lunes, 12 de mayo de 2014

La semilla de GGM

Mayo/2014
Nexos
Ricardo Bada

La jirafa de Barranquilla
Si se colocan el uno sobre el otro los cuatro tomos que recogen la obra periodística de Gabriel García Márquez entre mayo de 1948 y mayo de 1960, el desnivel sobre la altura obtenida colocando uno sobre el otro todos los tomos de su obra narrativa es algo que salta de inmediato a la vista.
La tarea de hormiga llevada a cabo por el estudioso francés Jacques Gilard, rastreando en las colecciones de diarios donde GGM colaboró en sus años mozos, merece todos los respetos… académicos: sólo resta preguntarse si esa tarea, que responde aproximadamente a los presupuestos naturales de una edición crítica, ha sido debidamente valorada por quienes —al parecer— tan sólo ven la publicación de un nuevo libro de GGM como una nueva ocasión de hacer dinero contante y sonante.
Que la obra de GGM, a nivel editorial español y latinoamericano, es una evidentísima gallina de los huevos de oro, está fuera de toda duda. Que el público, a la larga, llegará a un límite de su capacidad de absorción, también. Y mucho más si lo que se le ofrece, a una velocidad que afecta traumáticamente su precario rubro para la adquisición de libros, está tan lejos de la calidad de página que ofrece casi cada uno de sus cuentos, de sus novelas.
En este sentido, al menos, los públicos extranjeros están mejor defendidos en sus intereses: como lectores y como compradores. No habrá editorial estadunidense o francesa o alemana o de cualquier lugar que sea, dispuesta a embarcarse en la aventura de ofrecer la obra periodística completa de Gabo: 890+986+861 páginas son lisa y llanamente demasiado. Ya resulta difícil interesar a un lector venezolano (es decir, casi vecino) en parte de los artículos 100% locales del primer volumen periodístico, Textos costeños, del autor de Cien años de soledad: pretender que un lector de Ámsterdam se interese por lo que GGM reseñó del estreno en Bogotá de Roman Holliday [sic], la peli con Audrey Hepburn y Gregory Peck, sería desatino.
Dicho en otras palabras: También el público español y latinoamericano hubiese estado mejor servido si los editores le hubieran ofrecido una selección de lo más granado de los artículos de GGM, y lo que es más importante, no se correría el riesgo de infligir un daño irreparable al buen nombre periodístico del autor.

El primer volumen de la obra periodística primera de GGM, un libro de 890 páginas, se titula Textos costeños. ¿Por qué “costeños”?  Porque en él se recoge la obra publicada por GGM en diarios y revistas de la costa atlántica colombiana, una región sui géneris cuya quintaesencia ha entrado en la historia de la literatura universal con el nombre de Macondo.
Textos costeños abarca en su cronología desde mayo de 1948 a diciembre de 1952. En esos años, GGM comienza a perfilarse como un escritor urgido por las realidades inmediatas, pero al mismo tiempo preocupado por trascenderlas, expresarlas artísticamente.
No es en modo alguno casual que el primer artículo conocido de GGM esté relacionado con el toque de queda. Ni nos parece casual (pero aquí nos limitaremos a aventurar una hipótesis) el hecho de que cuando GGM se hace cargo de una columna fija, “La Jirafa”, en enero de 1950, en el diario El Heraldo, de Barranquilla, elija como seudónimo el bien poco barranquillero, bien poco colombiano, bien poco habitual, de Septimus.
¿Por qué Septimus, por el personaje homónimo de Virginia Woolf, como siempre se ha conjeturado? Nosotros creemos ver más bien, en la elección de ese nombre, un homenaje indirecto, sutil, a la memoria del líder populista y liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en pleno centro de Bogotá, en la Carrera Séptima, el 9 de abril de 1948. La muerte de Gaitán desencadenó aquella insurrección popular conocida como “el bogotazo”, y puso en marcha la irrefrenable maquinaria de “la violencia”, un periodo de enfrentamiento civil marcado por el signo de una crueldad y una implacabilidad sin parangón anterior en la historia de América Latina; y un periodo —dicho sea de paso— que quizás no esté todavía tan cancelado como pueda parecer.
