Laberinto
Armando González Torres
Paralelo al descubrimiento del gran poeta, recuerdo que incidentalmente
comencé a leer la columna de libros de Efraín Huerta, la cual por su tono
afable y divertido llamaba mi atención de temprano adolescente. Leer es una forma extrema del goce
intelectual. La columna “Libros y Antilibros” que por varios años mantuvo
Efraín Huerta en el suplemento “El Gallo Ilustrado” del periódico El Día,
muestra esta forma del goce. En efecto, los “Libros y Antilibros” de Huerta
constituían una manera viva, jocosa, erudita y desenfada a la vez, de compartir
una devoción: la lectura, y los diversos prodigios que la rodean. La columna tenía
el modesto propósito de brindar noticias y anécdotas literarias, pero ofrecía
mucho más: una muestra de la rica formación y del paladar omnívoro del lector
Huerta; un testimonio del medio ambiente-intelectual de la época y una visión
jubilosa del acto creativo y amistoso de la lectura. Cierto, el genuino amor a
los libros no tiene nada que ver con la pomposidad académica o el ánimo de
brindar certificados de aptitud y pertenencia a los autores. La biblioteca de
Huerta no era la del bibliófilo que se concentra en el libro como objeto, ni la
del académico que aspira a depurar un acervo canónico, sino la del lector voraz
y abierto que llena sus libreros a la luz del azar, la varia afición y la
amistad.
El lector Huerta era un lector activo y festivo cuyas notas y
recensiones resultaban tan divertidas como instructivas y cuyo estilo se permitía
la reflexión, la evocación, el juego de palabras, la broma privada y el
gracejo. Muchas columnas de Huerta constituían una chispeante tertulia en la
que convocaba a sus más preciados volúmenes y amigos y en la que, al lado de
las ideas y revelaciones, campeaba el desenfado y el buen humor. En la tertulia
de Huerta no solo aparecían los nombres consagrados de su tiempo, sino esos
otros animadores a menudo olvidados (libreros, editores, correctores,
bohemios), que conforman el complejo ecosistema literario de una época. Así, al
lado de los conocidos nombres de José Gorostiza, Xavier Villaurrutia o José
Emilio Pacheco, también aparecían los José Herrera Petere, Octavio Barreda,
Ricardo Cortés Tamayo, Salomón de la Selva, Demetrio Aguilera Malta, Rafael
Gimenes Siles, Jacobo Glanz, Parménides García Saldaña o los aguerridos
infrarrealistas. A través de este registro personal y bibliográfico es posible
recuperar protagonistas olvidados, restituir atmósferas intelectuales, inferir
filias y fobias y revivir el clina vibrante de los setenta.
Otro rasgo de “Libros y Antilibros” era el sentido común: Huerta ejercía
una crítica afable contra la petulancia, la simulación y la banalidad que
suelen enquistarse en la República de las Letras. La columna de Huerta
representa el aspecto más fecundo y fraternal de la mundanidad literaria, de
esos círculos de amistades y afectos que se forman en torno a la página
escrita. La forma en que el lector lee, el estilo con que transmite su gusto y
su juicio hablan profundamente de su personalidad. En el caso de Huerta, denota
a un lector abierto, cálido y efusivo, que a la hora de leer evade las
jerarquías y los prejuicios e inicia una aventura en la que incursiona en las
páginas ajenas con una generosidad que no excluye la exigencia y la
inteligencia. Porque en este torrente gozoso de anécdotas, ocurrencias y juegos
de palabras, subyace el afecto, pero también el ánimo crítico y la apuesta por el
gusto. Cierto, el arte de leer se acompaña de un arte de escribir, porque la
transmisión es una de las formas más altas y rigurosas de la camaradería.
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