lunes, 18 de agosto de 2014

Gerardo Deniz: poeta

Agosto/2014
Letras Libres
Aurelio Asiain


De mi primera lectura de Adrede, único libro entonces y por varios años de Gerardo Deniz, recuerdo desde luego el asombro y el deslumbramiento, pero sobre todo el intenso deleite. Qué placer internarse en esa atmósfera enrarecida y avanzar entre la vegetación lujuriosa por un terreno con frecuencia resbaloso y accidentado, en el que no era difícil perder el camino –había entonces que desandar un trecho, o internarse mejor por lo que parecía el anuncio de un claro– pero en el que había siempre tanto que ver, escuchar, olfatear, palpar y paladear que, por mucho que uno se perdiera, era siempre impagable lo ganado. Densidad no es lo mismo que impenetrabilidad y si además de apelar a todos los sentidos la poesía de Deniz exigía poner en juego la memoria, la imaginación y la inteligencia, no era para descifrar enigmas, por más que, claro, reconocer esta o aquella alusión deparara satisfacciones adicionales; y así, por ejemplo, esa “luna sobre las islas que piensa el bonzo errante” de cierto poema, la luna de la bahía de Matsushima en el anhelo de Matsuo Bashô, podía aromarse de pinos para el que la reconociera, pero tampoco dependía de ello la marcha de la lectura. Era difícil, sí, aclarar el sentido de muchos pasajes, y durante años podía resultar evasivo más de un poema completo, pero la experiencia misma de la lectura estaba plena de sentido, y esa dificultad no era un obstáculo. Tampoco, hay que decirlo, era el imán de la experiencia, y la resplandeciente sentencia autoritaria de Lezama Lima estaría aquí fuera de lugar: lo estimulante en la poesía de Deniz eran muchas cosas, antes que la dificultad. Sensaciones, sentimientos, percepciones, ideas y visiones aparecían registradas con inusitada precisión y, comunes o inéditas para el lector, transfiguradas siempre por una sensibilidad originalísima, con un registro de una rara amplitud y, a la vez, una extraordinaria sutileza en sus matices. El deleite no ha hecho sino crecer con cada relectura y en cada una se ha hecho más firme esa certeza: la de que la verdadera originalidad de Deniz está en su sensibilidad. Por supuesto, la densidad de su escritura –que está no solo en la riqueza referencial sino también en la complejidad espejeante de las imágenes, en los giros y volutas de la sintaxis, en la andadura sincopada, las variaciones de tono, los cambios de una voz tan pronto capaz del susurro introspectivo como de la imprecación airada– corresponde a la densidad interior de un espíritu hecho a la intemperie y dado a internarse por territorios inexplorados de la experiencia moral. Porque el lenguaje de esos poemas podía recordar en algún momento a Saint-John Perse y en otro a Gorostiza o aun a Chumacero, y la voz podía elevarse o cambiar en la parodia, pero el personaje de Gerardo Deniz, el poeta que postulaban los poemas, era, como apunté alguna vez, insustituible.
Esa densidad alcanzó su punto más alto en el segundo libro de Deniz, Gatuperio, que incluye uno de los poemas eróticos más intensos, originales y memorables de la poesía en lengua española del siglo XX: “Duramen”. Es un poema narrativo: cuenta, paso a paso, un encuentro amoroso. Pero esa narración es sobre todo una descripción, detallada, pormenorizada, resuelta en un envolvente flujo verbal que avanza por la página rítmicamente. Un lenguaje erotizado en alto grado, imantado e hipnótico. En ese mismo libro, junto a ese poema portentoso, había otro no menos original y que, extremando el tono paródico y sarcástico de algunos de los poemas de Adrede, se desplegaba en una narración estrambótica desternillante a partir de las 20000 lieues sous les mers de Jules Verne: “20,000 lugares bajo las madres”. Me resulta imposible encontrar un antecedente de ese poema en nuestra poesía, y no sé si José de la Colina u otro de los comentaristas que saludaron su aparición mencionó alguno, pero lo que en cambio es evidente ahora es que “20,000 lugares bajo las madres” anunciaba el tono dominante en la poesía futura de su autor y la forma que adoptarían varios de sus poemas más ambiciosos, particularmente Picos pardos. Pero la imaginación fabulosa que se despliega ahí ya estaba enteramente en Adrede, y luego no hará sino prodigarse. Es una imaginación en la que no deja de alentar una realidad paralela, y que hace de muchos de sus poemas ejercicios de literatura fantástica, con relojes que se cruzan de brazos, cúes (Q) con legañas, formas verbales que pican como un cilicio de pelo de camello, nubes que se repiten idénticas, nieve negra que sube al cielo, monos que aciertan al teclado con el verso isabelino, lotes baldíos en el centro de manzanas enormes donde ocurren episodios atroces, la Inspiración vuelta empleada doméstica, un santiclós atorado en la chimenea, locomotoras como amas de cría entregadas a un absorbente tráfico de féretros, Dios harto de siempre aparecer pasando distraído al fondo de fotos tomadas por turistas japoneses.
