Jornada Semanal
Edgar Aguilar
Para las dos Anas (M. Galindo y M. Salazar)
Las Vigas es un pequeño
poblado ubicado en la cuenca del Río Actopan, en el centro de
Veracruz, que nace en la montaña del Cofre de Perote, al poniente de
Xalapa, y desemboca en el Golfo de México a través de la barra de
Chachalacas. El movimiento de las masas de aire que van del mar hacia
la sierra se detiene al llegar a las montañas, donde los vientos fríos
de la región de Perote se encargan de enfriar y condensar las masas de
aire tibio procedentes de la costa, lo que origina la formación de
nubes o de una espesa capa de niebla (neblina). El clima húmedo, con
lluvias todo el año, favoreció en la zona el desarrollo del bosque
mesófilo de montaña: bosques de pinos, de encino y de oyamel.
La vía de acceso a Las Vigas es por la carretera
federal México-Perote-Rafael Ramírez-Xalapa, en el kilómetro 140. La
localidad, de caseríos que aún conservan sus techos de teja a dos aguas y
sus fachadas blancas con corredores de gruesas columnas y de elevados
arcos, se encuentra a 35 kms de Xalapa, en un tiempo aproximado de 40
minutos por carretera desde la capital del estado. Gozó hasta hace
algunos años Las Vigas de gran popularidad por su exquisito queso, su
fábrica de sidras y embutidos, su producción de madera, por la
elaboración del pulque y por la explotación comercial del hongo
comestible (champiñón). En esta otrora apacible y brumosa región del
sudeste de México, Sergio Galindo situó las tramas de lo que serían dos
de sus novelas más importantes: El Bordo y Otilia Rauda.
Por las esquinas del bordo
Autor de una de las obras más intensas y más
hermosamente escritas de la literatura en nuestro país de la segunda
mitad del siglo XX, Sergio Galindo (Xalapa, 1926-Veracruz, 1993) publicó los libros de cuentos La máquina vacía (1951), Este laberinto de hombres (1979), ¡Oh, hermoso mundo! (1984) y Terciopelo violeta (1985); un extenso y alucinante relato, El hombre de los hongos (1976); las novelas Polvos de arroz (1958), La justicia de enero (1959), El Bordo (1960), La comparsa (1964), Nudo (1970), Los dos ángeles (1984), Declive (1985) y Otilia Rauda (1986), así como una novela inconclusa, publicada póstumamente en 2007 pero fechada en 1985: Las esquinas oscuras.
En su novelística (sus cuentos merecen otro
estudio), Sergio Galindo cultivó una depurada técnica narrativa que se
centró en una desoladora visión de la condición humana y que tenía en
el núcleo familiar de provincia su modelo más opresivo.
Este hombre esbelto, de frente amplia y pelo rizado,
como sumergido en sus pensamientos o de sonrisa generosa, decidió
echar mano de las historias que sus amigos y parientes le proporcionaban
para así tejer y desentrañar los vericuetos más terribles y profundos
de las vidas de las familias adineradas o venidas a menos de Xalapa y
sus alrededores del período postrevolucionario. La influyente familia
Coviella de El Bordo es ya un paradigma del fatídico clan
–especie de aristocracia mestiza que gusta de beber coñac– que
generación tras generación ha de culminar en la irremediable tragedia
que se hace evidente en la muerte aparatosa (en sentido material,
físico y moral) de uno de sus integrantes: Hugo, el carismático hermano
menor que intentará desafiar la severidad de su tía y que padecerá al
mismo tiempo un alcoholismo –constante en los personajes de Galindo–
exacerbado.
Por dos razones fundamentales Sergio Galindo es un
maestro, en lo tocante a sus novelas, como narrador y confeccionador de
personajes. La primera se refiere a la asombrosa capacidad de
alternar, con un lenguaje preciso, una historia en saltos temporales
que se despliegan siempre en amplitud del personaje o los personajes.
Galindo no emplea dicho recurso para articular meticulosa o
artificialmente la historia y encaminarla a un reconocimiento
temático, sino que plantea algo mucho más ambicioso: el devenir de los
acontecimientos en sucesivas regresiones motivará –obligará– a sus
personajes a manifestarnos, en toda su capacidad, su odio, su
ingenuidad, su locura, su desasosiego o su alegría, en otras palabras,
su fealdad o belleza de sentimientos. Los ejemplos más acabados
provienen sin duda de sus personajes femeninos: la concentrada crueldad
de Emma en El hombre de los hongos, la fantasía senil de Camerina Rabasa en Polvos de arroz, y el estigma incitador de Otilia en Otilia Rauda.
