Luvina
José Angel Leyva
La memoria en Juan Gelman se convierte, más que en otros poetas, en motivo y energía para la construcción del presente, en sustancia fundamental de la palabra por venir, en nominación del tiempo. Para el poeta la historia no es el acontecimiento pretérito sino la presencia del ayer en el momento que transcurre y en el horizonte del mañana, es sueño y es constancia tangible de lo vivido y por vivir. Dolor y sufrimiento por las ausencias, alegría por su evocación, por la permanencia de sus significados y el sentido de sus presencias, de sus vidas; razón de existir y morir de manera simultánea, reconocimiento de que no se puede claudicar en tiempos de paz contra el agravio, de que no se puede dejar en paz a la injusticia por razones de salud mental, de que las emociones no se pueden guardar en eufemismos y en silencios. La palabra no puede nacer sin riesgos semánticos, sin atributos, sin cargas y reminiscencias, sin marcas, sin voces de los muertos que imaginaron ser, que lucharon por el ser. Gelman lo resumía así en la crónica de la aparición de su nieta tras una larga, penosa e indefectible insistencia en todos los ámbitos: ella estaba viva y había sido entregada a los militares, y ante mi pregunta de si no había sentido la necesidad de abandonar una búsqueda que se advertía inútil, poco menos que imposible, como la exigencia de los restos de su hijo y de su nuera, asesinados por la dictadura argentina: «El hombre no debe renunciar a la memoria a cambio de la comodidad y la placidez que da el olvido, porque el hombre ¿es memoria o qué?».
En Juan Gelman la palabra no es certeza, es hito, es señal de múltiples caminos. Comparte con la mayoría de los escritores la conciencia de la inutilidad de la poesía y la pregunta simultánea: ¿por qué entonces seguir cultivándola, por qué lo mismo no es lo mismo al ser revelado en y por el poema? La poesía de Gelman nos ofrece una visión del pasado inconcluso, de un ayer abierto a la vida que transcurre, a la mente y la sensibilidad en proceso de aprendizaje, en la praxis. Hay acontecimientos históricos cuya caducidad no ha tenido lugar, permanecen archivados o encapsulados, ocultos como los rollos del Mar Muerto. Hay raíces humanas emergentes desde los profundos y hondos juegos del lenguaje, de la oralidad y de la escritura, de la gestualidad cotidiana, de lo extraordinario y lo divino, de lo mundano y lo íntimo. En el hoy y mañana y ayer (antología personal, unam, México, 2000), Pesar todo (antología, fce, México, 2001), Valer la pena (Era, México, 2001), País que fue será (Era, México, 2004), De atrasalante en la porfía (Seix Barral, Argentina, 2008), títulos recientes escritos en México, apoyan este ejercicio reflexivo sobre una de las vetas más relevantes en la poesía gelmaniana: exploración y rescate del tiempo, de los sucesos de un ayer insepulto, abierto aún al escrutinio y la conciencia en tránsito.
A la manera de Vallejo en su conjugación invertida del tiempo y de los neologismos, Gelman disloca los acontecimientos para crear espacios abiertos a cualquier posibilidad: «Así vendrán tristumbres, la madre general, las deudas del olvido» («La sed»), o «Allí pasó mañana. Tiembla de siempre en nunca más» («Vínculos»). La invocación del futuro en un ayer que no debió ocurrir de la manera como se vivió, sino en la forma como se escribe en el presente. «La lengua del dolido jadea de amores indecibles, apenas entrevistos, como fuegos que le acechan la boca y ningún daño apaga y arden en lo que no será» («Interrupciones»). Pero lo más trascendente de esta posición indeclinable del poeta y del hombre de principios, del individuo ético que asume su responsabilidad ante la palabra hasta las últimas consecuencias, es no contagiar el edificio poético con la ideología, no sujetar las búsquedas estéticas a la moral que rige su militancia, su insistente y denodado esfuerzo por extraer la verdad del pasado, por su reclamo de justicia. No obstante, dicha actitud ética sí se refleja en los contenidos de su poesía, sí habla a través de sus versos y de su respiración, de sus tonos. Mas no la conforma como una poesía política, pedagógica o moralista; por el contrario, la conciencia de los motivos que avivan la pena no sólo por los hijos torturados y desaparecidos, por la patria violentada, sino por los ausentes antes de tiempo, por lo que debía ser y no fue, empuja hacia la liberación de lo poético atendiendo únicamente a la responsabilidad de sus propios impulsos, de la revelación de sus enigmas, de la aparición del conjuro en la forma y el momento en que la propia sed de decir lo exige; la poesía responde a sí misma.
