Jornada Semanal
Arturo Gómez-Lamadrid
C’est dans la reprise des temps par l’imaginaire
que le souffle est rendu à la vie
Marguerite Duras
que le souffle est rendu à la vie
Marguerite Duras
La memoria de un hombre no es una suma,
es un desorden de posibilidades indefinidas
J. L. Borges
es un desorden de posibilidades indefinidas
J. L. Borges
Para Rosario, por supuesto, y para Fernanda y Sofía, mis amorcitos
Cuando, en mayo de 1940, Gallimard publicó bajo el sello NRF un libro firmado en coautoría por Philippe Roques y Marguerite Donnadieu: L’Empire Français,
nadie hubiese imaginado, ni siquiera ella misma, que la mujer que
escribió esas páginas, renegadas posteriormente, encontraría en la
escritura, sin saber por qué, su razón de ser, un trabajo de galeote,
contradictorio: abrumador y gozoso, iniciado como el placer de contar
una historia y convertido poco a poco en el intento de llegar a la
claridad en el recuento de la vida propia −a pesar, pero también a
partir de la verdad histórica, pues evocar, contar, es siempre
inventar−, en una búsqueda implacable de los resortes que mueven el
actuar humano, en una tabla de salvación dentro de un hoyo hecho de
soledad y alcohol, en una convivencia con lo desconocido, en un
absoluto: “La cosa más importante que me había pasado.” “Escribir no es
contar historias, es lo contrario de contar historias. Es contar todo a
la vez, contar una historia y la ausencia de esta historia.”
En su extensa obra −relatos, novelas, ensayos,
obras de teatro, guiones cinematográficos, películas y textos
periodísticos−, compleja, polémica, por momentos irritante, pero sin
duda bella, arriesgada, valiosa, averiguó primordialmente sobre la
mujer, el amor y el deseo, escarbando en sus zonas límite, más allá de
la razón, y alcanzó con la palabra y el silencio, con elipsis y vacíos,
recovecos de la naturaleza humana de infrecuente acceso: “un
salvajismo anterior a la vida”, algo extraño, cifrado, encantatorio,
afincado en hechos contundentes: un crimen pasional, un abandono, un
incesto, que adquieren, sin embargo y al mismo tiempo, a través de la
escritura, una existencia inasible, perturbadora e intensa. Una obra
que, dice Xavière Gauthier, “como ninguna otra, deja que los fallos,
las faltas, los blancos, inscriban sus efectos inconscientes en la vida
y los actos de los ‘personajes’”.
Al igual que sus dos primeras novelas, La impudicia (1943) y Una vida tranquila (1944), la tercera −firmada ya con el nombre de Marguerite Duras− Un dique contra el Pacífico
(1950) está influida por el realismo y las técnicas narrativas de
autores estadunidenses, particularmente Hemingway y Faulkner. Ahí
cuenta la vida de una madre y sus dos hijos adolescentes −hombre y
mujer− en la Indochina francesa, que sueñan con una quimérica riqueza,
deifican el dinero y se regodean con el delirante proyecto materno,
insertos en una naturaleza formidable e inhóspita, verde, caliente,
húmeda, en la que panteras, tigres, zancudos, mosquitos y toda clase de
bichos pueblan un espacio insalubre que la madre se empecina
inútilmente en convertir en un edén de productivos arrozales −monedas de
cambio de la anhelada prosperidad−, anegados por las aguas del
Pacífico. La madre y su fracaso llenan la vida de este trío de
vergüenza, pero también de orgullo y de una ambición desesperada y
cínica cuya presa visible es un anamita rico y feo, enamorado de la
joven, en quien se fundan los planes de éxito financiero de la familia,
minuciosamente concebidos por la madre.
La ficción autobiográfica
Duras hizo de su infancia indochina y su familia un
reservorio de materia prima para la creación. En las primeras tres
novelas, pero también en Días enteros en los árboles (1954), El cine Edén (1977), Agathe (1981), El amante de la China del Norte (1991), o la más célebre de todas ellas: El amante
(1984), la ficción es autobiográfica. Sus padres, profesores de la
escuela de Jules Ferry, decidieron, por separado, probar suerte en
estas tierras conquistadas por los ejércitos del Segundo Imperio y
explotadas por la Tercera República. Allá, en Gia Dinh, convertida
ahora en un suburbio de la actual Ciudad Ho Chi Minh, la admirable y
espléndida Saigón construida por los conquistadores franceses y
transformada en capital por los almirantes-gobernadores debido a su
estratégica ubicación al borde del Mekong, sitio de arribo de los
barcos y los refuerzos militares−, el 4 de abril de 1914, Henri y Marie
Donnadieu, tras haber procreado dos varones, Pierre y Paul, tuvieron
por fin una niña y la llamaron Marguerite. El padre, casado y con dos
hijos, profesor, alentado por su hermano −militar en Cochinchina− y
respaldado por sus títulos, solicita y obtiene un puesto en la colonia.
La madre, Marie Legrand, casada también, sin hijos, llega con su
esposo, profesor asimismo, en marzo de 1905. Los padres de la futura
escritora se conocen y enviudan, la esposa y el esposo de Henri y de
Marie sucumben a una de tantas enfermedades producto de las condiciones
insalubres que reinan en estas selvas tropicales. En 1921 −Marguerite
tenía siete años−, en Francia, tras un largo debilitamiento y una
incierta convalecencia, Henri Donnadieu muere. Aunque para Marguerite su
padre no fue, como para Sartre, “una foto en el buró de [su] madre”,
su ausencia es definitoria. Su nombre de escritora, Duras, lo tomó de
un pequeño cantón en Aquitania, en el departamento de Lot-et-Garonne,
la región natal d’Henri; pero en su obra hay pocas referencias a él, a
su partida a Francia −resentida tal vez como un abandono− y a su
muerte:
En esta residencia es donde mi madre sabrá de la muerte de mi padre. La sabrá antes de la llegada del telegrama, desde la víspera, por una señal que sólo ha visto y ha sabido entender ella, por ese pájaro que en plena noche gritó, enloquecido, perdido en el despacho de la fachada norte del palacio, el de mi padre.
