Jornada Semanal
José Ángel Leyva
En uno de los últimos
homenajes que recibió en vida, Edmundo Valadés escuchó con una mueca de
desencanto el resumen analítico de Carlos Monsiváis: “Valadés es
esencialmente un hombre bueno.” El autor de La muerte tiene permiso
era en verdad un hombre bondadoso, pero no ingenuo. Una de las
exigencias que elevaba como indispensables en todo cuentista era la
malicia. Por algo su rostro se iluminaba cuando en su taller literario
alguien leía un relato chispeante, pero sobre todo pícaro, más aún si
se trataba de una autora.
La salud del viejo escritor se fue quebrantando. Un
día le pregunté por qué no había escrito más, y me dijo con esa ternura
tan propia de él: “Porque la tentación toca a mi puerta y yo le abro.
Un escritor no debe atender esas llamadas, sino exclusivamente las del
oficio.” Dedicaba mucha energía a su revista El Cuento, un
auténtico taller de narrativa. Siempre evocaba la figura de Juan Rulfo
como un entusiasta colaborador de la publicación, un lector refinado
que traía a la revista hallazgos invaluables, autores que luego serían
referentes en las nuevas generaciones. Lo mismo decía de Arreola.
Valadés nació en Guaymas, Sonora, en 1915. Una de
las experiencias más reveladoras de su sensibilidad es aquella de su
primera experiencia erótica. Tras la lluvia, en su natal Guaymas,
quedaba en las calles una arena muy fina. A sus cinco años le gustaba
salir descalzo y sentir la lluvia cálida sobre el rostro, luego caminar
por el limo que acariciaba la planta de sus pies. “Esa –afirmaba– fue la
primera conciencia de la sensualidad, la primera experiencia erótica.”
Muchos años después recordaría otra experiencia en París:
Un grupo de periodistas muy conocidos: Enrique
Figueroa, Jacobo Zabludowsky, entre otros. Fuimos al famoso cabaret
Crazy Horse Saloon y presencié uno de los espectáculos más eróticos y
formidables de mi vida. Puedo verlo muy claro aún. Apareció una mujer
que era ya en sí la encarnación del erotismo, la provocación de la
fantasía. Con toda seguridad la habían elegido entre miles. Todo en ella
era voluptuoso, sus cabellos, el color de la piel, el rostro, el
cuerpo, los ojos. Inició su actuación con una pantomima en la que
aparentaba ir acompañada de un hombre y poco a poco sus caricias los
orillaban al acto sexual. El público masculino se observaba realmente
perturbado. En el lugar de aquel hombre ficticio nos instalábamos cada
uno de nosotros, nos veíamos en posesión y poseídos por tan bella
criatura. Cuando los varones veían por los suelos sus resistencias y
estaban a punto de ser dominados por el impulso de subirse al escenario
y violar a la actriz, entonces se cortaba el número y daba paso a un show
cómico, que también era fabuloso. Cuando las carcajadas lo dejaban a
uno sin aliento irrumpía de nuevo otra chica de las mismas
características que la anterior e iniciaba su actuación. Se volvían a
encender los apetitos sexuales y se repetía el corte y el paso a otra
actuación cómica. El autor de ese espectáculo es un genio, se llamaba
Alain Bernardin, el Rey del strip tease.
Suele ocurrir, cuando alguien dedica demasiado
tiempo y energía a la difusión de la literatura y de la cultura, que se
le escatimen méritos a su escritura. Es el caso de Valadés, quien por
cierto aportó mucho al universo de la narrativa latinoamericana,
particularmente del llamado microcuento, minicuento o minificción. En
ese momento las fronteras del cuento moderno no estaban bien
dilucidadas, por ello convocaba y buscaba reflexiones y análisis sobre
el género, que debía ajustarse a la brevedad y la contundencia. En el
número 119-120, de 1991, el propio Valadés refería el desdén de muchos
por la minificción como literatura menor, pero su importancia iba
cobrando fuerza en los países de habla hispana gracias al empeño de la
revista El Cuento a lo largo de veinticinco años. En Colombia
recogieron dicho esfuerzo y lanzaron un manifiesto en favor de la
minificción, además de crear una publicación especializada, Ekuóreo, dispuesta a recoger los mejores productos del género. La revista El Cuento sentó magisterio a lo largo y ancho de América Latina, tanto que Mempo Giardinelli fundó en Argentina el Puro Cuento, en 1986, cuando volvió de su exilio mexicano.
Valadés no vivía del cuento, vivía para El Cuento,
que publicó más de 110 números. Como muchos otros escritores de la
época, desempeñaba trabajos burocráticos. Pocos meses antes de morir, en
1994, fue invitado a un taller literario de Iztacalco que llevaba su
nombre. La charla sería en las propias oficinas de la Delegación. En el
camino confesó que tenía miedo escénico porque olvidaba datos. Eran
quizás las consecuencias de una afección cardíaca que lo había llevado
un par de veces al hospital; el temor no era infundado.
Dos preguntas se expusieron sobre la mesa para
abrir la sesión. Su primera respuesta fue muy breve, pero no la segunda:
¿qué le hubiese gustado ser si no fuese cuentista? Bailarín, contestó.
De inmediato narró una experiencia maravillosa que confirmaba su
dicho. En una estancia en la Unión Soviética, casi al final del viaje,
lo invitaron a una fiesta. Descubrió a una mujer de belleza inaudita.
Bebió algunos whiskys para darse valor e invitarla a bailar. Con gran
disposición la rubia angelical lo acompañó a la pista de baile. “Éramos
Ginger y Fred”, sostenía el maestro Valadés con una mueca de gozo.
“Bailamos y bailamos sin pausa. La gente comenzaba a irse, pero
nosotros continuamos impulsados por la fuerza de la danza y de la
música. Al final sólo estábamos ella y yo. Alguien me sacudió por el
hombro y en un apenas legible español me dijo: señor, despierte, ya se
acabó la fiesta. Estaba dormido sobre la mesa. Pregunté por la chica,
pero el hombre se alzó de hombros. Mi ropa olía aún a su perfume, no
era un sueño. Esa noche había bailado con un ángel.”
De regreso a su casa dijo, sonriente: “La imaginación siempre sustituye a la memoria, este cuento lo gané por nocaut.”
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