La Jornada
Elena Poniatowska
En alguna ocasión acompañé a mi queridísima y admirada Margarita García Flores, autora de Cartas marcadas,
a entrevistar a José Revueltas en su casa, en la avenida Insurgentes.
Hoy por hoy, Revueltas es la gran referencia en la Universidad Nacional
Autónoma de México, un ídolo para los jóvenes, estudiantes o no, el
personaje más citado, el intelectual dispuesto a jugarse la vida por lo
que creía y, sobre todo, por los demás. En el 68, Revueltas vivía a
salto de mata y se escondía en una u otra casa. Hasta llegó a dormir
durante semanas enteras en uno de los escritorios de la Asociación de
Periodistas, en Filomeno Mata. Generoso como él solo, se desprendía de
todo. Acompañado por Roberto Escudero, quien nunca lo dejó solo ni le
falló, al final de su vida y obra dijo que le hubiera gustado darle a su
obra entera el título de Los días terrenales: “A excepción, tal vez, de los cuentos, toda mi novelística se podría agrupar bajo el denominativo común de Los días terrenales, con sus diferentes nombres: El luto humano, Los muros de agua, Los errores. Y
tal vez a la postre eso vaya a ser lo que resulte, en cuanto la obra
esté terminada o la dé yo por cancelada y decida ya no volver a escribir
una novela y me muera y ya no pueda escribirla. Es prematuro hablar de
eso, pero mi inclinación sería esa, y esto le recomendaría a la persona
que de casualidad esté recopilando mi obra, que la recopile con el
nombre de Los días terrenales.
–Pepe, ¿por qué entregó su capacidad creadora, las horas de vida
únicas e irremplazables a la política mexicana? ¿Por qué y para qué?–En cierto sentido obedece a una razón vocacional, pero
vocacionalno en el sentido de adquirir una profesión, puesto que la política no puede ser una profesión, sino una actividad del hombre: desde muy joven sentí inquietud por encontrar un camino en el cual rendir el mayor servicio posible.
–Pero, ¿por qué no se limitaba simplemente a vivir?
–Probablemente por vanidad y por ambición.
–¡Ah, era usted ambicioso!
–En cuanto a eso, sí.
–Pero, ¿usted fue un niño pobre, un niño sufriente?
–Yo pertenecía a un familia pequeñoburguesa acomodada, que vino a menos precisamente en un periodo de mi vida muy importante, la infancia, la adolescencia, pero esto no fue infructuoso, al contrario, nos sirvió a todos: a Silvestre, a Fermín, a Rosaura… Yo tenía gran inquietud religiosa, y luché tenazmente para buscar una verdad más objetiva, la más convincente. Abandoné la religión a edad temprana. A los 11 años, yo no tenía religión alguna, pero quería adoptar un camino, encontrar mi lugar en el mundo. Entonces dejé de ir también a la escuela por ir a la Biblioteca Nacional y en vez de hacer toda mi secundaria, en la escuela, la hice por mí mismo, en la Biblioteca Nacional. Jamás volví a la escuela.
–¿Y qué estudiaba por sí solo? ¿Qué verdad buscaba y qué verdad encontró?
–Mire, primero leía el catálogo, buscaba
religionesy decía:
Voy a estudiar Filosofía y Religiones. Por ejemplo, escogía India para terminar en Grecia, pero muy pronto encontré el materialismo dialéctico, un libro de Carlos Incháustegui, La doctrina socialista, y eso me indujo a abrazar la causa del marxismo-leninismo. Entonces me dediqué a buscar a todos los comunistas mexicanos, pero no los encontré, porque estaban en la
clandestinidad. Incorporarme al movimiento revolucionario implicaba muchos riesgos y fui detenido continuamente durante el periodo de 1929 a 1933.
–Pero usted, siendo tan joven, ¿sabía a qué se exponía?
–Naturalmente.
–Pero, ¿qué actos cometió para que lo metieran a la cárcel?
