Laberinto
Iván Ríos Gascón
Contempló
a la ciudad como un esteta de lo triste, lo sórdido, lo umbrío.
Desentrañó el signo de los árboles y sus alambradas mecidas por la
noche, versificando el universo prostibulario, la mesa de cantina, los
sueños de celuloide y ese otro mundo, no menos irreal, que se expresaba
en los impalpables lamentos del espíritu. El poeta inmortalizó prodigios
y monstruos peregrinos, reconociendo en el alba la eclosión de una
acuarela caprichosa, así percibía al temperamento de la urbe:
atrabiliario e inestable, necio y solitario. Su mi- rada trazó un viaje
monumental de los labios a las nalgas femeninas, supo descifrar la línea
tenue entre besos y blasfemias (cuántas revelaciones fue tejiendo en
cada línea de vocablos indomables, al fin y al cabo, la poesía es así,
no restringe —ni reprime— el ímpetu voraz de las esencias).
Hay
ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que vitalizan y
estremecen. Imposible huir del desconcierto del paisaje oxidado y las
sombras que lo habitan, esos espectros de eternidad forjada en la
belleza extraña, la insensatez, la existencia en bancarrota. Digamos “La
muchacha ebria”, cuya boca sabía a taza mordida por dientes de
borrachos,/ y sus brazos y piernas con tatuajes,/ y su naciente
tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada recrea el
nebuloso frenesí por poseer los harapos de un misterio genital marchito y
vano; imposible no olfatear en los abrazos de la muchacha del sonreír estúpido y la generosidad en la punta de los dedos
un encanto de resaca. Digamos, también, la sublime fugitiva de un
“Juárez–Loreto”, la que rebasa por la derecha y ve de arriba abajo el
chamagoso firmamento de la Ruta 85, transporte que solapa a los ladrones
porque Rozadora, pescadora en el río revuelto/ de las horas
febriles; ladrona de mi mala suerte,/ abyecta cómplice del “dos de
bastos”, hembra de los flancos/ como agua endemoniada;/ cachondísima
hasta la parada en seco/ del autobús de la muerte: la agonía de El
Cocodrilo es epifanía de cadáveres, lágrimas, quejidos, rastros de
entelequia que se quedan en la piel humedecida por el llanto o tan solo
por la lluvia, esas tormentas que —decía Paul Valéry— el poeta no debe
mencionar sino crear: el rocío que se desborda es emblema recurrente en los episodios cotidianos, sea el Agua
espesa, divinamente pantanosa/ agua de olvido, espesa de tinieblas,/
agua donde penetra el alma y nada se oye./ Fresca agua para el rostro,
para toda la carne/ mancillada y expuesta/ sanguinolenta en todos los
mercados. Agua —como la patria— abierta en canal (“Agua del dios [2]”).
Hay ciertas imágenes en la poética de Efraín Huerta que perturban y armonizan al sosiego con el desorden impulsivo. El Tajín, Circuito interior —la Transa poética—,
algunas barbas que desatan la lujuria o el nalgaísmo transplantado en
confesión de polvo de amor de la maldita lengua: el auténtico poeta sabe
conciliar lo bello con la palabra impía, reconcilia al cuerpo con todo
lo que hay en él de inexpresable.
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