La emoción entre mi vida y
la conciencia de mi vida
es una continuidad que no
me pertenece
(«Torcazas»)
Siniestra corte es la memoria /el sentido
normal del padecer /pequeño
sería así el pasado
en un rostro que nunca supe dónde
está
[...]
La memoria no se quiere apagar/
lo sabe
el animal dolor/razón
del gran silencio/sombra
de lo que ya no fue /vacío
lleno de rostros.
(De Incompletamente)
Insuficiencia del existir y precariedad en el decir, mueca de ironía y de burlón silencio en la negación oximorónica de todo lo que no nos pertenece, y por lo mismo es nuestro. Negar afirmando, afirmar negando, a la manera como lo hicieron los místicos y barrocos. Gelman ya lo apuntaba en sus poemas de 1961, en su «Arte poética»: «Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío [...] A este oficio me obligan los dolores ajenos [...] todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre». Nada es tan lógico como el hablar de los niños, nada tan sincero como su forma de nombrar la realidad, de concebir la función de la lengua, tan cercana al sentir y al imaginar, a la noción del tiempo y de la vida, en donde la muerte no tiene ni tendrá lugar, como lo sugería Dylan Thomas, y el amor es simplemente energía para el juego o para la vida que es juego. La ternura de Gelman parece provenir de un diálogo con sus hijos y sus nietos, con el Juan que goza descubriendo las suertes que se pueden realizar con las palabras por sus contigüidades y sus continuidades, por sus contextos y sus pretextos, por sus trastocamientos y errancias.
Juan no es poeta de un solo registro. Su obra no se circunscribe a una propuesta estética determinada, a un estilo o una voz específicos, sino a épocas diversas en las que han brotado contenidos y formas distintas pero sin perder vínculos con el pasado, sin abandonar recursos técnicos de otras circunstancias, de escrituras que se deslizan en otras direcciones emotivas y racionales. Leitmotivs, marcas, señales, signos, imágenes, indicios, guiños, pueden también hallarse en poemas que poco tienen en común con libros gestados en diversos tiempos en la vida y las situaciones del autor. Por lo mismo, la poesía de Gelman no cae en un solo gusto, no encaja en una misma lectura. Lo que en un libro o en unos versos figura como sugerencia o esbozo, en otros poemarios se despliega sin concesiones, radical y consciente de sus riesgos. No me refiero de manera exclusiva a la utilización de las barras y a ese discurso entrecortado que refiere Evodio Escalante en el prólogo a En el hoy y mañana y ayer, o a la recurrencia de neologismos y efectos fonéticos, o a la presencia indiscutible del dolor, a la pérdida, al exilio, a la dimensión de lo sagrado que, anota Eduardo Milán —en Pesar todo—, es «la dimensión de la sobrevida o del sobreviviente» y de allí a la búsqueda de «las dimensiones olvidadas de la lengua en Dibaxu (1985)», porque, aunque están presentes tales rasgos, es innegable, no siempre usó Gelman las barras ni siempre fue un discurso de tajos, ni vivió siempre en el exilio, aunque tal vez la noción de la mudanza sí haya estado en el sentido de pertenencia e identidad del poeta por su propia biografía familiar, por su estrecha convivencia con el ruso y los recuerdos de una geografía paterna, por la sombra histórica del judío errante. Dejo de lado la infancia, el juego, también la carga política que pueda influir en la lectura de su obra, o el peso de lo ético sobre lo estético. Hallo en la poesía de Juan una recurrencia de fondo y un humor sutil para tragarla, para enfrentar la derrota: «Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte» («Arte poética»); «a gelmanear a gelmanear les digo / a conocer a los más bellos / los que vencieron con su derrota» («Héroes», en Cólera buey, 1962-1968).
El mito de Prometeo resuena en esa declaración gelmaneana donde la «tristumbre» adquiere sentido y carta de naturalización por lo vivido, pero sobre todo por la ausencia, por los ancestros y los nietos, los hijos y los sueños, por la condición humana, por un dios desmemoriado, por los desaparecidos, por la lucha y su dolor sin frutos: «Alma que sólo ves un animal herido al fondo del espejo: cesa ya de jadear» («El espejo»). El héroe (poeta) está consciente —como lo advertía Thomas Carlyle— de su heroísmo en la derrota, de su lucha sorda e inútil, pero al fin lucha en medio de la nada, de la muerte. Como lo expresa en su poema «Babas»: escriben papeles que nadie alcanza a ver. Gelman no encaja en el héroe-poeta de Carlyle representado por la figura de Dante, triunfal en su emergencia del Infierno (del poema), donde salva y condena, según sus filias y fobias políticas, donde el florentino se advierte al lado de los grandes genios literarios.
