domingo, 17 de agosto de 2014

De fronteras, gringos y chicanos

17/Agosto/2014
Confabulario
Mayra Fortes

La reciente situación de los niños migrantes, en su mayoría centroamericanos, en la frontera estadounidense volvió a poner sobre la mesa el debate sobre inmigración y la problemática conexión que existe entre Estados Unidos y Latinoamérica. La frontera es la “herida abierta”, como la describiera la escritora chicana Gloria Anzaldúa, un espacio de encuentros y desencuentros donde el tercer mundo se cuela en el primero y sangra. Pero, como propone Anzaldúa, la frontera no sólo es un espacio geopolítico, sino aquello que marca diferencias y excluye, incluso dentro de una misma sociedad y nación. La frontera entonces, como concepto, está ligada a la identidad.

Los años sesenta fueron testigo de una serie de hechos sociales y políticos que produjeron una fractura en el sistema de pensamiento occidental y obligaron a un replanteamiento de la identidad. Los movimientos estudiantiles, el feminismo, las demandas por los derechos civiles, la Revolución Cubana, entre otros, supusieron una emergencia de voces silenciadas que obligaron a pensar el mundo desde nuevas categorías sociales y políticas. Muchos de estos movimientos surgieron al interior de las naciones, como sucedió en Estados Unidos con la lucha por los derechos civiles comandada por Martin Luther King y los movimientos de los latinos, como los puertorriqueños con los Young Lords, y el de los mexicanos, el movimiento chicano. Estas corrientes cuestionaron los límites de las fronteras culturales y sociales, cimbrando la idea de nación como una comunidad homogénea. El tercer mundo ya no estaba localizado exclusivamente al sur de la frontera puesto que se hacía visible en diferentes partes de la nación estadounidense. Emergían nuevos sujetos y espacios que exhibían una heterogeneidad hasta entonces mantenida en los márgenes.

El movimiento chicano dio visibilidad a la comunidad mexicana y mexicanoamericana en Estados Unidos. Comenzó en la década del sesenta y se extendió hasta principios de los años setenta; y estuvo conformado por una serie de revueltas en diferentes estados. En California, César Chávez encabezó las huelgas de trabajadores del campo que buscaban mejores condiciones laborales. En Nuevo México, Reies López Tijerina emprendió la lucha para que se respetaran las garantías civiles y de propiedad a los mexicanos establecidas en el tratado de Guadalupe-Hidalgo que puso fin a la guerra entre Estados Unidos y México en 1848. Sin embargo, es Rodolfo Corky Gonzales quien dotó de conciencia política al movimiento. En Denver, Colorado, Corky Gonzales organizó la Cruzada por la Justicia, en la que surgió el Plan Espiritual de Aztlán, manifiesto de afirmación racial que buscaba generar un sentido de unidad entre los mexicanos en Estados Unidos a partir de la idea de mestizaje como origen étnico. La apropiación de la palabra chicano, que en el pasado había tenido un sentido peyorativo, buscaba afirmar una identidad que había sido borrada por la cultura oficial. El movimiento formó parte del ambiente contracultural de la época. Y entiendo contracultura aquí como aquello que reta la ideología y los límites de la cultura oficial.

México no estuvo exento de la fiebre contestataria que impregnó los turbulentos años sesenta. En buena medida, esta fiebre tuvo como base la contracultura norteamericana, pero, curiosamente, las miradas no se dirigieron a los chicanos, sino a los hippies y el rock’n’roll. El movimiento había generado atención en los medios norteamericanos, además de crear un renacimiento cultural que dio voz a la discriminación que experimentaba la comunidad mexicana en Estados Unidos. Se crearon editoriales que impulsaron la publicación de cuentos, novelas y poesía; se representaban obras de teatro en las reuniones de los comités del movimiento y se cantaron corridos en honor a figuras como César Chávez. En fin, el arte y la creatividad fueron medios de expresión de una conciencia que emergía de las sombras y buscaba su propia voz. Y aunque en México se vio parte de este renacimiento con la publicación de algunas novelas, como Peregrinos de Aztlán de Miguel Méndez o incluso Caras viejas y vino nuevo de Alejandro Morales —que no pudo ser publicada en Estados Unidos por la temática del barrio que manejaba— no hubo mucha atención hacia los chicanos. Esta falta de interés puede deberse a que ha existido un rechazo hacia lo mexicano que reside del otro lado de la frontera. Simplemente hay que recordar que el pachuco forma parte de El laberinto de la soledad de Octavio Paz como ese ente híbrido, reflejo de lo que no debe ser el mexicano.

Muchos jóvenes mexicanos de los sesenta, en su mayoría de clase media y de ambientes urbanos, particularmente de la ciudad de México, se sintieron atraídos por aquellos nuevos estilos de vida que desafiaban las buenas costumbres. Este desafío, no obstante, resultó problemático, pues se basaba en un modelo cultural extranjero, específicamente de Estados Unidos, lo cual agravaba el problema. Sin embargo, aunque las raíces de la contracultura mexicana estaban en la norteamericana, poco a poco se fueron incorporando elementos de la cultura mexicana que apuntaban más bien a un producto híbrido —los llamados jipitecas, por ejemplo— que respondía concretamente a la escena mexicana, particularmente después de la masacre de Tlatelolco. El ámbito musical fue una de las esferas en las que esta fusión se manifestó. Como observa el historiador Eric Zolov, poco a poco fueron apareciendo bandas de rock nacionales que, aunque cantaban en inglés por considerársele la lengua auténtica del rock, articulaban un cuestionamiento a la represión del Estado a partir del uso de símbolos nacionales, como es el caso de la banda de rock La Revolución de Emiliano Zapata. En este contexto, resulta difícil afirmar que la rebelión juvenil mexicana era exclusivamente una copia de la norteamericana.