–No fueron actos delictivos de ninguna especie. ¡El sólo hecho de fijar propaganda en las bardas o hacer mítines en la calle ya era suficiente motivo para quedar preso!
–¿Cómo fue su vida en las Islas Marías? ¿Qué hizo usted allá? ¿Podía escribir?
–La primera vez sí, porque fuimos tratados con decencia –quizá porque les llamó la atención mi juventud–, pero la segunda vez me pusieron a hacer trabajos forzados y eso me impidió tener tiempo para poder estudiar y escribir. La primera vez aunque los libros no estaban prohibidos, yo todavía no escribía.
–¿Ni le interesaba?
–Desde luego que sí; siempre me ha interesado escribir y desde mi ingreso al movimiento revolucionario ya escribía pequeños cuentos en los periódicos clandestinos. Toda mi obra literaria está inspirada en la lucha revolucionaria y en cuestiones humanas en general, pero teñidas por mi experiencia personal. Desde muy joven empecé a observar las reuniones que teníamos, a tomar apuntes, a pasar en limpio materiales para mi trabajo literario y muy pronto tuve mi propio taller literario, que consistía en aprovechar el tiempo, en anotar todo lo que veía, lo que oía, y añadir, naturalmente, mis opiniones.
–Entonces, ¿en las Islas Marías, usted se dedicaba a observar a los presos que estaban a su alrededor y a confesarlos?
–Vivía con ellos, no tenía tiempo de verlos porque me veía en ellos.
–¿No era usted observador? ¿Participaba activamente?
–Me veía a mí mismo en ellos y en mi persona los veía a ellos. No había distinción alguna. Trabajaba igual que ellos o más.
–Pero sí había distinción, puesto que usted podía observarlos y verse a sí mismo en ellos, ya que usted era escritor; usted podía describirlos, pero ellos a usted, no.
–Lo que quiero decirle es que yo no era un
observador...
–¿Cuánto tiempo estuvo en las Islas Marías en total?
–La primera vez estuve seis meses y me dieron libre por ser menor de edad. La segunda vez, estuve 10 meses.
–¿Cuántos años tenía la primera vez?
–Dieciocho años. La segunda vez tenía 20. Va usted a tener que ayudarme a checar las fechas, porque soy muy desmemoriado.
–¿La cárcel fue una experiencia que le hizo daño?
–No, creo que me hizo mucho bien, porque el tener una gran cantidad de problemas a esa edad ahora me permite una mejor comprensión de lo humano. Me mostraron las relaciones humanas en su desnudez más completa, sin convenciones de ninguna especie. La cárcel tiene esa virtud: desnuda al hombre. No hay más convenciones que las que se crean en ese mundo tenebroso. Entonces, el hombre se ve en su esencia; sin adornos, directa, patética, elevada y sucia, a la vez.
–¿Su primer libro salió de la cárcel?
–Exactamente. Se llama Los muros de agua, justamente para indicar la prisión sin muros de piedra, pero con muros de agua: el mar.
–Y, ¿usted cree que es bueno tener experiencias tan dolorosas a una edad como la que tenía entonces?
–Pues no es cuestión de tenerlas ni de buscarlas, sino que el encuentro con este tipo de experiencias siempre es una enseñanza extraordinaria para cualquiera.
–Entonces, ¿no cree que le hicieron daño?
–Si profundizara yo más en mi sicología, tal vez obtendría alguna respuesta, pero, por lo pronto, creo que he aprovechado lo positivo de esas experiencias.
–¿Cómo es posible rebelarse sin amargura ante la injusticia?
–Depende de la índole personal. Si un dolor se aplica con fecundidad y con orgullo, como en el caso de un perseguido político, ese dolor no cuenta sino como algo relativo.
