Confabulario
Leonardo Tarifeño
En la formación de un lector hay momentos decisivos. Para el lector en español, uno de esos momentos es el descubrimiento de la obra de Julio Cortázar. Casi podría decirse que, tras pasar por el vértigo y la intensidad de sus mejores páginas, se vuelve a leer otros libros sólo para evocar esa inolvidable emoción de asombro y misterio. La lectura se transforma en una droga que exige una dosis por lo menos comparable, y madurar como amante de la literatura implica admitir que esa experiencia de deslumbramiento iniciático es única e irrepetible. Los críticos más malintencionados del autor de Rayuela, que no son pocos, sostienen que se trata de un narrador a la medida de las fantasías adolescentes. La acusación ignora que abrir la puerta del mundo cortazariano supone pasar del fervor juvenil por Bestiario y Final del juego a la resignada aceptación, tan adulta y sensata, de que ya no habrá nada igual a leer “Casa tomada”, “Circe” o “La noche boca arriba” por primera vez. Quizás por eso, al revés de lo que señalan sus críticos, no hay lector de Cortázar que no salga de sus libros convertido en mayor de edad. Es difícil imaginar una prueba más poderosa que esa a la hora de explicar por qué se trata de un gran escritor.
En su Argentina natal, de donde se fue en 1951 y a la que regresó muy poco antes de su muerte, el canon crítico ha entronizado a otros autores muy distintos y el elogio a Cortázar quedó relegado al oportunismo de su reivindicación política. Allí, los paradigmas de la reflexión sobre la literatura argentina contemporánea y posterior a Borges son Manuel Puig, Antonio di Benedetto y Juan José Saer; a Cortázar se lo encasilla como un vanguardista tardío, sentimental y afrancesado, cuyo principal mérito no pasaría de retomar el acento fantástico de Horacio Quiroga y Felisberto Hernández. Los recelos ocasionados en su momento por su autoexilio, las críticas al peronismo y su latinoamericanismo revolucionario ejercido cómodamente desde París se tradujeron en cierta animadversión hacia su obra, de la que la siempre cruel élite académica se ha regodeado en destacar sus caídas más estruendosas: el sentimentalismo de Rayuela, el lirismo político de Nicaragua, tan violentamente dulce, el absurdo naïve de Historias de cronopios y de famas. Ese egoísmo intelectual, expresado en la ausencia de una relectura crítica que funcione como brújula en su vasto continente literario, ha abandonado su herencia al fanatismo de sus incondicionales o a la curiosidad de sus lectores de ocasión, extremos de un horizonte donde nadie parece capaz de trazar un mapa de lectura que guíe hacia las mejores orillas. Como ocurre con todo gran escritor, en Cortázar hay cumbres extraordinarias y episodios olvidables. La celebración por el centenario de su nacimiento es una oportunidad inmejorable para recordar que la historia literaria juzga a un escritor por sus mejores momentos, y que para ello conviene que sus contemporáneos eviten caer en el abismo de la generalización.
Al igual que el resto de sus compañeros de ruta del boom, Cortázar fue un autor profundamente marcado por los valores de su tiempo. Nacido poco menos de un mes después del estallido de la Primera Guerra Mundial, formado como lector mientras el surrealismo y el dadaísmo le robaban la palabra “vanguardia” a la jerga militar, encontró su destino de escritor en el cruce de la fascinación política, la revolución filosófico-literaria que encabezara André Breton (y redefiniera Jean Cocteau) y el orientalismo domesticado que surcó la cultura occidental a partir de los años sesenta. En su cartografía política brillan, con mayor o menor intensidad, las preocupaciones de Libro de Manuel, la crítica a la burguesía de Historias de cronopios y de famas y el ambiente de Fantomas contra los vampiros multinacionales; a su universo lúdico alimentado por las vanguardias corresponden Rayuela (que originalmente iba a llamarse “Mandala”), 62 Modelo para armar, el viaje a ninguna parte de Los autonautas de la cosmopista y buena parte de sus cuentos, en los que los sueños, el azar y la desconfianza hacia los parámetros de lo que llamamos “realidad” constituyen sus pilares fundamentales.
A diferencia de sus novelas, atravesadas por los afiebrados mandatos y asuntos de su época, es justamente en los cuentos donde se adivina el mundo más auténtico y genuino del autor, aquel en el que lo fantástico irrumpe en la vida cotidiana y demuestra que nada, ni siquiera los sencillos actos de leer un cuento (“Continuidad de los parques”) o de ponerse un suéter (“No se culpe a nadie”) son lo que parecen. En palabras del propio Cortázar, esa mirada propia se la debe a Edgar Allan Poe. “Yo desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo —le confió a Elena Poniatowska en 1974—. Los leí a los 9 años y por Poe viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento”.