La segunda razón es de carácter más bien
intertextual. ¿Por qué se narra lo que se narra? O mejor: ¿Por qué se
cuenta lo que se cuenta? Si de una cosa estaba convencido Sergio
Galindo era de que una historia, cualquiera de ellas, debe contarse con
la misma sensación y arrobamiento como si alguien nos la estuviera
contando de viva voz en un momento dado. Nos remitimos entonces no al
arte fabulador de narrar historias –Borges, Cortázar, Rulfo, García
Márquez– sino al arte evocativo de contar historias tal y como en un
instante determinado y determinante de la vida tendrían que haber
sucedido –Faulkner, Dickens, Pérez Galdós, Dostoievsky, Tolstoi,
Virginia Woolf. La intención de contar en Galindo subyace, desde otro
ángulo narrativo, quizá más subjetivo y complejo, no tanto en mantener
el interés de una historia como en retratar paródicamente a sus
personajes. En La comparsa, obra delirante y festiva
(apoteosis del desenfreno de la sociedad xalapeña), Galindo ridiculiza a
dicha sociedad en una serie de divertidas viñetas acerca de la
posibilidad de crear una “comparsa” en la que los personajes logren,
ante la imposibilidad real de la existencia, revestirse de un disfraz
que los haga pasar inadvertidos ante los demás pero sobre todo ante sí
mismos. Declive, y en cierta manera Nudo, representan
el exceso como forma de evasión de la clase urbana y pudiente. Los
personajes se mueven cómodamente entre Ciudad de México, Acapulco y San
Miguel de Allende. Es, sin embargo, en La justicia de enero donde se ceba la infelicidad.
En una entrevista realizada a Sergio Galindo por la crítica cubana Nedda G.
de Anhalt en 1987, es decir cuando nuestro autor prácticamente había
concluido su trabajo literario, se refiere así a la construcción de sus
personajes: “Créeme cuando te lo digo: son ellos los que me manejan a
mí.” Y luego: “También me río cuando escribo. Ellos existen con tal
fuerza que Ángela y mis hijos pueden estar conmigo pero yo en realidad
estoy dialogando con mis personajes.” Más adelante acentúa: “Pero el
sentido del humor se encuentra también en La comparsa, en ‘Carta
de un sobrino’ y prácticamente en toda mi obra.” Ya el investigador
veracruzano José Luis Martínez Morales, uno de los más entusiastas de
la obra galindiana, veía en algunas novelas de Galindo una declarada
sátira de las novelas mexicanas costumbristas del siglo XIX. Coincido con él y con el propio Galindo: desde Polvos de arroz hasta Otilia Rauda
hay un marcado humor, no exento de conmiseración hacia los actos
“heroicos” de sus personajes, que se derivan de sus decisiones
equivocadas. ¿No es acaso Otilia Rauda una gran dama circense, que
domina histriónicamente el arte de la simulación interior para aminorar
su pesar amoroso, o el de la exhibición deliberada para instigar la
envidia y la maledicencia de sus enemigos? Recordará el lector la
memorable escena de Otilia Rauda bajando desnuda las escaleras en casa
de Chona, con un tenate en la cabeza. Lo que nos lleva inevitablemente a
otro personaje esperpéntico salido de la pluma de Galindo: la vieja y
adorable cantante Anabella, del excelente relato “Retrato de Anabella”.
En ese poblado boscoso y brumoso de Las Vigas,
Sergio Galindo halló una fuente de inspiración estéticamente original,
simbólica y repleta de seres delirantes que viven el yugo de la vida
bajo una consecución de hechos irracionales que los enfrenta con un
destino doloroso. ¿Deambulan en un territorio que no les permite ver
más allá de sus fuerzas? La confusión mental no es producto del Boletus Satanas,
sino de la necesidad de venganza; la confusión mental no es obra de la
vejación a los “setenta abominables, ridículos, años” de Camerina
Rabasa, sino del amor impostergable; la confusión mental no deriva del
oprobio cometido por Melquiades, sino de la voluptuosa belleza de una
mujer que bulle de pasión y que tuvo la desdicha o la fortuna (nunca lo
sabremos) de enamorarse violentamente; la confusión mental no entraña
tanto el deseo de justicia como el deseo de poseer algo inaprehensible;
la confusión mental no se valora en términos de grados de alcohol en el
organismo, sino de un delirio provocado por el temor a aquello sin
rasgos definidos que se aproxima; la confusión mental no se desprende
de los riesgos del amor compartido, sino de la eventualidad del placer
que experimenta un grupo de extranjeros; la confusión mental permea a
la familia Coviella no como una maldición generacional, sino como
acceso a lo irrefrenable, justo allí donde termina la tierra y nace la
niebla: El Bordo.
A través de sus entrañables historias y personajes,
Sergio Galindo nos conduce a paisajes bellamente delirantes del alma
humana.
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