En Lecumberri, Revueltas compartía su celda con Martín Dosal Jottar. Todos los demás habían conseguido una celda propia: Eli de Gortari, Armando Castillejos, Heberto Castillo, Manuel Marcué Pardiñas, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, todos los viejos; no así Revueltas, que los domingos y los días de visita solía andar por el redondel de acá para allá, porque Martín estaba en la celda con Celia, su mujer. Entonces, acostumbraba subir al polígono de la crujía H, una especie de minarete desde el cual podía verse el cielo. Si uno lo iba a visitar, él decía, sonriente, jalando su piochita:
Vamos a platicar allá arriba. Miraba de frente fijamente, sólo de vez en cuando, si algo lo hacía sonreír, volvía su rostro al del interlocutor para reír con él. Dentro de lo posible, José Revueltas era un hombre fuerte aunque traqueteado; su uniforme de preso de dril azul marino le daba una consistencia y una fuerza dramática que no da el traje de la calle o el andar en mangas de camisa. (Revueltas casi siempre usó camisas de manga corta.) Se había dejado crecer el pelo que blanqueaba y todavía sonreía con facilidad con sus dientes amarillentos por el humo del cigarro.
–¿Y la angustia de estar encarcelado? ¿Qué no duelen todos esos días, estas horas irrecuperables?
–Sabe usted, Elenita, desde mi primer encarcelamiento me propuse, casi inconscientemente, no dar gusto a los que me privaban de la libertad con una actitud negativa. ¡Esto mismo me ayudó a tener una buena salud mental dentro de la cárcel!
–Hijos, ¡qué aguante! Entonces, ¿desde joven era un muchacho ordenado?
–Pues yo creo que soy disciplinado, por lo menos en el trabajo. Creo que en términos generales soy un hombre disciplinado.
–¿Y muy equilibrado?
–Ésa es una pregunta bastante peligrosa.
–¿Era usted ecuánime o se exaltaba? Porque la gente que participa en mítines y en la política suele hacerlo porque así se libera de tantas presiones e injusticias. ¿No cree que detrás de usted hay una gran fuerza emocional?
–Yo creo que soy bastante demente y apasionado. Pero cuido que esta demencia esté referida a hechos objetivos, para no pecar de injusto.
–¿Aunque hayan sido injustos con usted?
–Aunque hayan sido injustos conmigo.
–Entonces ¿usted pudo canalizar todas sus emociones y sus experiencias en Los muros de agua?
–Los muros de agua no se refiere a experiencias personales. Es mucho más fantasía que experiencia vivida. Creo que a cualquier escritor lo asalta siempre un cierto pudor respecto de su persona cuando trata de verter experiencias demasiado literales en un libro y creo que, si lo hace, las tiene que convertir a una forma artística. Además, no escribí Los muros de agua inmediatamente después de mi estancia en las Islas Marías como si se tratara de un reportaje. Cuando regresé a México, mi trabajo se limitó a artículos, ensayos políticos, folletos y meditaciones sobre el movimiento revolucionario. Los muros de agua vinieron más tarde.
–¿Quién publicaba sus cuentos y folletos?
–El Partido Comunista.
–¿Qué, el Partido Comunista no está siempre a la zaga de los acontecimientos?
–Esta crítica es justa sólo en cierta medida. Nuestro partido nunca supo entender la realidad nacional de manera completa, pero esto no ha sido obstáculo para que se diera en sus filas gente abnegada y buena. No sólo es un partido exótico, sino irreal y, por tanto, sus miembros pecan de irrealidad. Esto lo expreso con mucha mayor exactitud en Los días terrenales que se refiere al Partido Comunista de la época. Lo trato también en Los errores, que es una nueva recurrencia, una extensión, podemos decir, de Los días terrenales. Esta novela fue muy criticada por los ortodoxos y los sectarios que dijeron que si yo hablaba de los días terrenales, supondría que creía en los días celestiales, en el más allá, en el paraíso; pero hoy día, con los días espaciales, los sputniks y los viajes extraterrestres, Los días terrenales definen muy bien nuestro tiempo, nuestra habitación, con todo lo que la habitación implica de relaciones humanas, de comprensión o de incomprensión, de odio o de conveniencia, de guerra, de esperanza o de desesperación.