El eje de la vida familiar, entonces, fue la madre.
“Tuve la suerte de tener una madre desesperada, de un desespero tan
puro que incluso la dicha de vivir, por intensa que fuera, a veces, no
llegaba a distraerla por completo.” Tuvo con ella una relación
entrañable y difícil, la tildó de severa, obstinada hasta el absurdo,
terrible, dura, violenta y, al mismo tiempo, evocó su valentía, su
ternura, su actitud protectora y amorosa. Es, por lo demás, una
presencia constante en su obra. Su separación física y prácticamente
definitiva ocurrió en octubre de 1933, cuando Marguerite se instaló
para siempre en París sin regresar jamás a al país que la había visto
nacer. Antes de ello, había hecho tres estancias en Francia: la primera
no le dejó ningún recuerdo, pues era muy pequeña; la segunda, entre
1922 y 1924, no sólo la grabó en su memoria: Pardaillan devendría,
veinte años después, el escenario de su novela La impudicia.
Durante la última estancia, entre marzo de 1931 y septiembre de 1932,
estuvo de nuevo en Pardaillan y luego en París, para seguir la primera
parte de los cursos que le permitirían obtener su certificado de
bachillerato; sin embargo, no todo se redujo a las clases, también se
embarazó y vivió la amarga, secreta y clandestina experiencia de un
aborto. Inscrita en la Facultad de Derecho de la Universidad de París,
tenía pocas compañeras, pues esta disciplina era en aquel tiempo coto
casi exclusivo de los hombres. Entre ellos, dos se volverían célebres:
François Mitterrand y Jean Moulin. Una vez terminados los estudios,
obtuvo un empleo en el Ministerio de las Colonias. La guerra, un
encuentro y experiencias íntimas y dolorosas provocaron un cambio
rotundo en la joven tímida pero seductora, fogosa y reservada, atildada
y provinciana.
Robert Antelme y Marguerite Donnadieu se conocieron
en el invierno de 1936 y se casaron el 23 de septiembre de 1939. Él ya
había sido enviado al frente, a Ruán, en donde recibió un telegrama de
ella pidiéndole que la desposara. Muchos años más tarde diría,
refiriéndose a Antelme:
De los hombres que conocí, fue el que más influencia tuvo en los hombres que conoció. De toda mi vida, fue el más importante. Para mí y para los otros […] Era la inteligencia misma […] Era muy alegre. Y creo que algo increíble en él era que no se daba cuenta en absoluto de esta especie de poder que ejercía sobre los otros, no lo sabía.
Empezaban los años negros, llenos de
trastocamientos políticos y sociales, de violencia, dolor, penuria y
muerte. En mayo de 1942 pierde a su bebé, que sólo vive algunos
minutos, y en noviembre recibe la noticia del fallecimiento de Paul, su
adorado hermano. Los primeros años de la ocupación los vive en el
desconcierto, un poco a ciegas, sin saber si hay que apoyar a Pétain o
no, ocupada en vivir, en sufrir, en luchar para comer, pues además de
la escasez y los racionamientos, se queda sin empleo durante veinte
meses, a partir de noviembre de 1940. Y empieza a escribir.
Le Square (1955) marca el inicio del
profundo cambio en su escritura. La novela es, bajo la forma de un
extenso diálogo, un encuentro entre dos humildes, una joven sirvienta
cuya vida se reduce a obedecer, limpiar y esperar, y un hombre maduro,
buhonero, que ha renunciado a toda esperanza y vive este abandono, día a
día, con felicidad: “Hay gente así, que encuentra tanto placer en
vivir, que puede abstenerse de esperar. Me rasuro todas las mañanas
cantando. ¿Qué más quiere usted?” Esta forma dialogada explica que la
obra haya sido recuperada por el teatro y puesta en escena una y otra
vez. Pero Le Square es sólo el inicio de otras novelas que se
transformarán en cine, y en las que el intrincado tejido hecho de
recuerdos, realidad e invención, dará vida a las obsesiones y los
temores de aquella niña. Así, El arrebato de Lol V. Stein (1964) y El vicecónsul (1966), desembocarán en India Song (1975), sin duda la película emblemática de la autora.
“Hace falta tan poco para contar una historia”,
decía Duras. Pero hizo falta el terror a la lepra, a la mendiga con el
pie podrido que un día regaló su niño a la viuda Donnadieu; hizo falta
una impresión profunda, una conmoción, al enterarse del suicidio de
aquel joven cuyo cadáver quedó expuesto durante largas horas, como un
espectáculo, llevando el adulterio de lo íntimo a lo público; hizo
falta una imaginación febril para transformar a esa mujer pelirroja y
hermosa, esposa del delegado general en Indochina, en esta dadora de
muerte, en este personaje fatal de aura tenebrosa. La autora de Emily l.
(1987) afirmó que contaba historias que ya estaban ahí, en alguna
parte, inadvertidas, desatendidas, y que, al pasar por ella y ser
devueltas, devenían perceptibles. Pero en este pasaje adquieren luces y
sombras, persiguen caminos no andados, no impuestos por la linealidad o
las convenciones, e interpelan al lector, que, de cualquier manera,
termina siempre por añadir sus propios fantasmas.
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