unas heridas de culpa que nunca cicatrizaron: no haber actuado para evacuar de Berdíchev a su madre cuando estuvo en su mano, y cuyo final trágico, junto a decenas de miles de judíos, después se le reveló poderosamente sobre el terreno, y haber guardado silencio durante el terror de las grandes purgas estalinistas y firmado una carta de apoyo a los procesos judiciales “fabricados”. De alguna manera creía que la catarsis de la victoria en la Gran Guerra Patriótica, después de la suma de esfuerzos individuales y el gran sacrificio de vidas, conllevaría la expurgación de la cara más oscura del Estado soviético: detenciones sumarias, campos de trabajos forzados, culto a la personalidad, delaciones indiscriminadas, hambrunas planificadas, deportaciones masivas, así como de ese “empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia”. De lo contrario, el Lager y el Gulag, como mutaciones de una misma esencia, seguirían mirándose uno a otro desde ambos lados del mismo espejo. No obstante, mantenía aún viva la esperanza en la primera novela que escribió después de la guerra, Por una causa justa, encorsetada todavía en el realismo socialista. Pero cuando Grossman ve que Stalin vuelve a apretar las tuercas y a practicar políticas antisemitas, es cuando surge Vida y destino, su secuela, un denso tejido de miniaturas chejovianas ensambladas con la técnica monumental del Tolstói. Esta novela, que Grossman no pudo ver publicada en vida, es el fructuoso intento de convertir el testimonio en objeto artístico y con él brindar el más completo relato de los horrores de los totalitarismos, así como un vívido panorama de la sociedad soviética, con todas sus virtudes y miserias. Además de monumento literario, es una lección ética. En Vida y destino leemos: “Cada día, cada hora, año tras año, es necesario librar una lucha por el derecho a ser un hombre, ser bueno y puro. Y en esa lucha no debe haber lugar para el orgullo ni la soberbia, sólo para la humildad. Y si en un momento terrible llega la hora desesperada, no se debe temer a la muerte. No se debe temer si se quiere seguir siendo un hombre”.
La historia del manuscrito de Vida y destino se ha explicado profusamente a raíz de la aparición de la traducción directa del ruso al español y al catalán que firmé en 2007 y 2008, respectivamente. Como muchos textos gestados en la Rusia soviética, arrastra tras de sí una historia penosa y delirante. Pero los manuscritos, por suerte, no ardieron. Me refiero a las obras de Bulgákov, Pasternak, Shalámov, Chukóvskaia, Mandelstam u otros textos de Grossman, como Todo fluye, El libro negro, sus últimos cuentos o la crónica de su viaje a Armenia. En la actualidad, gracias a una nueva generación de traductores todos estos títulos se están vertiendo directamente del ruso, evitando las lenguas puente como fue norma durante muchos años, con dignísimas excepciones. De esta manera el español está buscando y encontrando la manera de acomodar un paisaje íntimo, cultural e histórico a través de la mirada de la gran literatura rusa y cierra el círculo de unos manuscritos que nunca debieron languidecer, ajenos a los lectores, en archivos y sótanos policiales. En el caso de Grossman aún es muy reciente su restitución como gran literato en todo el espacio rusófono y la puesta en los anaqueles de sus libros, donde siempre debieron estar. No fue hasta hace poco más de un año cuando los responsables de los archivos secretos del Servicio Federal de Seguridad, antiguo KGB, entregaron a los descendientes de Grossman todo el material incautado al escritor a partir de 1961 y hoy puede consultarse en el Archivo Estatal de Literatura y Arte de Rusia.
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