sábado, 13 de septiembre de 2014

Bioy o la invención de la injusticia

13/Septiembre/2014
Milenio
Ariel González Jiménez

Hacia finales de 1997 o a comienzos del año siguiente —la falibilidad de mi memoria no me permite precisarlo— tuve oportunidad de visitar a Adolfo Bioy Casares en su departamento de la calle de Posadas en el barrio de la Recoleta. El breve encuentro lo promovió el entonces embajador de México en Argentina, Eduardo Robledo, y marcó para mí una de las mayores emociones: saludar personalmente a uno de mis héroes literarios.
Llegamos por la tarde al viejo y elegante edificio y nos recibió una enfermera. Bioy lucía el cansancio y la tristeza de quien en unos cuantos años ha sufrido accidentes y pérdidas: una fractura de cadera, el fallecimiento de su esposa, Silvina Ocampo; de Marta, su hija, y no pocos amigos. El departamento lucía algo desolado, más aún por ser inmenso: moblaje, apenas el indispensable; libros, no todos los que cabría suponer porque ya habían sido donados o llevados a otros espacios.
Fue cortés al recibirnos y disponerse a charlar, así fuera por unos momentos. Se mantenía lúcido, pero cualquier charla extensa hubiera sido un abuso; pasamos revista a algunos temas, especialmente los relacionados con Alfonso Reyes y algo más en torno de Octavio Paz. Hizo prácticamente mutis cuando tratamos de abordar la figura de Elena Garro.
Ahora sabemos, gracias a su diario, que su relación con nuestro país y con su gente no siempre estaba llena de admiración.  Héctor Manjarrez, en Letras Libres, reunió algunos pasajes de su diario donde Borges y él manifiestan incomprensión o ignorancia por muchas de nuestras cosas. Un ejemplo, extraliterario pero interesante:
“22 de octubre de 1968, p. 1237. ‘Después de comer, llamo a Borges para hablar de la contestación a un telegrama de Helena Garro, que pide telegrafiemos nuestra solidaridad a Díaz Ordaz, ministro de gobernación mexicano [sic], por los últimos sucesos. Explica Helena que los comunistas tirotearon al pueblo y al ejército y ahora se presentan como víctimas y calumnian; que hay peligro de que el país caiga en el comunismo...’.
“10 de diciembre de 1968, p. 1253. ‘Comen en casa Di Giovanni y Borges. Este me muestra una carta del presidente de México en que nos agradece el apoyo por los recientes sucesos (escrita con delicadeza y discernimiento). ¿Cierto halago, de que un presidente nos llame distinguidos y finos amigos?’”.
Sin embargo, es difícil concluir —como hace Manjarrez— que Bioy y Borges despreciaran u odiaran a nuestro país y su cultura. El ejercicio de Manjarrez es una de esas “demostraciones” alevosas que solo funcionan con lectores desprevenidos.
La historia de la literatura está llena de injusticias, que pueden ser un malentendido, una omisión o una opinión hecha a la ligera que se sobrepone a una obra. Tanto Borges como Bioy han sufrido injusticias, especialmente por sus posturas políticas: antiperonistas, primero, y más tarde acríticos con las dictaduras del Cono Sur. Pero si vamos a juzgar a los escritores y su obra por lo que opinan en economía o política, vamos al callejón del prejuicio y el reduccionismo.
José Bianco decía: “No siempre son amigos —y es lástima— nuestros amigos literarios”. A sabiendas de ello, lo que nunca debemos hacer es convertir a nuestros amigos literarios en enemigos por una opinión suya, un desliz o un chiste malogrado. Sería una exageración y nunca terminaríamos de querer bien a un escritor. De cara al centenario de Bioy, por supuesto que no puedo sino recordar aquellos minutos que nos obsequió aquella tarde y la enorme felicidad que siempre produce su lectura.
La injusticia persigue a Bioy por distintos flancos. En uno, aparece simplemente como “el amigo de Borges”; en otro, con su diario, como un amigo de Borges infidente y desleal, y a la hora de su centenario, padece algo más: el gobierno de su país, heredero de lo peor del populismo peronista, lo relega y lo pone por debajo, por ejemplo, de Julio Cortázar, quien también nació hace un siglo. Se les olvida a los kirchneristas que también Cortázar odiaba los manejos turbios del peronismo, pero como históricamente se lo asocia más fácilmente a las causas de izquierda en las que ellos pretenden estar inscritos, exaltan su figura con mayor facilidad y gusto. Al fin y al cabo la distorsión, en todos sus niveles, es lo suyo.
Bioy sabía que la maquinaria que en todas partes reduce o amplifica la gloria personal es caprichosa. También entendió siempre que el escritor es un ser solitario, un creador de mundos para el que las más de las veces no hay redención. Quizás entendió que el escritor en todo momento es como el protagonista de La invención de Morel:
“Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos...”.
Ninguna injusticia impedirá que Bioy sea recordado como un gran escritor. Afortunadamente, mientras haya memoria, nadie podrá inventar una injusticia como esa.

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