Finalmente, una observación a lo mejor no tan obvia sobre el título de la columna fija que GGM mantiene en El Heraldo de Barranquilla durante tres años: la jirafa es, de entre todos los animales terrestres, el que por razones morfológicas ve más lejos.
Muchos de los mejores artículos que GGM publica en esta época son luego canibalizados —para emplear una expresión de Raymond Chandler— en la saga de Macondo, y constituyen un vivero de temas, de leitmotivs, que iremos viendo reaparecer recurrentemente en El coronel no tiene quien le escriba, en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, en La mala hora. Pero esto, con ser ya mucho, sería muy poco y, en último término, tan sólo documentaría unilateralmente el aspecto work in progress dentro de la obra de GGM.
El periodista GGM, en esos años, tiene temas que se le vienen insistentemente a la pluma o a la máquina: la bomba de hidrógeno, los platillos voladores, las dizque extravagantes camisas del presidente Truman, ciertos personajes de tiras cómicas, el vegetarianismo. Su ritmo de publicación no llega sino en muy contados momentos (marzo del 50, por ejemplo) a la absoluta cotidianeidad, pero de todas maneras nunca baja de los tres artículos por semana, con todo lo que ello implica. Así, no resulta sorprendente que GGM se cuente en el infinito número de los columnistas que también han hecho su artículo sobre la falta de tema para escribir el artículo de ese día.
Evidente es también que Gabo ha dispuesto, casi desde el primer momento de su actividad periodística, de un cheque en blanco para la elección de los temas de su columna. Los únicos asuntos que parecen (sólo parecen) no atraer su atención son los relacionados con la vida política de su propio país. Pero aquí ya está germinando el gran GGM de determinadas páginas de La hojarasca y de La mala hora, que cuenta las cosas como si fuesen cuento, pero son dura realidad. Aquí, por cierto, se produce un momento decisivo, bien precisado cronológicamente por su recopilador Jacques Gilard, el 15 de marzo de 1952, cuando GGM publica su artículo “Algo que se parece a un milagro”; este artículo, al mismo tiempo un bellísimo reportaje concentrado, es bien directo, bien nítido y claro en su mensaje  y denuncia, al mismo tiempo que anuncia dos cosas: el gran reportero en ciernes (del que muy poco después, ya afincado en Bogotá, tendremos cumplidas pruebas), y todo un segmento narrativo importantísimo de Cien años de soledad, el episodio de la masacre en el pueblo bananero.
Temprana es la admiración de Gabo por William Faulkner, y no se recata de decirlo cada vez que se le presenta la ocasión. Curiosamente, en su artículo sobre la concesión del Premio Nobel al maestro norteamericano, GGM aprovecha la oportunidad para expresar su desagrado por el hecho de que Faulkner comparta ese galardón con los “panecillos de sobremesa” que son Pearl S. Buck, Hermann Hesse y Thomas Mann. Sería interesante saber qué era lo que GGM había leído, en aquel entonces, del autor de La muerte en Venecia. Pero volviendo a las admiraciones, en estos artículos primerizos de GGM se aprecia una influencia muy notable del mayor estilista y creador español del siglo XX, Ramón Gómez de la Serna.
Una lectura cuidadosa, detenida, de las más de 800 páginas del primer volumen de la obra periodística de GGM revela también la necesidad de precaverse contra el prejuicio de que esa obra tiene que ser, por fuerza, el humus en el cual germina su obra posterior. Hasta llegar a ella, GGM ha debido recorrer un camino más largo de lo que cabría pensar.
Y en un cierto sentido, iconoclasta para los adoradores de l’art pour l’art, de la literatura pura, también podría decirse lo siguiente: cuando hace años leíamos ávidamente la edición del miércoles de El País, de Madrid, a la búsqueda del artículo semanal de GGM, estábamos a veces tentados de pensar que toda la poderosa saga narrativa del hombre de Aracataca no había sido más que un largo aprendizaje, la conquista de una tribuna imposible de desoír, desde la cual se pronunciaba, más sabia, más intensamente, llamando la atención del mundo sobre las urgencias y las carencias de la América Latina, sobre la difícil construcción del socialismo, aquel periodista joven que un día se presentó en la redacción de El Universal, de Cartagena de Indias, y meses más tarde en la de El Heraldo, de Barranquilla, con varios cuentos bajo el brazo y una irreprimible comezón de escribir en las puntas de los dedos. Dicho en otras palabras: tal vez algún día la historia de la literatura registre el nombre de GGM como el del mayor periodista latinoamericano del siglo XX.
El espectador de Bogotá
Entre cachacos I y Entre cachacos II recogen la obra periodística de GGM entre febrero de 1954 y julio de 1955. García Márquez vive este lapso entre cachacos, es decir, en Bogotá. García Márquez se halla, pues, fuera de su eje vital, del hinterland que se trasparece en toda su obra narrativa, y que no es otro que la costa atlántica de Colombia.
El Espectador, el diario liberal de Bogotá, incorpora a su plantilla al joven hacedor de la columna “La Jirafa”, del diario barranquillero El Heraldo, y apuesta plenamente por él. Hay madera en ese periodista, y la confianza depositada en él por los propietarios del periódico capitalino se ve confirmada de un modo portentoso por el reportaje que aparece en sus páginas entre el 5 y el 22 de abril de 1955; ese reportaje que ha dado la vuelta al mundo en quizás no ochenta, pero casi tantas traducciones, Relato de un náufrago. Bastaría esta obra maestra del periodismo para haber consagrado al posterior autor de Crónica de una muerte anunciada.
En El Espectador Gabriel García Márquez se desempeña como reportero de plantilla, crítico cinematográfico, columnista anónimo, en fin, algo que va mucho más allá del mero contemplar: ello se pone particularmente de manifiesto en sus críticas de cine.
I.  El espectador García Márquez, o mejor dicho, G.G.M. —como insiste en firmar—, es más que un simple espectador; GGM observa, a caballo entre contemplar y considerar. Su tarea no es relevante si la juzgamos sólo con los parámetros de la crítica cinematográfica que se estaba haciendo entonces en Francia y en Italia; y si comparamos la obra de crítica de cine cumplida por GGM en El Espectador entre 1954 y 1955, con la llevada a cabo por Graham Greene en The Spectator a partir de 1935, la verdad es que Greene le gana a GGM por knock out. Retengamos sin embargo —¡oh manes de Macondo!— la curiosa identidad de títulos de las dos publicaciones en donde GGM y Greene se ocupan del séptimo arte.
A propósito de estas críticas de cine del autor colombiano, el meritorio recopilador de su obra periodística, Jacques Gilard, confiesa paladinamente en la documentada introducción a los dos volúmenes de Entre cachacos: “Es más bien injusto recopilar esas crónicas junto con los reportajes que fueron firmados con nombre y apellidos. Es una consecuencia lógica —si bien perfectamente discutible— del criterio usado en la investigación documental, la cual aspiraba a recoger cronológicamente todos los textos inmediatamente identificables, llevaran la firma de García Márquez o solamente la de GGM”.
¿Por qué injusto? Jacques Gilard no se explaya mucho al respecto… y hace bien; porque, después de todo, las críticas de cine de GGM hablan por sí mismas y están —todas— en los dos tomos de Entre cachacos.
Así, la crítica de Umberto D., que puede pasar perfectamente como sinopsis de El coronel no tiene quien le escriba. O cuando al hablar medio ex cáthedra de una mediocre producción alemana, Cristina, llega a la desoladora conclusión de que el cine alemán jamás se universalizará a causa de la dificultad fonética que entrañan los nombres de sus luminarias; cosa que hoy, con los Fassbinder, Schygulla, Schlöndorff, y un largo etcétera, enquistados en el firmamento cinematográfico, casi causa risa. O cuando GGM pasa de largo, como quien no quiere la cosa, ante una obra maestra de la categoría de Johnny Guitar.
II. Otra cosa es el reportero GGM. Aquí asoma la fibra del autor del episodio de las bananeras en Cien años de soledad. Sus reportajes son un fiel testimonio de lo visto, observado y considerado por un hombre que se va definiendo ideológicamente como abogado de causas, si bien perdidas, eventualmente a ganar.
Cierto que, a veces, la presión de la actualidad le obliga a realizar largas entrevistas donde se adivina su desapego: por ejemplo con el torero Joselillo de Colombia. (Y aquí podría hacerse un inciso y remarcar que, con excepción de un largo capítulo en una novela peruana, Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, el mundo de la tauromaquia quedó exento de cualquier tratamiento en la narrativa contemporánea de América Latina: ¿se avergüenzan, quizás, los narradores latinoamericanos, de esa herencia española?)
Cierto que, a veces, la presión de la editorial que le paga un sueldo le obliga a realizar largas entrevistas en las que, a despecho de su desapego, le va cobrando afecto al entrevistado y consigue un resultado, aunque de tono menor, al menos digno; por ejemplo con el entonces héroe nacional de Colombia, el corredor ciclista Ramón Hoyos.
Pero cierto también que su acercamiento a las tragedias —digámoslo así— sin importancia, si es que hablar de tragedias sin importancia no constituye un peligroso pleonasmo (pienso en Reagan), llevan al reportero García Márquez a una situación en la que tiene que sacar lo mejor de sí: la constante, indomeñable, segura aversión a todo lo que es injusto, pero sobre todo a aquello que da lugar a que aparezca y adquiera carta (burocrática) de naturaleza la injusticia. Determinados comportamientos de autoridades colombianas asediadas por las preguntas del reportero García Márquez recuerdan la banalidad del terror que se refleja en el comportamiento del Eichmann retratado magistralmente por Kipphardt: sencillamente cumplen órdenes.
III. El tercer y último aspecto a considerar es el del columnista. Aquí es donde, tal vez, y con la excepción del Relato de un náufrago, se encuentran sus mayores aciertos literarios. Pero aquí, también, es donde por primera y —quizás— última vez, Gabriel García Márquez trabaja inter pares. El cuadro de columnistas del diario El Espectador, de Bogotá, es de una categoría excepcional. Pero lo cierto es que en esa columna anónima de la glosa diaria, GGM tiene que mantener un nivel de calidad que satisfaga dos exigencias: el lector debe saber que él es quien escribe, pero al mismo tiempo su glosa no puede ni debe ser ni mejor ni peor que la que hubiese escrito uno de los otros compañeros que son redactores habituales de la sección. En otras palabras: esa sección no la escribe Fulanito o Menganito; esa sección la escribe toda una generación de grandes periodistas colombianos. Y haber encontrado el punto de engarce con ellos, haber engranado con el mecanismo, es una de las grandes proezas periodísticas cumplidas por García Márquez.
Entre el Caribe y Moscú
En julio de 1955, el diario El Espectador, de Bogotá, destaca en Ginebra a su reportero estrella, Gabriel García Márquez, para que cubra informativamente el encuentro de los entonces todavía Cuatro Grandes.
A orillas del lago Leman, GGM carecerá de la infraestructura de que siempre ha podido disponer hasta ahora, tanto en Barranquilla como en la capital de su país, y además no puede competir —ni tan siquiera pensar en intentarlo— con las agencias noticiosas internacionales. Sólo algunas de las crónicas logra pasarlas por cable, el resto irá por correo aéreo, y no es pequeño milagro el hecho de que no se perdieran.
Repasándolas atentamente se ve que el reportero colombiano apenas si desliza un par de escuálidas informaciones acerca de la Conferencia en sí; para salvar el expediente tiene que echar mano a su bien desarrollado sentido del humor y escribir la pequeña crónica de los acontecimientos.
La necesidad convierte al reportero en glosador. “Para nosotros”, concluirá significativamente su última crónica ginebrina, sin especificar quién es ese nosotros enmascarado en plural mayestático, “Ginebra seguirá siendo siempre esta casa de locos de La Maison de la Presse” [sic].
Dos meses más tarde, en Venecia, en la Bienale, el caudal informativo que recibe a través de las carpetas de prensa del propio Festival es mucho mayor, y GGM le saca bastante partido. Es el glosador vocacional quien interrumpe las crónicas informativas sobre el festival para insertar una estampa de la playa del Lido. Al margen de sus apuntes sobre las películas que ve en el Palacio del Festival, unos apuntes que tanto le deben a esas carpetas de prensa, GGM no deja escapar la ocasión de mostrar, cuando puede, su humor corrosivo. Por ejemplo, cita (o se inventa) el comentario de un colega italiano sobre la película argentina La Tierra del Fuego se apaga: “El español es un idioma extraño; cuando un actor pide un vaso de agua, parece que estuviera recitando a Corneille”.
Poco después de la Bienale estalla el escándalo Wilma Montesi —hoy entretanto ya olvidado en la maraña de connivencias político/mafiosas que parecen ser la característica diferencial de la vida pública italiana tras la Segunda Guerra Mundial— y GGM marcha a Roma para cubrir la información sobre aquel que fue llamado en su día “el escándalo del siglo”, antes de que Watergate, el escándalo de la Banca Ambrosiana y el hundimiento del Rainbow Warrior de Greenpeace pusieran sucesivos puntos finales a tanta ingenuidad.
En Roma, como en Ginebra, GGM se ve librado a sus propias fuerzas… y a la prensa diaria italiana, en cuyas páginas entrará a saco, esmaltando su prosa todavía un tanto insegura con refritos que huelen claramente a traducción apresurada del idioma del Dante. Lo mismo sucederá meses después en París, durante el también por aquellos días célebre proceso por las infiltraciones en el gobierno francés, si bien ahora los préstamos idiomáticos serán de la lengua de Voltaire.
Y aquí, además, al glosador no le queda tiempo, o no tiene ganas, de intercalar ninguna crónica de costumbres… a no ser que se considere así algún comentario machista como éste, cuando describe una sesión del Comité de Defensa Nacional de Francia: “En torno a una mesa de doce metros de longitud había veinte sillas que sólo podían ser ocupadas por las personas capaces de guardar el secreto más secreto del mundo. En ninguna de ellas se ha sentado jamás una mujer”.
Esta última serie de crónicas no aparece ya en El Espectador, que ha debido cerrar a causa de la dictadura de Rojas Pinilla, sino en El Independiente, que es un Espectador camuflado, y que a su vez se ve obligado a parar sus prensas a los dos meses de ponerlas en movimiento. Con lo que GGM se queda sin un ingreso fijo, y varado en Europa. Esa estancia en Europa, en condiciones de verdadero apuro económico, fructifica en dos relatos, La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, uno de los cuales, el segundo, bien puede considerarse su obra maestra.
Por ese tiempo, y en compañía  de su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, emprende dos viajes que le llevan  a la Hungría de después de la revuelta, y a la Unión Soviética, sólo que  los reportajes escritos a raíz de tales viajes han de aguardar un par de años antes de ser publicados; en Colombia es imposible en esos momentos,  y en esos momentos GGM no dispone todavía de un nuevo empleador  de su talento periodístico.
La publicación del relato del viaje a Hungría tendrá lugar en Venezuela y no en Colombia, poco antes del regreso de GGM a América Latina, justamente a Venezuela y no a Colombia, porque entretanto Plinio Apuleyo está dirigiendo una revista en Caracas y le ofrece trabajo allí. Muy poco más tarde, una vez triunfante Fidel Castro y fundada la agencia noticiosa cubana Prensa Latina, a Plinio Apuleyo y GGM se les brinda la mayor chance profesional que pudieron soñar nunca: montar la oficina de esa agencia en Bogotá, donde ya ha caído Rojas Pinilla y se  ha reinstaurado el sistema de alternancia de los partidos políticos tradicionales en el poder. Con la entrada de GGM en una agencia noticiosa se inicia un nuevo periodo de su vida y que escapa al marco cronológico abarcado por la cuidadosa recopilación de su obra periodística por Jacques Gilard.

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