El ámbito literario mexicano también se vio impregnado de la furia juvenil del momento. Las editoriales se interesaron por los escritores jóvenes y algunos de ellos escribían sobre lo que sucedía en aquel entonces de manera desenfadada y recuperando el lenguaje juvenil. Este boomjuvenil mexicano, por llamarlo de alguna manera, ocasionó que se asociara a muchos de estos escritores con la Onda, el movimiento contracultural juvenil mexicano. De ahí surgió la etiqueta “literatura de la Onda” con la que se ha asociado a José Agustín. La publicación de La tumba, su primer novela en 1964, hace 50 años, marcó un cambio en la esfera literaria. Gabriel Guía, el protagonista, un adolescente de clase media alta, narraba desde su propia perspectiva y con su propio lenguaje sus frustraciones familiares y sus aventuras por la ciudad. Además, la juventud del propio autor—tenía 20 años cuando publicó la novela— suponía un cambio, si se piensa en la dificultad de publicar antes de ser un escritor “consagrado”.

AunqueLa tumba responde al ambiente de rebeldía juvenil de la época, la novela aún no tenía los referentes contraculturales de otros textos posteriores del autor, como Se está haciendo tarde (final en laguna)de 1973, donde ya se incorpora el rock como elemento estructural de la novela. Por otro lado, en La tumba, la experimentación con el lenguaje característica de la obra de Agustín se manifiesta en la incorporación de otras lenguas, especialmente el francés para desplegar el bagaje cultural del protagonista, y los juegos de palabras que dan el toque de humor y añaden un nivel de oralidad a la narración. Se combinan así una diversidad de elementos que dan lugar a una pluralidad de conexiones y niveles sobre los que se ejecuta la narración.

Resulta interesante que aunque Agustín incorporó elementos de la contracultura norteamericana en su obra, especialmente en la década del sesenta, no haya referencias a los chicanos, quienes formaban parte del ambiente contracultural de la época. Es Parménides García Saldaña quien incorpora el término chicano en su ensayo En la ruta de la onda (1972) en referencia a “esos [jóvenes] que oscilan entre el inglés y el español, you know”, cuya afinidad con los jóvenes mexicanos es la falta de identificación con el español, porque “Se hallaban encabronados de todas las palabras que significaban esa realidad existente gracias a la Revolución Mexicana” (153). Cabe señalar aquí que esa “oscilación” de la que Parménides habla es precisamente la causa de la angustia y el rechazo hacia esas identidades mezcladas que no responden a un sistema cultural específico. Al igual que Parménides, José Agustín conecta con la contracultura norteamericana y su actitud contestataria al mainstream, a los valores de la clase media blanca, pero no establece conexiones explícitas con los chicanos. Esta conexión tiene sentido si se piensa que los personajes de sus obras pertenecen a la clase media urbana y, por lo tanto, responden a la problemática que se inserta en esta ideología, mientras que muchos de los jóvenes chicanos a los que se refiere García Saldaña son rechazados por dicha clase. No hay que olvidar que las raíces del movimiento chicano fueron campesinas y obreras, y con una agenda política muy específica que buscaba una afirmación cultural y racial de la comunidad.

Sin embargo, un punto de contacto entre José Agustín y la identidad chicana es la necesidad de una reconfiguración de la identidad mexicana. Un rasgo distintivo de la obra de José Agustín es la constante presencia de Estados Unidos. En Ciudades desiertas (1983) explora las dificultades del latinoamericano para adaptarse a la vida norteamericana, aun cuando Estados Unidos puede ofrecer mejores condiciones de vida, en este caso profesionales (las becas para los escritores). En Vida con mi viuda, una de sus novelas más recientes (2004), parte de la trama transcurre en Boston y se explora la presencia norteamericana en Oaxaca para estudiar los hongos y otras plantas alucinógenas. Esta constante presencia apunta a la imposibilidad de pensar lo mexicano como algo exclusivamente ceñido a los límites nacionales. Asimismo, en sus primeras novelas, la conexión con lo norteamericano sirvió para revelar el agotamiento del nacionalismo mexicano patrocinado por un Estado revolucionario que se empeñaba en filtrar lo norteamericano hacia ciertas capas —la económica— pero manteniendo una identidad cultural estática.

No puede hablarse entonces de conexiones explícitas entre la identidad chicana y la obra de José Agustín, pero sí pueden pensarse ambos en relación a los límites culturales. Es decir, si el movimiento chicano cuestionó los límites la identidad nacional norteamericana, la obra de José Agustín cuestiona los límites de la identidad nacional mexicana, y ambos hacen visibles las conexiones que existen entre ambos países. Se revela entonces la porosidad de las fronteras, tanto geográficas como culturales, y la imposibilidad de sellar territorios para defender la identidad. Si bien la obra de Agustín no tiene una plataforma política concreta como la tenía el movimiento chicano, su resistencia a la autoridad y al oficialismo que esgrimía la identidad mexicana constituyó de cierta manera un acto político. Aunque el movimiento chicano perdió fuerza, los recientes sucesos en la frontera nos recuerdan que la relación con ese otro que tenemos tan cerca y que forma parte de nosotros, es todavía una frontera que excluye, que lastima y que sangra.

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