Gelman, por el contrario, se visualiza como sobreviviente, como el personaje sujeto a la roca de la memoria embestido por los recuerdos y los nombres, los rostros anónimos, el pájaro libertario y la rama de lenguaje rota, la palabra que lo nombra y que lo borra al mismo tiempo. La inutilidad del nacer, pero más del morir, el caer estentóreamente en el silencio absoluto, el que duele en carne viva, con dos filos: la memoria del dolor y el dolor de la memoria. La derrota está en el nombrar, en el decir lo que es pero ya no es, en el pronunciar la palabra pájaro para decir libertad y dejar un hueco en la palabra, un silencio que exige otra palabra para denominar el deseo, para hacer la luz.
«Cómo sabe Andrea que la poesía no tiene / cuerpo, no tiene corazón y / en su hálito de niña pasa o puede pasar / y habla de lo que siempre no habla / […] / Un día sabrá que existieron como ella misma, / entre lo imaginario y lo real. / ¡Ah, vida, qué mañana / cuando termines de escribir!» («¿Cómo?»).
La poesía de Gelman está sembrada de símbolos que transmiten un mensaje, que transportan una ofrenda, que refieren un juego de voces del pasado que no cesan de trinar, de aletear, de volar. Toda su obra está poblada y plagada de alas. Aves de todos los colores y estaciones, de todos los estados de ánimos. La ética de Gelman, su ideología, se vuelca en un misticismo sui generis, en una abierta admiración por los místicos, pero al mismo tiempo en el descreimiento de sus alcances, de sus encuentros con la divinidad y su metafísica. A su manera, Gelman acude a estos ejercicios ascendentes a través de la palabra para extasiarse, para salir fuera de sí y contemplar, si no a Dios, sí a la belleza de la creación, al amor de ser, al amor por el ser.
Y de una gran hermosura gozan sus versos en Notas y comentarios, lo mismo que en Dibaxu. No «le ganó la tenurita», como escribe Evodio Escalante, sino la soledad, el descubrimiento del solo que dialoga consigo y sus pesares, que indaga más allá de sí. Como lo había ya hecho en Los poemas de Sydney West (1968-1969) en Argentina y lo hizo más tarde en Com/posiciones (1984-1985) en el exilio francés, en los que nos ofrece huellas de otros mundos, testimonios de vidas sometidas al olvido. Arquetipos, diría, pensando en Jung. La imaginación del poeta revive acontecimientos y nombres no pronunciados, sólo dichos por otros poetas y sabios que se revelan en la escritura apócrifa. Puede ser la impronta de Gallagher Bentham o las preguntas de Sammy McCoy en un Lejano Oeste, o la carnalidad del misterio que envuelven los rollos del Mar Muerto. Juan desentierra la memoria para llegar a la misma conclusión que Ramprasad: «cuando la Muerte te haga prisionero / tu casa / ¿de qué te servirá?». Mientras tanto, para quien lee esta sencilla reflexión, el poema funge como el ave que trae una ramita de olivo hasta el arca de Noé como señal de que hay tierra firme, de salvación, de continuidad de la vida.
Gelman, como casi todos los poetas, vuelve al punto de partida donde lo estremecieron las incertidumbres y comenzó a ser lo que era, lo que sería, lo que es, lo que fue. «En mi corazón se agitan pájaros que en él sembraste / […] / Pero no puede ser. Porque estás en mí, tan viva en mí, que si me muero a ti te moriría». (De Violín y otras cuestiones, 1956). Convicción no es dogma, sino deseo, y el poeta ya en su madurez exclama: «El día que el corazón aprenda a leer y a escribir / se verán grandes cosas / […] / será un gran día, encontrarán / la palabra que se perdió / hace millones de dolores. / Véase lo que pasa: / el día que vino y se fue / será un gran día». («El menos pensado», en País que fue será). En los escombros del idioma, en los vestigios de la civilización, en el subsuelo del habla, en fosas comunes de la humanidad, en el exilio de algún paraíso o de algún infierno, en el pío-pío del tío Juan que gusta de cantar desde la fosa, en las pisadas sobre el agua de un sueño paterno o de un abuelo que amarró una carta a la pata de un pájaro que voló de país en país buscando el cielo, Gelman lee con esa voz que aspira la derrota y nos hace escuchar el ritmo, sí entrecortado, sí difícil, sí doliente, sí incrédulo de las palabras, sí mordaz, sí, a Pesar todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario