La Jornada
Javier Aranda Luna
Lo saben sus lectores: Julio Cortázar –cuyo centenario recordamos hoy– murió hace 30 años y cada día escribe mejor.
Más allá de los ismosy del “boom latinoamericano”, con los que se relaciona su obra, sus cuentos, novelas y poemas continúan atrayendo nuevos lectores con el poder magnético de sus palabras.
Hace tiempo escribí que las grandes obras crean su propia legislación, fijan sus reglas, crean sus propios universos. Permean el imaginario colectivo con atmósferas, frases, historias, personajes, imágenes poderosas que se vuelven indelebles.
Ya no es posible imaginar al mundo sin Don Quijote, sin Romeo y Julieta, sin el minotauro que habita el centro del laberinto. Tampoco sin los cronopios, los famas, los esperanzas, las manscupias o sin ese idioma en el que los amantes cifran sus pasiones y que Cortázar nos dio a conocer en el capítulo 68 de Rayuela: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”
Ese idioma se llama glíglico y todos, en algún momento, hemos recurrido a él inventando algunas palabras, resemantizando otras para tender esos puentes de entendimiento y complicidad que sólo pueden cifrar y descifrar quienes sostienen pláticas de sobrecama.
Todos sabemos qué es un cronopio aunque no podamos definirlo. Todos podemos entender el glíglico aunque tal vez seamos incapaces de poderlo escribir. Su importancia es tal que existen tesis académicas sobre ese idioma inexistente fijado magistralmente por Julio Cortázar.
Uno tiende a pensar que las nuevas palabras o los seres inventados por los escritores son producto de un laboratorio donde los ingredientes y las mezclas son minuciosamente preparados. En el caso de Julio Cortázar no es así:
Un día en un teatro de París durante el intervalo entre un acto y el siguiente tuvo la visión interior
de unos seres que se paseaban en el aire y eran como globos verdes. Globos que tenían orejas y una figura humanoide
aunque no eran exactamente seres humanos. Y así como tuvo la visión de esos seres redondos y verdosos le llegó su nombre:
cronopios.
A Cortázar le divertía mucho ver cómo críticos sesudos descifraban la etimología de la palaba cronopio porque no tenía que ver con lo que elucubraban: naturalmente la relacionaban con Cronos, el dios del tiempo. Pero no tenían que ver nada con el tiempo,
en absoluto. Días después aparecieron sus antagonistas: los famas.
Los cronopios comentó en algunas conferencias
los sintiócomo unos seres muy libres, anárquicos, locos.
Capaces de las peores tonterías y al mismo tiempo llenos de astucia, de sentido del humor, una cierta gracia. Y a los famas los vio
con mucho cuello, mucha corbata, mucho sombrero y mucha importancia. Eran los representantes de la buena conducta, del deber ser, del mundo de las sanciones y los castigos.
El mundo de los cronopios, los famas y los esperanzas se fue articulando en algunos cuentos que formaron Historias de cronopios y de famas. Textos ligeros y lúdicos que algunos amigos le objetaron a Cortázar por ser demasiado lúdicos.
Sus críticos, amigos o no, no se habían dado cuenta que para Cortázar el juego era importante porque el escritor empieza jugando con las palabras al seleccionarlas, combinarlas o rechazarlas. Un juego serio e importante como el juego de los niños que berrean cuando los quieren sacar de ese mundo apasionado y fundamental. Aunque el juego divierte, su sentido es tan profundo que debemos tomárnoslo en serio. El juego es un territorio personal, un territorio que se comparte y se respeta y nos permite en su infinita combinatoria mirar las cosas de este mundo desde otra perspectiva.
No me extraña que le atrajera poderosamente el surrealismo en su juventud. El surrealismo fue para Julio Cortázar una gran lección. Lección más que literaria, metafísica: le mostró la posibilidad de enfrentar la realidad cotidiana no a partir de la lógica aristotélica sino a partir de los intersticios del mundo. Acercarse a las cosas a partir de las excepciones más que de las leyes. A partir de esas hendiduras secretas a las que accedemos gracias al amor y al humor, dos ejes del surrealismo. Muchas exposiciones de pintores surrealistas engendraron no pocos de sus cuentos fantásticos. No para copiar los temas de los cuadros sino por el estímulo que producían en el corazón creativo del Gran Cronopio.
Además de ser un gran escritor Julio Cortázar fue un estupendo lector. Por eso sabía que escribir y leer significan siempre interrogar y analizar la realidad. También luchar para cambiarla desde adentro, desde el pensamiento y la conciencia de los que escriben y de los que leen. No es forzoso, decía que esa literatura tuviera un contenido político: un poema de amor, un relato puramente imaginado bastaban para lograr ese cambio.
Desde 1958, según su correspondencia, Cortázar quería escribir una novela que fuera una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. La crónica de una locura. Estaba convencido de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas. Por eso quería construir una narración hecha desde múltiples ángulos. La primer versión de Rayuela que originalmente se iba a llamar Mandala estaba llena de materia explosiva, una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana. Y no exageraba.
Desde sus primeros cuentos publicados en Bestiario en 1951 Julio Cortázar nos mostró que para él la literatura era un juego demasiado serio como para improvisarlo. Un juego donde la imaginación es su principal ingrediente y el lenguaje minuciosamente estructurado el único camino para provocarla.
Con los lectores de Julio Cortázar pasan los años, persisten los momentos. Momentos que son un cuento, el fragmento de una novela, la sombra de Charlie Parker en El perseguidor, los versos de un poema o la aparición de un cronopio que encontramos al doblar la esquina de cualquier calle y en cualquier lugar. Su juego está jugado, por eso cada día escribe mejor.
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