De esas lecturas y las de los libros posteriores de Deniz, primero muy espaciados (entre Adrede y Gatuperio mediaron ocho años, como entre Gatuperio y Enroque), luego casi inmediatos (Enroque y Picos pardos son de años sucesivos) y pronto casi simultáneos (pues hay años en que se publican dos o más títulos), recuerdo también lo que las rodeaba: las conversaciones fervorosas con los fieles, y la admiración compartida. El primero, se sabe, fue Octavio Paz, que alentó a Deniz a publicar Adrede, se empeñó en encontrarle editor y, reacio a prologarlo como habría deseado el autor, fue en cambio su primer entusiasta reseñista. Pero también lo apreciaron pronto, en la conversación o por escrito, Antonio Alatorre, Eduardo Lizalde, José de la Colina, Ulalume González de León, Gabriel Zaid (que alguna vez lo señaló como el autor de la poesía más joven de México) y Salvador Elizondo, para no mencionar sino a escritores de su generación. Entre los poetas de las generaciones posteriores también tuvo con el tiempo Deniz lectores atentísimos: David Huerta en primer lugar, pero sobre todo Pablo Mora y Fernando Fernández, que le han dedicado estudios extensos. Aunque no figura en Poesía en movimiento, la antología hasta hace poco paradójicamente canónica de la poesía mexicana del medio siglo, por la sencilla razón de que apareció en escena varios años después de su publicación, Deniz ha sido sin embargo un poeta muy estimado por sus pares desde el principio, y los lectores sabíamos que, aunque no se prodigara, de tarde en tarde cabía esperar sus poemas en el Plural de Octavio Paz, como después en Vuelta, en la Revista de la Universidad, en este o aquel suplemento. No era, claro, un poeta popular ni cabía esperar que lo fuera, y no encuentro escandaloso como algunos, sino perfectamente comprensible, que la mayoría de los lectores no se hayan percatado entonces del enorme poeta que había aparecido, aunque sí me parece un tanto alarmante que algún crítico profesional se apresurara a descalificarlo como autor de textos incomprensibles. También era comprensible, por otra parte, y hay que decir que los que ahora dicen algo muy parecido en su alabanza –que Deniz descree del sentido– no son un punto más perspicaces. Pero fue memorable que cierta autoridad en la materia haya hecho una lectura literal del poema “Confeso”, sin advertir que se trata de una burla de las afirmaciones sobre la muerte del significante en la poesía de Deniz. (Ceguera parecida a la de esos críticos que escriben, sin parpadear, que Octavio Paz “creía en el eterno retorno”.)
Naturalmente, ninguno de esos lectores entusiastas pensó alguna vez que lo que Deniz escribía no era poesía. Lo era, con toda evidencia, de modo naturalísimo, por más que ahora sea un lugar común de la crítica afirmar que Deniz rompe con todo aquello que se tenía como poesía, y haya quien encuentre incoherente y sospechoso de impostura el gusto por su poesía en quienes no la adoptan además como bandera. Parecería, además, si uno lee a ciertos críticos fervorosos de Deniz, que antes de él la poesía mexicana no se ocupaba sino de grandes asuntos, aspiraba a una alta jerarquía filosófica, pretendía una profundidad espuria, ignoraba la realidad concreta de las cosas, carecía de sentido del humor y no admitía otro vocabulario ni otros temas que los consagrados por una tradición en ruinas entre la que, cantando a ciegas, se demoraba. Parecería, además, que en adelante la poesía debe desengañarse y renunciar a la ilusión del conocimiento y mirar toda idea de trascendencia como una cursilería sin remedio. Tiene gracia que un poeta tan reacio a banderías y militancias se haya vuelto bandera y motivo de un culto bobalicón. Pero eso, supongo, a él le causará gracia.

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