En Lecumberri platicábamos interrumpidos por
la visita, su familia, sus amigos disímbolos, sus seguidores. Me llamó la atención la presencia, domingo tras domingo, de Margarita Michelena y de la poetisa Eunice Odio. Ninguna de las dos era precisamente de izquierda. Llegaban con un pollo rostizado y tres bolsas de papas fritas. Alguna vez también, Octavio Paz lo visitó, aunque no compartía sus ideas políticas ni su formación, ni su fortuna. Revueltas quería a sus visitantes, los respetaba. Su ideología nunca impidió la amistad. Emma Godoy, por ejemplo, estuvo al pendiente mes tras mes de su amigo, a quien encomendaba a Dios y a la Virgen. Recuerdo especialmente a Eunice Odio, muy bonita; llegaba los domingos con sus vestidos floreados, sus chinos sobre la frente, una boca roja muy pintada, una canastita de mimbre colgada de un brazo y la generosa sonrisa de una mujer que se expone.
Una mañana, nos sentamos en una banca afuera en un jardín feo, lacio y pelón frente a Lecumberri, Eduardo Lizalde y yo. Sólo tengo presente que estábamos desanimados. Me encantaba la voz profunda de Lizalde y la fuerza con la que emitía su pensamiento. En otra ocasión, capté al vuelo la alada figura de Enrique González Rojo subiéndose a un camión después de haber pasado unas horas con él. Él era de los Espartacos. Rosaura, su hermana, quien venía todos los domingos de Cuernavaca, hacía cola con una bolsa del mandado, sus trenzas anudadas en un chongo severo. En Lecumberri, Raúl Álvarez Garín me dijo un domingo, casi con alegría:
Hoy en la noche vamos a cenar con Revueltas, porque es su cumpleaños. También José Agustín habría de comentar la ilusión que le daba verlo y hablar de lo que más los apasionaba: la literatura.
–Escribo por una necesidad de expresión, de comunicación y de servicio. Yo creo que la comunicación humana es la más importante de todas las relaciones y la que más nos puede humanizar en un mundo terrible y corrupto. Por eso, la profesión de escritor me parece una de las más altas vocaciones que le han sido dadas al hombre. Mucho más que una profesión, es una actitud. Hablar nos humaniza y hace de nuestros dolores privados el dolor común, y de nuestras dichas personales, la dicha común.
–¿Cuál es el papel del escritor?
–Mi respuesta va a ser desgraciadamente muy personal, un punto de vista propio que no sé si comparta conmigo. Considero que el escritor es un ideólogo, aunque muchos escritores no se consideren como tales o estén al margen de la ideología; el escritor es eminentemente un ideólogo, quiera él o no.
–Pero nuestro tiempo no consta sólo de una ideología, sino que coexisten varias en pugna.
–El escritor debe saber elegir la suya puesto que él mismo es una expresión de la ideología de su tiempo.
–¿Y qué debe entenderse con eso de
escritor comprometido?
–El compromiso del escritor comienza con la literatura y con la sociedad. La literatura no se da en una campana neumática, aislada, se da en la vida, en la sociedad y entre los hombres. El compromiso del escritor es con la literatura, entendida en su más alta acepción, en ligazón profunda con los hombres y para los hombres.
Tuve la oportunidad de conversar en varias ocasiones en su casa y en Lecumberri con éste hombre magnífico, cuyo centenario celebramos ahora. Escucharlo fue un privilegio y una lección de vida que atesoro y recordaré hasta mi propio final. Sé que habría disfrutado la respuesta a una pregunta que hace dos días le hicieron a un alumno de Química:
¿Cuál es la diferencia entre una solución y una disolución?
Si metemos a dos de nuestros políticos en un tanque de ácido, se disuelven, eso es una disolución, pero si los metemos a todos ¡eso es una solución!
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