A mediados de los años cincuenta, ya autoexiliado en París y no mucho después de la publicación de su estupendo Bestiario (1951), Cortázar acepta el encargo de la Universidad de Puerto Rico de traducir toda la obra en prosa de Poe. “Fue un trabajo enorme y duró mucho tiempo, pero fue un trabajo magnífico porque ¡hay que ver todo lo que yo aprendí de inglés traduciendo a Poe!”, recuerda ante Poniatowska. Vista la fuerza y la capacidad de seducción de Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), los volúmenes que reúnen la producción de esos años dedicados a Poe, cabe suponer que no sólo inglés aprendió del gran autor de “La caída de la casa Usher”. En la traducción literaria, el intérprete se ve obligado a sumergirse en las cadencias del idioma, los ritmos de las frases y las resonancias ocultas de las palabras. Se convierte en el escultor clandestino de un estilo ajeno, con un material —el lenguaje— que debe inventar a la medida del carácter que reclaman la historia y los personajes soñados por otro. Un traductor insuperable, como llegó a serlo Cortázar en sus trabajos con Poe y Marguerite Yourcenar, es un médium entre dos idiomas, la escritura y la personalidad del autor traducido, de quien debe intentar comprender las motivaciones, deseos y frustraciones plasmadas en la trama íntima, lingüística, de los textos. Con esa carga de intuición personal y conocimiento de la técnica literaria, Cortázar le regaló un Poe perfecto al idioma castellano y a cambio extrajo para sí las claves narrativas que convirtieron a “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator” y “El hombre de la multitud” en auténticos clásicos de la literatura universal. Hoy quizás no esté de más imaginar que, a su manera, muchos de los mejores relatos de Cortázar (“No se culpe a nadie”, “Carta a una señorita en París”, “Casa tomada”, “Axolotl”, “Las babas del Diablo”) representan traducciones ejemplares de Poe. O mejor dicho: recreaciones personales de una escritura capaz de evocar lo que el propio Cortázar sintió cuando leyó, a los nueve años, los extraordinarios relatos del maestro del terror y del suspenso. Una evocación del asombro y el misterio que educaron al escritor argentino en el amor a los libros, un momento decisivo en su formación de lector que él lograría transformar en la puesta en escena narrativa de su condición de escritor.
Del Cortázar revolucionario llama la atención la candidez con la que se asoma a la política, siempre seguro de que no hay ninguna razón para pensar que el poder puede corromper a sus amigos Fidel Castro y Daniel Ortega. Hoy es difícil saber si su defensa de la presunta “ingenuidad” de líderes que han demostrado ser de todo menos ingenuos es un escándalo de amoralidad o un caso clínico de ternura ciega. “La ingenuidad revolucionaria, que es tan frecuente en nuestros países —y es bueno que sea así— le da al hombre una hermosa seguridad, porque siente que tiene la verdad en la mano y la quiere comunicar”, le dijo a Osvaldo Soriano en 1983, en una célebre entrevista publicada en la revista Crisis. Ingenuo convencido de que los ingenuos son los demás, el Cortázar que declara estar orgulloso de aconsejar a Tomás Borge o a la cúpula revolucionaria castrista es el que ha envejecido a mayor velocidad. Nicaragua, tan violentamente dulce constituye un involuntario monumento a la nefasta incapacidad de los intelectuales para aceptar que la política es uno de los nombres del Eje del Mal. Libro de Manuel pretendió ser crítico con los movimientos guerrilleros y sólo demostró el espeluznante desconocimiento del autor de la intimidad cotidiana de aquello que pretendía analizar. No es este el Cortázar sutil y deslumbrante que hechiza a los lectores. De todos los rings a los que se subió en su época, este es el único del que se bajó maltrecho.
Contra todo pronóstico, el Cortázar vanguardista sobrevive como un pionero del pastiche y la fragmentación. En una era de ADN digital que privilegia el collage de informaciones y la lectura “a la carta”, Rayuela se mantiene vigente gracias a la estimulante sensación de libertad que contagia desde la primera hasta la última página, sean ellas las que fueran. Lo mismo parece ocurrir con 62, en definitiva un desprendimiento de Rayuela, y los singularísimos textos breves y misceláneos de Último round o La vuelta al día en ochenta mundos. En cada uno de estos libros se adivina un autor arriesgado y lúdico, de una escritura fresca y juvenil, del todo identificable con la imagen icónica que la fotógrafa argentina Sara Facio capturara en 1967, donde se ve a un Julio de edad indescifrable, con ojos de galán bohemio y cigarrillo en la boca sin encender. Este es un Cortázar entrañable y perenne, que vale más por sus frases que por sus personajes, autor de un puñado de libros que difícilmente perderán su espíritu de contraseñas generacionales de una sensibilidad idealista. Son obras que se recuerdan como alegres compañeros de vida, amigos que dejan huella aunque nunca se los vuelva a ver.
Mientras tanto, a mitad de camino entre el impulso político y la frescura vanguardista, el Cortázar cuentista es el que muy probablemente represente mejor al escritor que construyó un mundo inolvidable para millones de lectores. De Bestiario a Deshoras, pasando por Todos los fuegos el fuego y Queremos tanto a Glenda, no hay un libro suyo de narrativa breve que no conserve una imagen inmortal. Los coches que se acumulan en el embotellamiento metafísico de “La autopista del sur”, los conejos que habitan el estómago del protagonista de “Carta a una señorita en París” y la mujer que intercambia identidades con su doble mientras cruza un puente en “Lejana” parecen sueños que comunican “el lado de acá” y “el lado de allá” de la realidad, paisajes de visiones que el virtuosismo de unas frases de vértigo hace verosímiles a través de un pulso inspirado por el ritmo del free jazz y el bailoteo hipnótico de los grandes campeones de boxeo. “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario”, escribió Cortázar alguna vez. De esa manera, sin que el lector logre advertir cómo y cuándo, su vida cambia en el paso de una oración a otra, tal como le ocurre a los protagonistas de “La noche boca arriba” o “Axolotl”. Para entender el nuevo mundo que se abre en esas páginas, el lector sólo quiere leer otro cuento. Lo que no sabe es que “del lado de allá” del libro no hay sólo un escritor, sino un traductor de sueños.
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